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TREINTA Y NUEVE

Miércoles, 15 de abril de 2015

Que vértigo. De repente, siento un vértigo enorme. Los sesenta metros cuadrados de la cabaña puestos patas arriba para hacer la limpieza general y toda la ropa extendida encima de la cama.

Voy a sacar la mecedora a la terraza y me voy a sentar un momento a descansar y a grabarme un rato. Ya me iba a ir sin grabar nada, sin contarme a mí misma que me voy, pues no, mira, un momento de pausa y de reflexión me va a venir bien, a ver si así consigo que se me pase la sensación de vértigo. Mis cosas, mi vida aquí, desmontarla así de repente. Vale, no tan de repente, pero llevar un tiempo sabiéndolo no quita que esta mañana estuviese todo dentro del armario y que ahora esté encima de la cama, esperando para ser metido en la maleta. Ese detalle —dentro del armario o fuera del armario— lo cambia todo, y asusta. Lo que tiene gracia es al final que no me vaya a Luleå a vivir con Niklas ni a Madrid a trabajar con Javier Román. Dos meses dudando entre una cosa y la otra sin ser capaz de decidirme, haciendo listas de pros y de contras, y de repente aparece una tercera opción y me decido casi al instante, como lo hubiese tenido claro desde el principio, incluso desde antes de que se me ocurriese la idea.

Las despedidas.

Gunnar, que no se lo creía, que dice que sigue sin creérselo, hasta el punto de que el domingo me trajo la compra de la semana y me trajo, eso, la compra para una semana entera, no para los cuatro días que me quedaban. ¡Que me voy mañana! Y, además, tenía bastantes restos por comerme; de hecho, le había dicho que no me trajese nada, que viniese el domingo a tomarse un café, pero sin compra. Pues no, mira tú, compra para una semana entera, menos mal que la cabaña va a seguir estando habitada desde mañana mismo y la comida no se va a echar a perder; yo me voy a las diez de la mañana y Miguel se muda aquí a media tarde, le va a traer su amiga Anna, la que trabaja en el albergue de Jokkmokk. Tiene gracia que vaya a ser un español el que se quede a vivir aquí ahora que yo me voy, aunque Miguel lleva tantos años viviendo en Suecia que ya casi es medio sueco y conoce a Niklas desde hace tiempo. Que, por cierto, me parece bastante curioso cómo se conocieron, ¡en un curso en un banco! ¿Un curso en un banco?, ¿un curso de qué? Eso es lo que le pregunte a Niklas, que no deja de sorprenderme: primero, lo de la asociación pacifista rusa de la que resulta que es presidente y, ahora, con esto de que es dueño de un banco al que va a reuniones de vez en cuando. Pero no dueño de un banco como Emilio Botín, sino dueño de una cooperativa bancaria junto a otros cuarenta mil dueños que se prestan dinero unos a otros sin intereses. Y, en ese banco, organizan cursos para que los dueños del banco, ellos mismos, aprendan cómo funciona su propio banco. En los cursos tratan también de otros temas de economía y de cómo organizar los recursos de una sociedad de una manera más justa y sensata. O cosas así. El caso es que, hace dos semanas, Niklas me llama para decirme que le ha prestado el coche a un español, a un tal Miguel, que va ya camino de Jokkmokk, y que le ha dado mi teléfono por si le apetece llamarme y pasar a verme, si me apetece a mí también, claro. Entonces, me explicó quién era Miguel, me contó que le había conocido hace unos años en un curso de fin de semana en su banco, me explicó todo eso de que el banco es una cooperativa y tal y cual y también que Miguel trabaja en el banco justamente organizando los cursos, o había trabajado en eso, pero ahora estaba haciendo una especie de curso de música en una escuela de artes. Bueno, en resumen, que Miguel había venido a pasar unos días por Sápmi, le había contactado para preguntarle si se podía quedar a dormir una noche en su apartamento en Luleå, y Niklas, como es así de espléndido, que si le pides un dedo te ofrece el brazo entero, le había prestado el coche para que pudiese moverse libremente por Sápmi durante esa semana. Luego, se había dado cuenta de que él también necesitaba el coche esos días para lo de la rave en las montañas, pero ya se lo había ofrecido a Miguel y no quiso decirle nada, aunque al final se arregló la cosa porque Eva y Rebecka también habían planeado ir a la rave.

Miguel me llamó esa misma tarde. Había parado un momento en el albergue de Jokkmokk para hacer el check-in y dejar la maleta y luego siguió conduciendo hasta Kvikkjokk, quería llegar hasta el final de la carretera. Me llamó cuando ya estaba volviendo hacia Jokkmokk, iba a pasar cerca de la cabaña y me dijo que si me venía bien y me apetecía, podía pasar a verme, que Niklas le había hablado mucho de mí. Le dije que sí, que encantada, pero que tuviese en cuenta que, ahora mismo, a la cabaña no se puede llegar en coche, que está todo lleno de nieve: tendría que aparcar en el lateral de la carretera y venir hasta aquí andando o, a poder ser, con raquetas de nieve o con esquíes. ¡Y que contase con que iba a estar todo oscuro! Sin problemas: llevaba raquetas de nieve, una linterna de las de poner en la frente y un mapa de la zona que le había dejado Niklas con una cruz puesta en el lugar donde estaba la cabaña. No me dio mucha seguridad lo del mapa con la cruz puesta y no pude evitar pensar que la cosa podía acabar mal, pero, como no le conocía, me dio apuro decirle nada, no fuese a pensar que no me apetecía que viniese. Llegó dos horas más tarde. Yo ya estaba volada; por teléfono me había dicho que tardaría más o menos una hora, y su móvil estaba fuera de cobertura. Ya estaba a punto de llamar a Niklas para preguntarle que a ver qué hacíamos. ¿Avisar a la policía?, ¿a los bomberos?, ¿a quién se avisa en estos casos? Entonces, apareció.

Un madrileño en mi cabaña. Es curioso lo de haber crecido en la misma ciudad, y prácticamente en los mismos años, porque él es del 81 y yo del 80: las expresiones, las referencias, las bromas, hay un montón de cosas en común que salen a la superficie bastante rápido. Aunque es verdad que ser de una misma ciudad también acentúa las diferencias, por ejemplo, queda más claro a qué tribu urbana pertenece cada uno. Lo primero de lo que hablamos es justamente de eso, del año en que habíamos nacido cada uno, los barrios de Madrid en los que habíamos crecido y la universidad en la que habíamos estudiado, intentando encontrar algún amigo o amiga en común. Pero nada, excepto Niklas, claro. Y qué relax hablar en español después de tantos meses hablando en inglés. Es verdad que he hablado en español con Saúl, pero su español es tan diferente, tan como de estar hablando con Don Quijote, que no puedo evitar estar un poco en tensión al hablar con él, por un lado para entender lo que dice y por otro para no decir cosas demasiado modernas o complicadas para él. Con Miguel, la cosa fue mucho más fluida. Después de que se hubiese quitado todas las capas de ropa de abrigo que llevaba, nos sentamos a tomar un café y me contó un poco qué es lo que estaba haciendo por Jokkmokk, aunque me dio la impresión de que no lo tiene muy claro. Estaba buscando un lugar tranquilo y bonito donde algún día poder instalarse un tiempo para escribir una novela, una novela en la que había estado trabajando unos cuantos años, pero que no terminaba de arrancar del todo, más que nada porque no paraba de entretenerse con otras cosas en lugar de sentarse de una vez a escribir y punto. Había estado trabajando varios años en la cooperativa bancaria donde había conocido a Niklas, y cuando por fin se decidió a pedir una excedencia de un año para escribir, en lugar de hacer eso, ponerse a escribir, en el último momento solicitó plaza en un curso de música de un año en una especie de escuela de artes para adultos. Y le dieron la plaza. El plan era hacer las dos cosas a la vez: el curso de música y escribir la novela. ¡Ah! Más una tercera cosa: un máster en Filosofía de la Ciencia por la UNED que tenía empezado y que quería terminar para luego poder hacer un doctorado. Demasiado, ¿no? Al menos a mí me estaba estresando solo de imaginármelo. Y a él también, o eso me dijo. Lo de venirse una semana a Sápmi, además de para encontrar un lugar apropiado para escribir, era también para ordenar las ideas. ¿Quizás era el momento de dedicarse, por primera vez en su vida, a escribir y nada más que a escribir? ¿El momento de dejarse de ochenta proyectos simultáneos y centrarse en una sola cosa?

Yo le conté también mi historia, mis dudas. Sí, se podía decir que yo también había venido a ordenar las ideas a Sápmi, solo que para mí no había sido solo cosa de una semana, sino que iba ya por los nueve meses. Aunque dio la casualidad de que cuando vino Miguel de visita, yo acababa de aclararme, de salir de dudas. Llevaba ya unos días con las ideas claras. Había pasado el fin de semana con Niklas, en Luleå, y según llegué a su casa el viernes por la tarde, le había soltado esa noticia que se me estaba haciendo una bola dentro y que me costaba tanto decirle: que había decidido marcharme. Y no a Madrid a trabajar con el excompañero de trabajo del que ya le había hablado, sino a Sobradillo. De repente, lo había visto clarísimo, tan claro que me parecía inverosímil como no se me había ocurrido antes. Quería irme a Sobradillo, a pasarme una temporada con Inés y con mi sobrina, que acababa de nacer, a pasear por las Arribes ahora que he descubierto que me gusta pasear y, sobre todo, a meterle mano al libro de papá, que, según él, lo había dejado prácticamente terminado, pero que si nadie se ponía a trabajar con ello, se iba a quedar así para siempre, sin terminar y sin publicar, completamente olvidado, veinte años de trabajo directos a la basura. Me asusta un poco que no tengo ni idea de lo que me voy a encontrar, sé que es un libro sobre el Moreno y sobre san Antonio, pero no sé cómo está escrito ni sé qué significa exactamente lo de que esté prácticamente terminado. Prácticamente terminado no quiere decir terminado, ¿y voy a ser capaz de terminarlo yo? O Inés y yo, si le apetece ayudarme, que espero que le apetezca porque de las dos la que sabe de libros es ella. Por no saber, no sé ni siquiera de cuántas páginas estamos hablando: ¿doscientas, quinientas, mil? Veinte años pueden dar para mucho. Al hablarle de esto a Miguel, al contarle que en quince días me iba a marchar de Jokkmokk a Sobradillo entre otras cosas para terminar el libro de mi padre, me dijo que si necesitaba ayuda, se lo dijese, que le parecía muy interesante lo poco que le había contado sobre el Moreno y sobre la autobiografía de san Antonio. Y según me lo dijo, nos quedamos un momento en silencio mirándonos el uno al otro y nos empezamos a reír. Acababa de contarme que quería centrarse en escribir su novela y dejarse de ochenta proyectos paralelos y, cinco minutos después, me estaba ofreciendo ayuda para intentar terminar el libro de mi padre. Se llevó las manos a la cabeza y me dijo que no tenía remedio. Yo le recomendé que alargase su estancia en Jokkmokk, nada de una semana atropellada para «ordenar las ideas» apresuradamente, nada de «algún día» instalarse en un lugar tranquilo, que lo hiciese ya, que se instalase una temporada larga en una cabaña como la mía y que seguro que poco a poco conseguía centrarse. Me sorprendí a mí misma dando un consejo así, con tanta seguridad. Pero me ha hecho caso. Tanto caso me ha hecho que no es que se vaya a instalar en una cabaña cualquiera, sino que mañana mismo, unas horas después de que yo me vaya, se muda él aquí, a mi casa.

Mi casa. Porque esta es mi casa, mi home, mi hogar. No digo que sea el único hogar que tenga, o que he tenido, pero es uno de mis hogares, de eso no me cabe la menor duda. Un hogar del que me estoy marchando. ¿Tiene algún sentido marcharse de un hogar? Una parte de mí, bastante ruidosa ahora mismo, tiene todas las alarmas encendidas y responde que no, no entiende por qué me voy de aquí y se enfada conmigo después de cada despedida. Que van siendo unas cuantas despedidas las que llevo en los últimos días, y pensar que me fui de Madrid cogiendo un taxi al aeropuerto y sin avisar a nadie.

De Gunnar me he despedido dos veces, ¡de momento!, la primera el domingo cuando vino con esa compra semanal que nadie le había pedido, y la segunda ayer, cuando apareció por aquí con la excusa de comprobar que había suficiente leña en la cabaña para cuando llegue Miguel. Porque esa es otra: Miguel, además de heredar la cabaña, también va a heredar a Gunnar, la inestimable ayuda de Gunnar con toda la logística. A Rebecka la veré mañana; dice que se va a escapar un momento del trabajo a media mañana y que va a venir a despedirme al aeropuerto. Eva no, que lo siente mucho, pero que no se va a poder escapar del trabajo, me llamó ayer por la noche para charlar un rato, para despedirse y recordarme que la mantenga informada de mis avances y descubrimientos con la memoria. Mahmoud, Magda y Anki vinieron de visita el sábado y me llevaron a ver los renos de la familia. A la vuelta, pasamos por el centro de Jokkmokk y fuimos un momento a saludar a Saúl. No quería irme sin despedirme de él y de desearle suerte con sus permisos de residencia y los de su familia. Le dije que en cuanto tenga los papeles en regla y pueda viajar por Europa, tiene que venir a visitarme a España. Quiere conocer Toledo y el corral de comedias de Almagro. Bueno, lo de que vengan a visitarme se lo he dicho a todos; como me tomen la palabra, no voy a parar de recibir visitas. Niklas ya tiene billetes, viene para principios de junio. Le he dicho que si quiere, podemos quedar en Madrid, pero le hace ilusión venir por sus propios medios hasta Sobradillo. Pues nada, en Sobradillo nos veremos, al menos iré a recogerle a la parada del autobús. Y hablando de Niklas, debe de estar ya al caer, y yo todavía con la casa patas arriba. En principio, habíamos quedado en que iba a venir ayer por la noche y que hoy íbamos a hacer una última excursión, íbamos a ir Kvikkjokk, ¡por fin a Kvikkjokk!, que llevo con ganas de ir casi desde que llegué, pero al final, por unas cosas o por otras, me voy a quedar sin ir. Ayer por la mañana llamé a Niklas para cancelar el plan, le dije que iba con mucho retraso organizando las cosas para el viaje y que mejor que viniese hoy a media tarde, aunque ya no nos dé tiempo a ir a Kvikkjokk. Además, me había dado cuenta de que me apetecía pasar una última noche sola aquí en la cabaña, quiero decir, una última noche siendo consciente de que era la última, porque la noche del lunes al martes también la pasé aquí sola, pero no pensé en eso. Pero ayer sí, ayer fui consciente todo el rato y me di un atracón de nostalgia anticipada: me hice la cena despacio, abrí una botella de vino, hice fuego en la chimenea, puse el disco de La Pasión según san Mateo, de Bach, que no he parado de escuchar desde que lo descubrí en una de las cajas hace un mes, y me senté en la mecedora. Luego, me entró el nervio, salí un rato a la terraza a tomar el fresco, me puse las raquetas de nieve y di un paseo con la linterna puesta en la frente, mi paseo circular, el único paseo que me atrevía dar al principio. En mitad del paseo, apagué la linterna y me quedé parada, parecía que el silencio me hablase, me dio la corazonada de que iba a aparecer una aurora boreal y no quitaba los ojos del cielo. Aguanté todo lo que pude por ver si venía la aurora, que no llegó; las corazonadas es lo que tienen, que no siempre funcionan, pero la noche estaba completamente despejada y lo que sí se veían eran muchísimas estrellas, más que nunca. Pero al final, como siempre, pudo más el frío y me volví a la cabaña. Una última visita a la sauna para entrar en calor y despedirme de la sauna y luego a la cama.

Faltaba alguien por despedirse y ha aparecido esta noche: san Antonio. Y me ha pillado por sorpresa porque hace mucho que no soñaba con él, desde aquel sueño largo con una caravana de trineos que parecía una procesión. ¿Cuándo fue eso? Como mínimo, hace dos meses, o más; no sé por qué, pero me quiere sonar que fue en la noche de Reyes, o en Nochevieja. El de esta noche, sin embargo, ha sido un sueño más corto y con menos personajes; simplemente san Antonio, el jabalí y yo.

Estábamos los tres en el cubículo, el cubículo horrible de mi antigua oficina, que no quiere irse de mi cabeza ni a patadas y que sigue apareciendo en mis sueños, aunque es posible que después del sueño de esta noche, ya no aparezca más. Estábamos los tres sentados, cada uno en una silla, incluso el jabalí estaba sentado, sentado y arreglado, un jabalí con traje, corbata y gafas de pasta. San Antonio, sin embargo, llevaba su túnica de siempre y yo iba vestida de sami, tal cual, con uns kolt sami como la que llevaba puesta Magda el sábado cuando fuimos a ver los renos de su familia. No recuerdo que hayamos cruzado una palabra en todo el sueño. Estábamos los tres sentados, en silencio, mirándonos a los ojos como esperando a que pasase algo. Y, de repente, el reloj de la pared se ha caído al suelo y se ha roto en mil pedazos. Literalmente, en mil pedazos. He visto los mil pedazos, los he contado al instante. Totalmente ilógico porque si un reloj de esos de pared de IKEA se cae al suelo, no se rompe en mil pedazos, como mucho en dos o tres. ¿Pero qué saben los sueños de lógica?

La caída del reloj ha puesto el sueño en movimiento. El jabalí se ha bajado de la silla de un salto, se ha quitado la ropa a mordiscos, se la ha comido, y cuando ha terminado con su ropa, se ha puesto a comerse el techo del cubículo. Mientras tanto, san Antonio se ha puesto de pie y me ha tendido la mano, yo me he puesto también de pie y se la ha cogido. Era verdaderamente la mano de un anciano de noventa y cinco años, o de mil ochocientos años. Agarrados de la mano, nos hemos puesto en el centro de la habitación y hemos mirado hacia arriba. Ya casi no quedaba nada del techo del cubículo, apenas una esquina que el jabalí estaba comiéndose con ansia, y como ya no había techo, podíamos ver el cielo, un cielo estrellado como el que acababa de ver antes de meterme en la cama. Y la aurora, la aurora boreal de la corazonada: verde, azul, roja, violeta y amarilla. Mi kolt sami parecía tener vida propia ante la presencia de la aurora, se movía y me hacía moverme a mí, una especie de baile que acabé contagiándole a san Antonio a través de la mano que teníamos cogida. Bailábamos al ritmo de mi kolt, que, a su vez, se movía al ritmo de la aurora, y mientras tanto, el jabalí seguía a lo suyo, había terminado con el techo del cubículo y ahora se estaba comiendo las paredes, cada vez más rápido: una pared, dos, tres, cuatro paredes. Cuando me quise dar cuenta, ya no le quedaban paredes al cubículo y estábamos en mitad de la noche bailando bajo una aurora boreal en las Arribes del Duero, más concretamente en la desembocadura del Águeda en el Duero. Todavía quedaba el suelo y los muebles del cubículo, pero el hambre del jabalí no tenía fin. Se lo comió todo y, al terminar, nos miró y salió corriendo hacia el río. Antonio apretó mi mano, luego la soltó y se fue detrás del jabalí. Entonces, me desperté, por un lado sintiéndome muy sola, pero, por otro lado, pensando en que me había librado del cubículo para siempre. Y quizás sea cierto. Tengo ganas de que llegue Niklas y de contarle el sueño; él también está bastante harto de su oficina, aunque la suya no sea ningún cubículo, sino un despacho con un ventanal con vistas al mar. Pero dice que le da lo mismo, que lo que mira ocho horas al día no es el mar ni el horizonte, sino la pantalla del ordenador.

De quien no me he despedido es de Miguel, a no ser que mañana paremos un momento en el albergue de Jokkmokk cuando vayamos de camino a Luleå. Que a lo mejor es buena idea y así le damos en mano la llave de la cabaña, aunque Niklas diga que da igual, que se puede dejar la puerta abierta y la llave dentro. Muy fuerte que haya sido yo quien le haya convencido para quedarse en Jokkmokk, espero que no se arrepienta. Bueno, y si se arrepiente, cambiará de plan y se irá a seguir dando tumbos por ahí. Porque es verdad que la decisión de quedarse la tomó muy rápido, entre la primera vez que estuvo aquí y la segunda creo que no pasaron ni tres días. A ver, la primera vez que vino por aquí fue un día entre semana. Venga, va, voy a usar un momento esta Memoria Autobiográfica Altamente Superior que tengo, que no se diga.

Sí, la primera visita de Miguel fue un miércoles, hace exactamente dos semanas. Se nos hizo tarde charlando y se quedó a dormir en el sofá del salón. A la mañana siguiente, desayunamos juntos y él se fue para el centro de Jokkmokk, al albergue. Nos despedimos deseándonos buena suerte con nuestros respectivos planes, y yo pensé que ya no le volvería a ver, pero qué digo tres días, ¡al día siguiente! El viernes por la tarde, ya le tenía de vuelta en la cabaña. Esta vez, vino con Niklas, Eva y Rebecka. Venían a recogerme para ir todos juntos a la rave de las montañas. Al final resultó que todos querían a la rave, incluido Miguel. Y yo también. Lo había estado dudando porque me daba miedo fastidiarme otra vez el tobillo ahora que estaba casi recuperado, pero al final decidí que sí, que me apuntaba. Y si no podía bailar mucho, me dedicaría a mirar a la gente o a darme un paseo. No todos los días le invitan a una a fiestas clandestinas en las montañas de Sápmi para celebrar el final del invierno bailando en la nieve a menos quince grados de temperatura. Pues claro que me apunté a la rave. Que más que una rave era una fiesta que iba a durar el fin de semana entero y a la que iban a venir más de doscientas personas desde todos los rincones de Sápmi. El que se rajó en el último momento fue Miguel. Llevaba un día entero rumiando la idea de alargar su estancia en Jokkmokk y, como yo le había dicho que dentro de quince días me marchaba, le preguntó a Niklas si le interesaría seguir alquilando la cabaña. Niklas dijo que por él fenomenal.

Cuando vinieron a recogerme para ir a la rave, les dije que pasasen a tomar un café, que a mí se me había echado el tiempo encima y me quería dar una ducha antes de irnos. En ese rato, a Miguel se le ocurrió lo de quedarse a pasar el fin de semana en la cabaña mientras nosotros estábamos en la rave, quería sentir lo que era estar aquí solo y aislado, y plantearse si de verdad quería quedarse a vivir aquí cuando yo me fuese. Y eso hizo, sacó del maletero del coche la mochila y la guitarra que pensaba llevarse a la fiesta y se quedó a pasar el fin de semana en la cabaña mientras nosotros nos fuimos a las montañas. Cuando regresamos el domingo por la tarde, ya se había decidido: se quedaría una temporada en la cabaña. Sí, en cuanto yo me fuese, entraría él a vivir. Durante el fin de semana, le había dado tiempo a ver una aurora boreal y tres renos blancos, también se había leído una de las novelas de la caja y había empezado a escribir cinco canciones nuevas, ¡cinco!, y otras que tenía a medias. Se quedaría en la cabaña y escribiría un disco entero, ya había decidido hasta el título: Made in Jokkmokk[1]. Según lo dijo, pensé otra vez que lo de este chico no tiene remedio, se está planteando instalarse a vivir una temporada en la cabaña para escribir su novela y, después de dos días, ha cambiado de plan y va y dice que lo que va a escribir en la cabaña es un disco. Y se lo dije, como ya habíamos hablado del tema el otro día, tuve la confianza de decírselo, y me alegro de haberlo hecho, me alegro de poco a poco ir perdiendo el miedo a dar mi opinión sobre las cosas; le pregunté si ya se había olvidado del proyecto de la novela y me miró como si fuese un niño al que han pillado metiendo el dedo en el bote de Nocilla. Reconoció que se le iba la pinza, que de verdad necesitaba pasar unos meses en la cabaña y calmarse un poco. Pero con la novela iba en serio, no era algo que se le hubiese ocurrido así de repente en un fin de semana, como lo del disco de Made in Jokkmokk, quería escribirla y quería escribirla con calma y con mimo. Hasta entonces, no le había preguntado de qué se iba a tratar la novela, a lo mejor no tenía ganas de hablar de eso. Al final me animé y le pregunté, y si no le apetecía, pues que no me contase. Pero todo lo contrario, le gustaba hablar del argumento para aclararse él mismo. Uno de los temas centrales, mira por dónde, era el mundo de las grandes empresas: la competitividad, el estrés laboral, lo absurdo de la mitad de las tareas que realiza la gente en las oficinas de medio mundo, mandándose correos electrónicos de un lado para otro, haciendo planes estratégicos de mejora, proyectando formularios de evaluación… Me enseñó un libro que acababan de publicar hace dos meses y que ya le ha dado tiempo a leerse dos veces, The Utopia of Rules, que hablaba de esas cosas y que me recomendaba leer en plan preventivo, por si me volvían a dar ganas de trabajar para una gran empresa como en la que yo le había contado que había estado. Había empezado a escribir la novela, pero todavía estaba principalmente en fase de documentación: leyendo libros, artículos, viendo documentales… Quizás ese era el problema, que se estaba documentando demasiado y, por eso, no terminaba de arrancar. Yo no pude evitar pensar en mi padre y en los veinte años que se había pasado trabajando en su proyecto.

Entonces, no sé cómo y sin pensarlo dos veces, se me ocurrió decirle que si quería, podía quedarse con mis grabaciones, que a lo mejor le podían servir de inspiración en esa fase de documentación: una descripción en primera persona de alguien que no sabe manejar los tiempos en su trabajo y en su vida y que, de tanto acelerar, acaba por estrellarse contra un muro. Ese tema entre otros, claro, porque así, a bote pronto, me da la impresión de que la mitad de las grabaciones tratan de san Antonio. La verdad es que ahora, si soy sincera conmigo misma, me arrepiento un poco de haberle ofrecido las grabaciones a Miguel. Todavía estoy a tiempo de echarme para atrás. Puedo decirle que al final me ha dado apuro. Pero hay una parte de mí que me dice que sea valiente y que se las dé, que dárselas es una manera de pasar página y de perder el miedo a contar cómo me siento por dentro.

¿No digo que quiero vivir de una manera más transparente? Pues voy a demostrarlo con un acto de transparencia radical, dejándole mis intimidades a alguien que acabo de conocer y que, además, dice que es escritor. Sé que no va a pasar, pero voy a ponerme en lo peor, voy a imaginarme que, de repente, dentro de dos o tres años, me entero de que en lugar de inspirarse un poco, lo que ha hecho Miguel es publicar un libro con todos mis monólogos, del primero al último y sin saltarse una coma. ¡Me moriría de vergüenza! Sí, me moriría de vergüenza, pero, después de ese momento de vergüenza, ya habría pasado lo peor, sería una manera rápida y práctica para que la gente que me conoce sepa qué es lo que pienso de las cosas. Así que, Miguel, si me estás escuchando ahora mismo, si ya has escuchado todos los monólogos anteriores y se te está pasando por la cabeza la idea canalla de publicarlos, no te cortes, hazlo, que te perdono de antemano. Mira, ya te he perdonado. Aunque supongo que no lo harás, me imagino que, como mucho, cogerás alguna idea. Es así como hacéis los novelistas, ¿no? Inspiraros un poco por aquí y otro poco por allá.

Lo bueno de dejarle las grabaciones a Miguel es que así no me las llevo conmigo. Prefiero irme de aquí ligera de equipaje, sin todas esas palabras que he ido acumulando durante estos meses. Son palabras dichas en Jokkmokk, y en Jokkmokk se van a quedar. Cuando acabe esta grabación, dejaré las tarjetas de memoria encima de la mesa de la cocina para que las vea Miguel cuando llegue mañana.

Y a ver si voy terminando ya de grabar, que se me está haciendo tarde y voy retrasada con el empaquetado y la limpieza. No me lo puedo creer, se me está poniendo un nudo en el estómago de pensar que esta es la última grabación. En mi mecedora, en mi terraza, con este sol que lleva una semana luciendo para despedirse. Me habían avisado de que abril es el mes más bonito aquí en Sápmi, con los días cada vez más largos y soleados, pero antes de que llegue el calor de mayo y se derrita la nieve. Y lo es, me cuesta imaginarme algo más bonito. Pero no voy a darle más vueltas, puedo seguir grabando en Sobradillo, o en Madrid, ¡o en Jokkmokk otra vez si dentro de dos meses decido que es aquí donde quiero estar! Y si no vuelvo dentro de dos meses, lo que es seguro es que voy a venir de visita dentro de un año para ver la famosa carrera de esquí de fondo de la que Gunnar no para de hablar y en la que Rebecka seguramente va a participar.

Mi Gunnar. Ha cambiado su obsesión con los rusos por la obsesión con la carrera, y todavía queda casi un año. Pero bienvenido sea el cambio. Me ha contado veinte veces la historia, los dos samis de la zona de Jokkmokk que participaron en una expedición a Groenlandia a finales del siglo XIX y que recorrieron 460 kilómetros en 57 horas para dar cuenta de lo que había en esa zona del interior de Groenlandia, hasta entonces completamente desconocida. Cuando regresaron a Jokkmokk, les acusaron de mentir; era imposible recorrer esa distancia en ese tiempo simplemente con unos esquíes. Entonces, se organizó una carrera de 220 kilómetros, ida y vuelta de Jokkmokk a Kvikkjokk, para ver en cuánto tiempo eran capaz de hacerla. El ganador, uno de los dos samis que habían vuelto de Groenlandia, recorrió la distancia en 21 horas y 22 minutos. Entonces, les creyeron. La carrera fue en 1884 y, desde entonces, no se ha vuelto a organizar. Hasta ahora, que han empezado a planear una nueva edición para la primavera que viene y ya han puesto una fecha y todo: 10 de abril de 2016. Así que aquí estaré, animando a Rebecka. Y aprovecharé, por fin, para ir a Kvikkjokk.

Jokkmokk, 20 abril de 2015 –

Madrid, 30 de octubre de 2016

Miguel Ganzo Mateo


[1]    Las canciones de Made in Jokkmokk se pueden escuchar en »https://miguelganzo.bandcamp.com/album/made-in-jokkmokk»