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TREINTA Y OCHO
Martes, 17 de febrero
Qué poco caso le hago a la grabadora. Luego, es verdad que cuando me pongo, me pongo, pero cada vez me pongo menos. Bueno, pero hoy casi me muero y una cosa así tengo que contarla. En serio, no sé cómo de cerca he estado de morirme, y casi que prefiero no saberlo. Lo que sí que sé es que soy una inconsciente, porque cuando se me ha congelado el móvil del frío, lo que tenía que haber hecho es pararme y esquiar de vuelta a casa con muchísimo cuidado. Pero eso lo pienso ahora; en ese momento, solo pensaba en que no podía desperdiciar un día tan soleado. También me dije a mí misma que esto de los móviles es una modernez, que aquí se ha esquiado sin móvil desde hace siglos, o milenios. Sí, claro que sí, pero los que lo hacían eran personas que sabían esquiar cien veces mejor que yo, y seguramente no esquiasen solos, o si esquiaban solos, le dirían a alguien a dónde iban. No como yo, que nadie sabía que había salido a esquiar y lo más probable es que nadie se habría dado cuenta de que no estaba en casa hasta el domingo cuando Gunnar llegase con la compra. Y para el domingo, yo ya estaría convertida en un cubito de hielo, con mi esguince de tobillo congelado para la posteridad, dando pistas a los policías que investigasen el caso de qué es lo que me había pasado. Un esguince de grado dos, casi de grado tres, eso es lo que me ha dicho el médico que me ha atendido en el ambulatorio de Jokkmokk.
Ann-Marie, la mujer que me encontró por casualidad cuando volvía a su casa en la moto de nieve, no solo me ha llevado al ambulatorio, sino que se ha quedado acompañándome hasta que ha llegado Gunnar, que cuando por fin se ha descongelado el móvil y le he podido llamar, resulta que no estaba en Jokkmokk, sino en Luleå, saliendo de la consulta del psiquiatra. Mi móvil ha resucitado a los cinco minutos de entrar en el ambulatorio, yo creía que se había congelado para siempre, pero no, un poquito de calor y otra vez en marcha. A mí me ha costado bastante más entrar en calor. En el ambulatorio, han repasado cuidadosamente mis extremidades y no se me ha congelado nada, pero dicen que he estado cerca. Me han colocado en un sofá comodísimo, me han puesto unas mantas encima y nos han traído dos tazones de chocolate, uno para Ann-Marie y otro para mí. Me los he bebido yo los dos mientras le contaba a Ann-Marie los detalles de la caída, hasta entonces apenas había tenido fuerzas para decir nada. No tenía mucho misterio, me había caído porque la cuesta por la que me había tirado era demasiado empinada para mis habilidades, y me había caído mal; no me había dejado caer cuidadosamente a un lado cuando veía que la cosa se ponía peligrosa como me recomendó Rebecka que hiciera, sino que lo intenté hasta el final y me torcí el tobillo en el intento. Noté el dolor al instante, estando en el suelo, y cuando intenté ponerme de pie, directamente veía las estrellas. Entonces, eché mano al móvil y me acordé de que se me había apagado hacía un rato por congelación. Y me puse a llorar, me sentía una idiota. Pero pronto dejé de llorar y me puse en estado de alerta, como si me hubiesen puesto una inyección de café intravenoso. Me di cuenta, de repente, de lo peligroso de la situación. No era momento de llorar, sino de pedir auxilio y de intentar moverme pese al dolor. Si conseguía subir la cuesta por la que me había tirado y retroceder unos doscientos metros, entonces podría llegar a uno de los caminos de motos de nieve que hay por la zona. Lo había cruzado hacía un rato y me había dado la tentación de esquiar un rato por ahí, que la nieve está más prensada y es más fácil, pero no, quería llegar a un lago que vi esta mañana en uno de los mapas que me ha prestado Gunnar. ¡Maldito mapa que hace que todo parezca que está más cerca de lo que está! Además, estaba consultando el mapa cuando se me cayó el móvil a la nieve y se me congeló. Pero no voy a echarle la culpa al mapa de mi estupidez.
El caso es que lo conseguí, me costó un triunfo, pero fui capaz de subir la cuesta y de seguir la huella que habían dejado mis esquíes hasta llegar otra vez al camino de las motos de nieve. Mientras andaba, o mejor dicho, mientras me arrastraba, iba pidiendo auxilio a gritos, «¡help help!», pero nada. Cuando por fin conseguí llegar y me tiré al borde del camino, me di cuenta de lo hinchado que tenía el tobillo. Y no se me ocurrió mejor idea, ¡alma de cántaro!, que quitarme la bota y los dos pares de calcetines y meter el tobillo en la nieve para cortar la inflamación. Y es verdad que me bajó un poco la hinchazón, sí, pero también es verdad que por ahí me empezó a entrar el frío, un frío que me habría entrado tarde o temprano, pero mejor hubiera sido tarde que temprano. Me puse otra vez los calcetines y las botas y me senté a esperar, pero el frío ya lo tenía dentro.
La situación era, como mínimo, complicada, pero decir desesperada tampoco sería exagerar mucho. Tenía que elegir: o esperar en el camino de las motos de nieve a que pasase alguien o intentar arrastrarme hasta casa por mis propios medios. Lo de esperar parecía lo más sensato, todavía quedaban dos horas de claridad antes de que se hiciese de noche y también he visto que las motos de nieve circulan incluso cuando es de noche. ¿Pero cuántas motos de nieve circulan por este camino? No es uno de los caminos principales. Sí que aparece en el mapa, pero con una línea muy fina. Así que parecía un plan sensato, pero, al mismo tiempo, también muy arriesgado. ¿Y si no pasaba nadie por allí? La opción de intentar llegar a casa por mis propios medios era una locura. Estaba a diez kilómetros de la cabaña, diez kilómetros que habría recorrido sin problemas en dos horas en condiciones normales con los esquíes, pero arrastrándome con el esguince estaba claro que se me iba a hacer de noche sin apenas haberme movido del sitio, solo tenía que pensar en todo lo que había tardado en subir la cuesta y recorrer los doscientos metros hasta el camino, y en el dolor que había sentido al hacerlo. Si decidía intentar llegar a casa, me iba a destrozar el tobillo, eso estaba claro, pero la idea de sentarme a esperar y que no pasase nadie me aterraba, así que me puse en marcha. Además, tenía una linterna de las de poner en la cabeza, Rebecka me ha inculcado la costumbre de llevar siempre una en la mochila, por si se hace de noche esquiando. Podría seguir moviéndome hacia casa incluso cuando se hiciese de noche. ¿Y el tobillo?, ¿cómo iba a terminar mi tobillo? Bueno, ¿pero que es un tobillo machacado comparado con la posibilidad de morirme de frío? Así que empecé a moverme y vi las estrellas otra vez, incluso más que antes. Claro, si duele en caliente, en frío duele aún más. Me puse en marcha, recorrí unos trescientos metros apretando los dientes del dolor y entonces oí el sonido de una moto de nieve. El sonido venía de atrás, del camino que acababa de dejar, pero con tanto árbol no se veía la moto, ni la moto me veía a mí. Grité con todas mis fuerzas, pero no sucedió nada. Entre el ruido de la moto y los cascos que se suelen usar era muy poco probable que quien estuviese conduciendo la moto me oyese. Y no, no me oyó, pero esa oportunidad perdida sirvió para que yo cambiase de plan: si ya había pasado una moto, entonces era más probable que pasase una segunda. No sé si eso es matemáticamente más probable, seguramente no, no tengo ni idea, pero, en ese momento, yo lo vi más probable, y eso es lo que importa porque me hizo dar la vuelta y regresar al camino de las motos. Y sentarme a esperar, sí, pese al miedo a que no pasase nadie más y se me hiciese de noche. Que de hecho es lo que sucedió porque cuando apareció Ann-Marie con su moto, ya era de noche. En cuanto oí el ruido de la moto, encendí la linterna para que me viese y me puse a gritar y a mover los brazos como si no hubiese un mañana.
Ese rato de espera no se me va a olvidar nunca, la sensación de vulnerabilidad, de soledad, de pequeñez, de dependencia. Qué rápido se pueden torcer las cosas. Pasar de estar calentita en mi cabaña poniéndome la ropa de abrigo y comiéndome un plátano antes de salir a estar sentada en la nieve a menos veinte grados de temperatura y a oscuras para no gastar la pila de la linterna. Y con un tobillo machacado. Pero ni notaba ya lo del tobillo; en ese momento, lo único que sentía era el frío avanzando por todo el cuerpo, el frío al que antes había abierto la puerta de par en par al quitarme la bota y meter el tobillo en el hielo. Para entretenerme un poco y no pensar una y otra vez en que me iba a morir congelada, me puse a recordar anécdotas de este fin de semana en Vilhelmina, a repasarlo mentalmente, lo bien que lo habíamos pasado pese a que también hacía frío y que estuvimos varias horas subidos cada uno en un pilar de hielo. Pero estábamos juntos, bromeábamos, venía la familia de Eva a traernos café y bollitos de canela, y lo más importante, podía bajar del pilar cuando me diese la gana e ir a darme una ducha de agua caliente. Que es lo que hice.
En un principio, las únicas que iban a ir a Vilhelmina eran Eva y Rebecka, querían participar otra vez en el concurso de los pilares de hielo y celebrar su primer aniversario juntas en el mismo sitio donde se habían conocido, pero luego no sé cómo se fue animando la cosa y, al final, nos apuntamos los cinco: Gunnar, Niklas, Rebecka, Eva y yo, mi pequeña familia del norte. Mi pequeña familia, es verdad que lo son. A Niklas empiezo a sentirlo cada vez más como a una pareja; Gunnar hace de padre desde el minuto uno; Rebecka, de hermana aventurera, y Eva, de novia de mi hermana. Incluso Mahmoud, que no vino al viaje, por edad podría ser perfectamente mi hijo. Magda, entonces, la novia de mi hijo, y Anki, la madre de Magda que sabe los secretos de las hierbas curativas de los samis, Anki sería… ¿mi consuegra? Qué palabra más fea y qué poco le pega a Anki.
Rebecka, Eva y Niklas vinieron de Luleå en el coche de Rebecka, nos recogieron a Gunnar y a mí en Jokkmokk y ya nos fuimos todos juntos para Vilhelmina. De jueves a domingo. Eva había hablado con una tía suya que vive en Malmö y que nos prestaba su casa de Vilhelmina, así no le ocupábamos la casa entera a los padres de Eva. Aunque, aun así, se la ocupamos bastante porque casi todas las comidas y las cenas las hicimos allí con ellos. Donde no estuvimos mucho tiempo fue en los pilares de hielo. El año pasado, Eva fue la ganadora y Rebecka la finalista, pero este año nosotros cuatro fuimos los últimos, es decir, los primeros en bajarse del pilar. Y Gunnar ni siquiera subió. En el coche, venía diciendo que nos iba a ganar a todos, que había pasado muchas horas al frío en sus años de esquiador, pero cuando vio la altura del pilar, dijo que ya no tenía edad para tonterías y se quedó abajo, de espectador. Pero, vamos, que para el anochecer del mismo jueves ya nos habíamos bajado todos del pilar y nos pasamos el finde de comidas, cenas, meriendas, saunas y excursiones con los esquíes. ¡Y la de piropos que me llevé por mi técnica esquiando! Que cómo había podido mejorar tan rápido, que parecía que llevaba toda la vida haciéndolo… Así no me extraña que me haya crecido y me haya creído que estaba ya lista para tirarme por cualquier cuesta.
El sábado, hicimos una excursión larga, más larga incluso que la que pretendía hacer hoy yendo hasta el lago al que al final no he llegado. Gunnar, a regañadientes, se quedó en la casa. Había esquiado el viernes y se había sentido muy bien, ni el más mínimo signo de fatiga, pero el viernes apenas habíamos esquiado media hora, así que el sábado por la mañana, cuando nos estábamos preparando para salir, Gunnar y Rebecka tuvieron una buena bronca. Rebecka amenazó con llamar al cardiólogo de Gunnar para contarle el poco caso que le estaba haciendo y chivarse de que pretendía hacer una ruta de esquí de veinte kilómetros. Tenía el número de móvil del cardiólogo, se lo había dado por si había una urgencia, y Rebecka consideraba que esto era una urgencia, una urgencia preventiva. Al final, le convenció de que se quedase. No le quedó opción. A Gunnar le daba una vergüenza enorme molestar al cardiólogo un sábado por la mañana por una cosa así y, como conocía bien a su hija, sabía que iba en serio, que le iba a llamar, tenía el móvil en la mano y, si él no cedía, le llamaba. A los demás, nos dijo que una señal inequívoca de que uno lleva vividos demasiados años es cuando tus hijos te empiezan a tratar como si fuesen tus padres, y a Rebecka le dijo que se iba a la tienda a comprar un paquete de cigarrillos, y que a ver si tenía valor de llamar al cardiólogo un sábado por la mañana para chivarse de eso también. Luego, se marchó dando un portazo. Rebecka nos dijo que no pasaba nada, que se le pasaría pronto el enfado y que siguiésemos preparando los sándwiches y los termos de café para la excursión. Y es verdad que se le pasó pronto. En cinco minutos, estaba de vuelta, sin cigarrillos, arrepentido y avergonzado por su comportamiento. Le pidió perdón a Rebecka por haberse enfadado con ella cuando lo único que había hecho era preocuparse por su salud y, además, una preocupación bien fundada y avalada por el criterio del cardiólogo. También nos pidió disculpas a nosotros por haber montado la escena. Decía que últimamente estaba muy irascible, creía que era por las pastillas que le había recetado el psiquiatra. Bueno, o la mezcla entre las pastillas del psiquiatra y las hierbas samis que empezó a tomar en Navidad y que no quiere dejar de tomar. Porque funcionan, vaya si funcionan; desde que empezó a tomarlas, se le han pasado las paranoias, la obsesión con los rusos y el miedo a la Tercera Guerra Mundial.
Niklas, que hasta ese momento no tenía ni idea de cuál era el motivo por el que Gunnar estaba yendo al psiquiatra, bromeó con lo de la obsesión con los rusos y dijo que menos mal que ya se le había pasado, ¡porque él era medio ruso! Y nos reímos todos, incluido Gunnar, y yo empecé a notar como se me deshacía un nudo que he tenido en el estómago en las últimas semanas, o meses, desde aquel domingo en que Gunnar se presentó en casa convencido de que Niklas era un espía ruso y se puso a buscar pistas en la cabaña-trastero. Al final conseguí que se metiese en la cabaña conmigo a tomar un café y ahí quedó la cosa, se fue para su casa y no removió más. Pero yo me quedé con el dilema en la cabeza, contarle o no contarle nada a Niklas, quien, por cierto, acababa de estar de visita. Es verdad que le había hablado de la obsesión de Gunnar con los submarinos rusos y del kit de emergencia que me había traído, y también es verdad que nos habíamos reído juntos de lo exagerado del asunto, pero no me animaba a contarle lo otro, a decirle que la obsesión de Gunnar había dado una vuelta más de tuerca y ahora sospechaba que él era un espía ruso. Me daba apuro por Gunnar y no le dije nada, tampoco le conté que habíamos entrado en la cabaña-trastero y que habíamos visto los papeles con la estampa de Vladímir Putin.
El nudo en el estómago se me fue formando por culpa de esos ocultamientos, que no son mentiras propiamente dichas, pero sí que es una actitud de no compartir de verdad lo que una tiene dentro, una actitud que ha sido como dar marcha atrás y desandar el camino andado aquí en Jokkmokk, como volver a mis últimos años en Madrid. No completamente, por supuesto que no, pero sí un poco, y el nudo en el estómago es un indicador de que no me apetece retomar esa senda ni siquiera ese poco. En Navidades, como Niklas iba a venir de visita varios días, tenía pensado contárselo, pero como justo antes había pasado unos días con Gunnar y había visto que empezaba a mejorar gracias a las hierbas samis, pues le quité hierro al asunto. ¿Para qué remover algo que a lo mejor ya no tiene ninguna importancia? Y es que las hierbas parecían haberle hecho un efecto inmediato, le relajaban de tal manera que le hacían olvidarse de su obsesión. En lugar de pasarse los días y las noches conectado a internet leyendo blogs tremendistas, de un día para otro lo había dejado por completo y se había puesto con un proyecto que llevaba años aplazando: restaurar una mesa que habían heredado de los padres de Astrid y que apenas habían usado nunca porque se caía a cachos. Pero la mesa merecía la pena y quería dejarla en condiciones para poder regalársela a Rebecka y a Eva, ahora que se habían ido a vivir juntas y que estaban mirando apartamentos más grandes, o incluso una casa a la que mudarse. Eso es a lo que se dedicó en los días de Navidades que estuve allí, a renovar la mesa, y ni una sola mención a los rusos ni por supuesto a la idea de que Niklas fuese un espía. La última vez que le oí hablar de eso fue en Nochebuena, de camino a casa del tío Erik, esa mañana se había tomado por primera vez la infusión con las hierbas samis. Tardaron unas horas en hacerle efecto y luego, ¡zas!, dejó por completo el tema. Y eso que no había pasado ni siquiera una semana desde el día que se coló en la cabaña-trastero a rebuscar en las cajas. Pero lo de no mencionar el tema implicaba también que tampoco se ponía a hablar de ello serenamente, simplemente lo había borrado del mapa. Eva, Rebecka, y yo, que esos días nos pasamos mucho tiempo juntas en la cocina preparando diferentes comidas navideñas, nos preguntábamos si en algún momento daría el paso de hablar de ello, pero no queríamos forzarle. Rebecka le había preguntado por las hierbas samis, si le estaban sentando bien, y preguntarle eso era tenderle la mano para que hablase del tema, pero Gunnar no estaba por la labor. Sí, sí, decía que le estaban sentando muy bien y que le tranquilizaban mucho, pero no soltaba prenda: ¿seguía pensando en los submarinos y en una invasión inminente de los rusos?, ¿el cambio era simplemente que ahora no nos lo decía o de verdad se le había pasado la paranoia? No había manera de saberlo, pero, de todas maneras, yo me lancé a contarle a Gunnar lo que Rebecka y Eva ya sabían: que Niklas y yo nos estábamos viendo, que teníamos algo así como una relación, o un principio de relación. Me costó un mundo decírselo, me sentía como si hubiese vuelto a tener quince años y estuviese hablando de mis novios con mi padre, ¡o con mi abuelo! Le pareció estupendo, dijo que Niklas era un buen chico y que le tratase bien, que ya lo había pasado muy mal cuando Hilda rompió con él. Y digo yo que si hubiese seguido sospechando que Niklas era un espía ruso, habría reaccionado de otra manera.
Las hierbas samis le habían tranquilizado y aparentemente le habían librado de la obsesión, pero, según nos contó el sábado por la tarde a la vuelta de la excursión, no ha sido hasta ahora, gracias a las visitas al psiquiatra, que empieza a ser capaz de hablar del tema. De hecho, es una de las recomendaciones que le ha dado el psiquiatra, que hable con sus amigos y su familia, que no se lo guarde todo dentro. Tampoco tiene que forzarse a hablar, pero sí dejarse llevar, y cuando note que le apetece hablar con alguien, que se lance y lo haga. Sin más, sin pensar en ello una segunda vez, porque es entonces cuando le paralizan los miedos. Y eso es lo que hizo con nosotros cuatro, lanzarse y abrirse, y creo que por mucho tiempo que pase, nunca se me va a olvidar esa noche en Vilhelmina.
La cena la preparó Gunnar mientras nosotros estábamos haciendo la ruta con los esquíes a la que Rebecka no le había dejado ir. Después de haber salido dando un portazo, cuando volvió a casa y nos pidió disculpas, nos dijo que disfrutásemos de la nieve y de nuestra juventud, que él se encargaba de preparar la cena, y que iba a innovar porque siempre cocinaba las mismas cuatro cosas. Luego, toda la innovación fue que las albóndigas precocinadas, que suele preparar con puré de patatas también precocinado, esta vez las había preparado con espaguetis y tomate frito: espaguetis, tomate frito, albóndigas precocinadas cortadas en trocitos y queso rallado por encima. Un manjar después de haber esquiado veinte kilómetros al ritmo que nos llevaba Rebecka. Y de postre, helado de vainilla con chocolate fundido por encima. Luego cafés, whisky, más helado… la noche se alargó bastante y Gunnar nos habló de todo. De todo. Aunque ya había sido un gran avance lo de por la mañana, lo de que mencionase, por iniciativa propia, las visitas al psiquiatra, la medicación y las hierbas samis, y que nos contase que se le ha pasado la obsesión con los rusos y la tercera guerra mundial. ¡Hurra!
Eso es lo que dijo Rebecka cuando salimos por la puerta con los esquíes. Bueno, en realidad dijo «¡hurrá!», porque los suecos ponen el acento en la a, pero quiere decir lo mismo. Estaba contenta porque su padre, por fin, se estaba arrancando a hablar de sus problemas y preocupaciones. Lo que no se imaginaba, y yo tampoco, es que a la vuelta de la excursión, nos iba a contar su historia, toda su historia, la historia de Sergey, el niño ruso que perdió a sus padres en una de las purgas de Stalin, que llegó a Suecia cuando tenía seis años y que entonces desapareció y se convirtió en Gunnar y nada más que Gunnar. Hasta ahora, porque primero con el psiquiatra y luego con nosotros, había decidido sacar al Sergey que llevaba dentro. Ya no quedaba mucho de Sergey, el idioma estaba completamente olvidado y los recuerdos que tenía de sus padres y su abuela podía contarlos con los dedos de la mano. Lo que le quedaba, principalmente, era el miedo, el terror, la fobia a los militares rusos, los recuerdos del largo viaje de Moscú a Haparanda con el soldado que abusaba de él y de los otros dos niños a los que estaba sacando del país.
De los cuatro que estábamos escuchando la historia, al único al que pilló por sorpresa es a Niklas. A mí ya me lo había contado Rebecka, pero no es lo mismo escuchar una historia sobre alguien a que ese alguien te la cuente en primera persona, especialmente una historia así de intensa. Cierro los ojos y veo a Gunnar sirviéndonos un vaso de whisky a cada uno mientras nos estábamos comiendo el helado en el sofá inmenso de la casa de la tía de Eva. Dejó la botella de whisky en la mesa, se sentó enfrente de nosotros en una banqueta y nos dijo que tenía que contarnos algo. Para quitarle hierro al asunto, se puso un gorro de cosaco que había encontrado en el perchero de la casa y nos presentó a Sergey. Eva y yo estuvimos disimulando todo el rato y no dijimos ni una palabra de que ya conocíamos la historia de Sergey, pero Rebecka, que también había empezado disimulando, llegó un punto en que explotó. Se puso a llorar, se fue a darle un abrazo a su padre y le contó que llevaba más de veinticinco años sabiendo la historia y queriendo poder hablar con él de ello. Gunnar no se lo esperaba, pero tampoco le extrañó. Se acordó de Astrid; conociéndola, le tenía que haber quemado por dentro tener que mantener un secreto así durante tantos años, especialmente con sus hijos, ella que tenía la buena costumbre de hablar de las cosas que le preocupaban y ponerlas encima de la mesa a la hora de la cena. Gunnar preguntó si Sune y Lilly sabían algo del tema, y Rebecka le dijo que no, que ni Astrid ni ella se lo habían contado. Se pusieron a hablar de Lilly, de que ojalá viniese pronto de visita. Gunnar quería esperar a que viniese para contárselo a la vez a ella y a Sune. A Rebecka no le parecía una mala idea.
Niklas, Eva y yo les dejamos un rato de conversación familiar y nos fuimos a recoger la cocina y a preparar una cafetera. Cuando volvimos al salón, Gunnar siguió contándonos no solo la historia de sus primeros años de vida, sino también de las consecuencias que había tenido para él, la fobia irracional a todo lo que tenga que ver con el ejército ruso, el miedo que pasó en los momentos más tensos de la Guerra Fría y la paranoia que le había entrado en estos últimos meses con los submarinos, la guerra de Ucrania y las páginas webs y blogs alarmistas que le estaban volviendo loco. En ese momento, es cuando le confesó a Niklas que se había pasado varias semanas convencido de que era un espía ruso, hasta el punto de que había llegado a entrar en la cabaña-trastero y se había puesto a indagar en sus cajas, algo de lo que quería disculparse, pero entonces a Niklas le dio un ataque de risa y el que empezó a disculparse fue él, a disculparse por la risa. Decía que no se estaba riendo de Gunnar, sino de la situación, de pensar en él mismo convertido en espía ruso. Como era momento de confesiones, me lancé y le dije a Niklas que yo también había entrado en la cabaña-trastero al ver que Gunnar estaba ahí dentro para tranquilizarle y sacarlo de allí, pero, claro, no había podido evitar ver el contenido de una de las cajas, la que Gunnar estaba vaciando, la de los panfletos. Y tenía que reconocer que me había parecido bastante chocante. A Niklas le volvió a dar la risa y también la tos y se fue a la cocina a por un vaso de agua. Yo me fui detrás diciéndole que no se escapase, que le habíamos descubierto, ¡que estaba claro que era un espía! En broma, sí, se lo decía en broma, pero si soy sincera conmigo misma, tengo que reconocer que en este mes y medio, desde que escuché las sospechas paranoicas de Gunnar y vi los papeles en la caja, no he podido quitarme de la cabeza, de un rinconcito de la cabeza, la idea de que quién sabe, que a lo mejor sí que es un espía, o un agente ruso de otro tipo que no soy capaz de imaginar porque no tengo ni la más remota idea de cómo funcionan los servicios de inteligencia de los países. Vale, no lo he pensado mucho, por eso digo que era solo un rinconcito de la cabeza, pero de vez en cuando, me venía el pensamiento, y hubo un día, el día de la excursión con perros y trineos que hicimos con Mahmoud y los otros chicos refugiados, que me quedé tan sorprendida por el control que Niklas tenía de los diferentes aviones de guerra que llegué a planteármelo bastante en serio, aunque solo fuese por un segundo.
Fue justo antes de que terminasen las vacaciones de Navidad en el instituto, más o menos el 10 o el 11 de enero. Niklas había venido a pasar el fin de semana conmigo y el viernes por la tarde, cuando acababa de llegar, me llamó Anki para proponerme un plan, bueno, para proponernos un plan a los dos cuando le dije que Niklas estaba de visita: irnos de excursión con ella, con Mahmoud y con Magda, y con un grupo de quince refugiados, todos adolescentes, excepto Saúl el sefardí y su nieto pequeño de nueve años. La excursión iba a ser en trineos tirados por perros. Anki y Magda tenían mucha experiencia con eso, y también venía un primo de Anki, el dueño de los perros, que tenía una empresa de turismo de aventuras. Saldríamos el sábado por la mañana y volveríamos el domingo por la tarde. El Ayuntamiento de Jokkmokk tiene un presupuesto para que los chavales que viven en las casas de asilo de refugiados puedan hacer actividades divertidas de vez en cuando, y esta era una de las actividades. Se supone que a todas las actividades tiene que ir parte del personal que trabaja en las casas de asilo acompañando a los chavales, pero, en este caso, el personal estaba desbordado porque acababan de llegar a la casa cinco adolescentes sirios y estaban en pleno proceso de adaptación con ellos. La excursión ya estaba planeada, y los chicos llevaban varias semanas hablando de eso, no la podían cancelar, pero tampoco podía irse el primo de Anki a la aventura con toda la chavalada. Hacían falta unos cuantos adultos, y entre ellos, algunos con experiencia tratando con perros y haciendo travesías en el invierno de Sápmi. Me recordó al viaje que hicimos en autobús hace unos meses, cuando me pidieron por favor que me apuntase porque necesitaban más adultos en el grupo. Da la impresión de que tan solo con ser adulto y tener tiempo libre es posible apuntarse a un montón de cosas aquí en Jokkmokk. Aunque quizás ocurra lo mismo también en Madrid, allí he sido adulta, pero nunca he tenido tiempo libre. Dijimos que sí, que nos apuntábamos, y a la mañana siguiente fuimos con el coche de Niklas a la casa del primo de Anki, que es desde donde saldríamos con los perros y los trineos. Me hacía ilusión volver a ver a Saúl, al que también habían invitado a la excursión por ser adulto, así podía estar al tanto de su nieto de nueve años, que era con diferencia el más pequeño del grupo.
La excursión fue especial por muchas razones; para empezar, por el medio de transporte, tan rápido y tan silencioso a la vez. También por los paisajes nevados, que aunque llevo ya varios meses viéndolos, todavía me siguen dejando con la boca abierta, sobre todo cuando de repente se abre un claro en el bosque y se ven las montañas, o una llanura con infinitos árboles blancos hasta perderse en el horizonte. Y cruzar los lagos. Ya sea con los esquíes, en la moto de nieve o en el trineo tirado por perros, lo de cruzar los lagos helados me sigue pareciendo cosa de brujería. Íbamos dos personas en cada trineo y a mí me toco ir con Saúl. Bueno, más que me tocase, es que nos elegimos mutuamente, a los dos nos apetecía aprovechar el viaje para poder hablar un poco en español. Y el nieto pequeño de Saúl se fue con Niklas. Saúl iba sentado en el trineo, y yo de pie justo detrás sujetada al trineo y dejándome arrastrar encima de los esquíes. Esta vez no hablamos de los bombardeos de Alepo y Sarqueb, ni de su viaje de Siria a Suecia pasando por media docena de países, esta vez fui yo la que le conté cómo había venido a Jokkmokk. Bueno, el cómo no tenía mucho que rascar comparado con la historia de su viaje, simplemente cogí un avión de Madrid a Luleå con escala en Estocolmo, y ni siquiera tuve que enseñar el pasaporte porque con el DNI es suficiente para ciudadanos de la Unión Europea. Así que en lo que me entretuve más fue en contarle por qué había venido, que era poco más o menos que contarle la historia de mi vida: el trabajo absorbente, la ruptura con Marcos, la muerte de mis padres, mi huida hacia adelante… Lo de la muerte de mis padres le impactó mucho, me dio el pésame y me dijo que se imaginaba todo lo que habría sufrido, perderles así de repente, de un día para otro. Se interesó bastante por ellos, me preguntó a qué se habían dedicado y cuáles eran las cosas que recordaba de ellos con especial cariño. Esta última pregunta me sorprendió bastante, nadie me la había hecho antes, ni siquiera yo misma, y me sorprendió también mi respuesta tan decidida, como si lo hubiese tenido claro desde siempre. De mi madre, sus consejos, siempre tenía buenos consejos que darme, aunque a veces eran tantos los buenos consejos que me daba que me saturaba. Iba soltando buenos consejos por aquí y por allá, en cualquier momento, y a veces, cuando la situación lo requería, simplemente dejaba de hacer lo que estuviese haciendo y me decía que fuésemos a la terraza a tomar un té; entonces, me iba haciendo preguntas y tirando de la lengua hasta que yo misma me daba las respuestas que necesitaba. Esos son los momentos que recuerdo con especial cariño. Luego, es verdad que la mitad de las veces yo no hacía ni caso a los consejos, ni siquiera a los consejos importantes del té en la terraza, como cuando me ayudó a llegar a la conclusión de que no debía meterme a trabajar en esa empresa que ya se veía venir que me iba a exprimir como un limón. Brindamos con un té con hierbabuena por una vida tranquila y, a los dos días, acepté la oferta. Pero nunca me lo reprochó, no era su estilo, lo que hacía era reprogramar su máquina de dar consejos como se reprograma el GPS del coche al coger una calle equivocada. Entonces, empezaba a darme consejos adecuados para la nueva situación. Sí, definitivamente, esa es una de las cosas que con más cariño recuerdo de mi madre. Y de mi padre…
De mi padre, los poemas que recitaba en el momento más inesperado. Quién me lo iba a decir, si la mitad de las veces me ponía de los nervios cuando lo hacía, o me daba una vergüenza ajena que no sabía dónde meterme. Pues mira, ahora se me pone la piel de gallina al pensar en ello y casi se me saltan las lágrimas. No eran poemas suyos, cuando se ponía a recitar así de repente eran poemas de cualquier otro poeta, de esos que tenía en lo que a mí me parecía una base de datos infinita en el cerebro. ¿Cuántos poemas se sabía papá? ¿Cien? ¿Mil? ¿Diez mil? Está claro de quién he heredado yo esta memoria que tengo. Por ponerle un ejemplo a Saúl, mientras le iba contando esto, cerré los ojos un momento —con cuidado de no perder el equilibrio en los esquíes— e intenté evocar un recuerdo de mi padre recitando uno de esos poemas espontáneos, poemas para ensanchar los días, así es como él los llamaba. Y lo conseguí, evoqué un recuerdo de la semana de antes del examen de selectividad, de un sábado en el que me quedé dormida a media mañana en la tumbona de la terraza porque me había pasado la noche entera estudiando. Dormida entre las plantas y las flores; en esos días de junio, la terraza, más que una terraza, parecía un bosque. Mi padre vino a despertarme para decirme que la comida estaba lista y lo siguiente que me dijo fue:
¡Cuántas veces, durmiendo en la floresta,
reputándolo yo por desvarío,
vi mi mal entre sueños, desdichado!
Soñaba que en el tiempo del estío
llevaba, por pasar allí la siesta,
a beber en el Tajo mi ganado.
Y Saúl, ni corto ni perezoso, diecisiete años después de que mi padre me hubiese soltado esos versos que en su día me pusieron de mal humor, continuó recitando el mismo poema por donde mi padre lo había dejado:
Y después de llegado
sin saber de cual arte
por desusada parte
y por nuevo camino el agua se iba;
ardiendo yo con la calor estiva
el curso, enajenado, iba siguiendo
del agua fugitiva.
Salid sin duelo, lágrimas corriendo.
Al terminar, se quedó en silencio, nos quedamos en silencio los dos, luego se giró y me dijo:
—Querida Laura, tus recuerdos con tu padre me han traído a mí el recuerdo de mi biblioteca en Alepo, de mi querido libro de Garcilaso, que está ahora entre los escombros de mi casa derruida. Y, como ves, están saliendo, sin duelo, mis lágrimas. Mi libro de Garcilaso, mis libros de Quevedo, de Cervantes, de Lope de Vega, de Góngora, los libros que heredé de mi madre y que, a su vez, mi madre había heredado de su padre, mi abuelo materno, todos esos libros están perdidos para siempre, aplastados por los escombros de la que un día fue mi casa.
Y empezó a hablarme de su abuelo, un maestro de escuela que gastaba el dinero que no tenía en comprar libros, buenos libros de los grandes autores del Renacimiento y el Siglo de Oro español, libros para que sus hijos, además de hablar el sefardí que hablaban en casa, también aprendiesen el español de los libros, el español escrito, esa cultura a la que también pertenecían con todo derecho. Aunque, precisamente en ese siglo, el ser judío en España no solo era motivo de vergüenza, sino de condena y fuego en la hoguera. Ya había cogido el hilo de los libros de la biblioteca heredada por su abuelo y le venían a la mente poemas que me iba recitando uno detrás de otro mientras la respiración de los perros se oía cada vez más fuerte porque llevábamos un rato subiendo una pendiente, no muy pronunciada, pero sí bastante larga. Según subíamos, los arboles iban haciéndose más pequeños hasta que dejó de haber árboles, habíamos llegado a lo más alto de la colina y debía de ser que allí el viento mantenía a los árboles a raya. Se notaba que el viento soplaba más fuerte, pero no era molesto, y las vistas eran espectaculares. Quizá por eso paramos a hacer una pausa, la primera pausa del día.
El primo de Anki llevaba un trineo grande con comida y bebida para los dos días de excursión. Sacó termos de café, galletas, bollitos de canela, cacahuetes, fruta… y puso una especie de manta impermeable en el suelo para que pudiésemos sentarnos todos sin mojarnos el culo. No hacía mucho frío, no para lo que podía estar haciendo, y aunque parezca imposible, la verdad es que se estaba muy a gusto tomando un café a menos diez grados de temperatura. El sol influye mucho. Ese placer de cerrar los ojos y notar el calor de los rayos del sol en los parpados y en toda la cara, la única parte del cuerpo al descubierto, y de beber el café en sorbos pequeños mientras escuchas las conversaciones a tu alrededor.
Se sentaron tres personas a mi izquierda y, cuando empezaron a hablar, reconocí que dos de ellas eran Mahmoud y Magda, la tercera voz no me sonaba, era una voz joven, de chico, un chico que hablaba inglés con mucha con dificultad y otro idioma con fluidez, el idioma de Mahmoud, el dari. Mahmoud estaba haciendo de intérprete, traducía al inglés para Magda lo que el chico estaba contando en dari, y viceversa. Y lo que estaba contando el chico captó completamente mi atención: llevaba solamente tres semanas en Jokkmokk y mes y medio en Suecia, y esta es la primera excursión que hacía, la primera vez que salía a la naturaleza por el gusto de estar en la naturaleza, no para cruzar la frontera entre dos países en mitad de la noche o para huir de los talibanes que habían amenazado de muerte a toda su familia. Decía que le costaba mucho relajarse, que tenía el reflejo de pensar que en cualquier momento podía aparecer una patrulla de policías o militares para detenerlos. Otra cosa que no podía evitar es que, cuando se salían un poco del camino, como ahora estaban haciendo, que habían dejado la senda para subir a la colina, notaba como el corazón se le aceleraba, de puro miedo a que pudiesen pisar una mina antipersona. Sabía que no tenía sentido, que aquí no había patrullas que les fuesen a detener, ni minas antipersona que les explotasen al salirse del camino, pero, por mucho que lo supiese, no podía evitar sentir lo que sentía; tenía las emociones a flor de piel y no pedían permiso para salir, simplemente salían.
En ese momento, cuando Mahmoud acababa de traducir eso y Magda había empezado a responderle, se oyó el ruido de unos aviones. Y en un principio no abrí los ojos. Unos aviones, que más dan unos aviones, yo seguía en mi mundo de sol, café y bollitos de canela, pero de repente la conversación que estaba escuchando a mi izquierda cambió por completo de tono. Mahmoud y el otro chico afgano se pusieron a hablar entre ellos en dari, muy rápido, alterados, sin pararse a traducirle nada ni a Magda ni nadie. Abrí los ojos y vi que se habían puesto de pie y estaban señalando a los aviones. Se montó un barullo enorme. Los aviones pasaron de largo, pero habían convertido nuestra pausa del café en una locura de conversaciones en diferentes idiomas. Los afganos hablando en dari entre sí, los sirios y los palestinos en árabe, los suecos en sueco, y yo intentando que alguien me aclarase algo porque no entendía nada de lo que estaba pasando. Hasta que vi como Mahmoud se acercaba a decirle algo a Magda, y Magda les dijo algo en sueco a su madre y a Niklas. Entonces, Niklas dio unas palmadas fuertes y pidió que le escuchasen todos. Iba a hablar en inglés y necesitaba traductores para los que no entendiesen el inglés. Yo me ofrecí a traducir al español para Saúl.
Esos aviones que acababan de sobrevolar por encima de nosotros estaban entrenando en el área militar de Vidsel, Vidsel Test Range, la zona militar que está cerca de mi casa y a la que fui con Rebecka cuando la acompañé a hacer una entrevista de trabajo en el hotel de Älvsbyn. Con los trineos, estábamos acercándonos a la zona militar, y de hecho, la cabaña en la que íbamos a dormir esa noche, la cabaña grande que el primo de Anki tiene acondicionada para recibir a grupos de turistas, estaba justo en el borde de la zona militar. En ese momento, cuando nos habíamos parado a hacer una pausa en lo alto de la colina, estaríamos a unos diez kilómetros de la zona militar, pero según estaba contando Niklas, los aviones a veces se salen un poco de la zona, ha habido quejas pero siguen haciéndolo. No tiran bombas fuera de la zona permitida, pero sí que sobrevuelan por lugares indebidos. Y sí, desgraciadamente era verdad lo que los chavales estaban comentando, eso que les había puesto nerviosos a todos: los aviones que acababan de sobrevolar por encima de ellos son un modelo de avión que ha participado, y que sigue participando, en ataques aéreos tanto en Siria como en Afganistán. Intentó tranquilizar a los chavales, les dijo que no iban a soltar ninguna bomba y que no había minas escondidas a los lados del camino, que podían continuar la excursión sin miedo. Y para reforzar lo que estaba diciendo, dio un montón de datos concretos sobre cuáles eran las operaciones militares que estaban en activo en estos momentos en Vidsel, qué armas se estaban probando y cuáles eran las empresas armamentísticas y los ejércitos involucrados. Daba la impresión de saber muy bien de lo que estaba hablando, y por la manera de explicarlo y de asegurarnos que no había peligro, el caso es que consiguió tranquilizar a casi todos. De todas maneras, se abrió el debate: volvernos o continuar con la excursión. El chico que había estado sentado a mi izquierda hablando con Mahmoud y Magda de sus miedos estaba bloqueado, quería continuar con la excursión, pero el miedo le paralizaba; Mahmoud volvió a hacer de traductor, y esta vez fue Anki, la madre de Magda, la que habló con él. No sé qué es exactamente lo que le dijo, pero después de un rato hablando se dieron un abrazo, y el chico dijo que estaba listo para seguir. Los otros que estaban dudosos también se animaron y decidimos continuar. Yo pensé que aquello iba a estropear toda la excursión, pero no se volvió a hablar del tema, al menos que yo me enterase, y por suerte no volvimos a ver aviones.
Cuando reanudamos la marcha, justo después de la pausa de los aviones, volvimos a nuestras parejas en los trineos, y Saúl y yo nos pasamos un buen rato callados. No sé en qué iba pensando él, quizá en aviones y bombardeos en Alepo, o quizá en su abuelo recitando versos de Góngora antes de emigrar a Argentina, no se lo pregunté. El caso es que yo en lo que iba pensando es en Niklas. ¿Cómo era posible que Niklas supiese tantos detalles de los ejercicios militares de Vidsel? No podía quitarme de la cabeza la visita de Gunnar y la sospecha de que fuese un espía ruso, las octavillas con la foto de Putin . ¿Y si fuese un espía ruso? Pero si era un espía ruso y la cabaña era parte de su base de operaciones, ¿por qué me la había alquilado? ¿Quizá para disimular? Y entonces, lo de que estuviésemos liados ¿qué era?, ¿parte de un plan de espionaje? No tiene nada de pinta de espía, ¿pero qué pinta tiene un espía? Además, un buen espía es el que no tiene pinta de espía, ¿no? A ver, no lo pensaba en serio, al menos no tan en serio como Gunnar lo pensaba cuando se puso a rebuscar en las cajas, pero lo mirase por donde lo mirase, había dos cosas que me daban mucha curiosidad y que quería preguntarle: la primera era sobre las dichosas octavillas con la foto de Putin, pero ¿cómo le iba a decir que había visto las fotos sin involucrar al Gunnar? Y la segunda, lo que acababa de ver, el dominio que tenía sobre los aviones, las empresas militares y los diferentes ejércitos que hacían maniobras en Vidsel. ¿Por qué sabía todo eso?
Cuando Gunnar le confesó que había sospechado de él y le contó lo de la incursión en la cabaña-trastero, y cuando yo me sumé y le dije que también había entrado y había visto lo que había en las cajas, y que me había parecido bastante chocante, a Niklas le dio un ataque de risa y de tos y se fue a la cocina a beber agua. Y yo detrás pinchándole y diciéndole que le habíamos pillado, que era un espía. Después de beber agua, se fue al dormitorio un momento y vino al salón con su ordenador. Quería enseñarnos unas cosas, los diseños de las octavillas con la foto de Putin a pecho descubierto que habíamos visto en la cabaña, otros diseños de otras octavillas y una página web desde la que se podían descargar las diferentes octavillas y otro montón de documentos, todo en ruso, por supuesto. Abrió uno de los documentos y fue directo a una página en las que aparecía un mapa de Vidsel, la zona de entrenamientos militares y, luego, en el mismo documento, fue a otras páginas en las que aparecían mapas con otras zonas de entrenamiento militar: en Suecia, en Finlandia, en Noruega, en los países bálticos… y en Rusia, sobre todo en Rusia. La página web era la de su asociación, la asociación de la que me había hablado al poco tiempo de haber llegado yo a Jokkmokk, cuando vino por primera vez a coger material de la cabaña-trastero. Y sí, recuerdo que me explicó a qué se dedicaba la asociación, pero también recuerdo que no me enteré de nada, pero nada de nada. Ese día, yo estaba con fiebre y en algunos ratos de la conversación desconecté completamente, me enteré muy bien de todo lo que me contó de su abuela y de las visitas que recibía en la cocina mientras Niklas estaba allí dibujando o haciendo los deberes en un rincón de la mesa, en eso sí que puse mucha atención, pero cuando me estuvo contando lo de la asociación, desconecté del todo, mi cabeza con fiebre ya no daba para más. Pues eso, que hasta el otro día en Vilhelmina no tenía ni idea de a qué se dedicaba la asociación, y es que si la hubiese tenido, si aquel día hubiese puesto más atención, me habría ahorrado todas las sospechas de espionaje: era una asociación pacifista, de activismo pacifista, una asociación rusa que trabaja en estrecha colaboración con otras asociaciones pacifistas, sobre todo nórdicas. Niklas, por dominar los dos idiomas y tener un pie en cada cultura, es miembro en la asociación sueca y en la rusa, y es también el puente entre las dos. El material que tiene escondido en la cabaña-trastero, y también el que hay en la otra cabaña que está a unos trescientos metros de casa, es de la asociación rusa. La libertad de expresión en Rusia es, digamos, bastante más limitada que en Suecia, así que el almacén principal de material lo tiene Niklas en sus trasteros y el servidor de la web de la asociación rusa también está ubicado en Suecia.
El propósito principal de la asociación es organizar y sacar a la luz información que ya está disponible en otros archivos y páginas webs, pero que adquiere mucha más relevancia al reunirla y presentarla en documentos estructurados: por ejemplo, el documento que nos enseñó en el que se muestra la actividad militar de todos los campos de entrenamiento de la zona ártica, al menos la actividad militar de la que es posible encontrar información fácilmente. Niklas, en concreto, se encargó de preparar el capítulo sobre Vidsel, por eso controlaba tanto del tema el día de la excursión con los refugiados. Y las octavillas, las de la foto de Putin sin camiseta y las otras que nos enseñó en el ordenador, son para dar a conocer la asociación y las van repartiendo en diferentes eventos de activistas en Rusia. Están probando diferentes diseños de octavillas porque quieren tener lista la mejor octavilla posible para el verano de 2018, que es cuando se celebra el Mundial de fútbol en Rusia, para ese verano también han empezado a coordinar una acción con asociaciones pacifistas del mundo entero. Todavía no saben qué van a hacer, pero algo van a hacer. Algo pacífico, faltaría más, pero a poder ser algo que se vea en directo en las televisiones de todo el mundo. El mensaje que quieren enviar es claro y contundente: si dejamos de fabricar armas, entonces los conflictos que haya entre países, pueblos, tribus, religiones, o lo que sea, serán mucho menos destructivos de lo que lo son ahora mismo. Es verdad que ya hay muchas armas en circulación, pero también es verdad que se pueden ir destruyendo con un poco de coordinación. Y no son tantos países los que se tienen que poner de acuerdo. El 73 % de las armas que se venden en el mundo se producen en tan solo cinco países: Estados Unidos, Rusia, China, Alemania y Francia. Y luego hay países con menos habitantes que proporcionalmente también exportan muchísimas armas, por ejemplo Suecia, que está la cuarta en la lista de países exportadores per cápita, detrás de Israel, Suiza y Rusia. O España, eso me lo dijo mirándome a mí, que está la número diez. Las listas con países exportadores de armas nos las enseñó también en la página web de la asociación, aunque era él quien tenía que leer para nosotros porque la información estaba toda en ruso.
Llevábamos ya varias horas de charla y habíamos entrado en un bucle de café-whisky-helado y vuelta al café del que era difícil salir. Seguimos un rato más con el tema de las armas y le estuvimos contando a Rebecka, a Eva y a Gunnar el incidente de los aviones el día de la excursión con los refugiados, y cuanto más lo pensábamos, más brutal nos parecía que después de huir de la guerra y de haber recorrido seis o siete mil kilómetros, llegues por fin a un lugar supuestamente pacífico y tranquilo y te encuentres con que es precisamente en ese lugar donde se prueban y se perfeccionan los aviones que han bombardeado tu casa. Es ya el colmo de los colmos, un círculo perverso. Eva nos contó que, justo antes de venir a Vilhelmina, acababa de estar en una reunión en Luleå para informarse y quizás apuntarse a un grupo de psicólogos voluntarios que están yendo por las casas de asilo de refugiados a ofrecer ayuda profesional. Los solicitantes de asilo tienen derecho a recibir ayuda profesional en el sistema de salud sueco, pero muchos no lo saben o no se atreven a dar ese paso. El grupo de psicólogos voluntarios, yendo a las casas de asilo y ofreciendo ayuda allí mismo, consigue por un lado tratar directamente los casos más sencillos y por otro identificar los casos más graves y complicados para que puedan ser tratados por el sistema de salud. Gunnar, que después de habernos contado su historia estaba radiante y relajado, nos dijo que no habría estado mal haber recibido ayuda psicológica cuando tenía seis años en lugar de casi ochenta, pero que más vale tarde que nunca.
Cuando dijo eso, yo pensé en mi san Antonio, que tuvo que esperar a los noventa y cinco y ni siquiera entonces recibió ayuda psicológica propiamente dicha, porque en el siglo III no existía, pero al menos se encontró con los hombres y mujeres del valle y aquello le sirvió para entenderse con sus demonios, que al fin y al cabo es de lo que se trata. Estuve a punto de comentarlo, lo de los noventa y cinco años de san Antonio, pero aunque los cuatro que estaban allí me habían oído hablar de mis sueños con san Antonio, tampoco sabían tantos detalles. Bueno, Eva sí que está al tanto de todos los detalles, pero el caso es que me dio pereza ponerme a explicarlo todo. Hay momentos y momentos, y en ese momento tenía más ganas de escuchar que de hablar, de escuchar y de trastear con la chimenea, y es que desde que habíamos llegado a la casa de Vilhelmina, me había autodesignado encargada de la chimenea. Eva siguió hablándonos un rato sobre el grupo de psicólogos voluntarios. No sabía qué hacer, trabajaba a jornada completa como psicóloga en una residencia de ancianos y quizás en su tiempo libre le apetecía hacer otra cosa que no tuviese que ver con la psicología, y es posible que un voluntariado, pero un voluntariado de otro tipo. Claro que, por otro lado, lo veía tan necesario, y ya que estaba formada para ello… Sí, iba a probar un tiempo; por probar no perdía nada.
Eva. Creo que todavía no soy consciente de lo importante que ha sido, que está siendo, que Eva se haya cruzado en mi camino, lo mucho que me está ayudando a entender lo que me ocurre a mí con mi memoria. En los días en Vilhelmina, también tuvimos tiempo para una conversación larga sobre ese tema, pero lo que le agradezco un montón es el fin de semana que se pasó conmigo aquí en la cabaña, investigándome, como ella dice. Fue justo el finde siguiente al de la visita de Niklas y la excursión con los refugiados y los aviones de guerra.
La idea de venirse a pasar el finde conmigo se le ocurrió cuando Rebecka le dijo que quería venir unos días a Jokkmokk con Gunnar, por estar con él y ver qué tal le había sentado la primera visita al psiquiatra. Eva llevaba unas semanas que apenas pensaba en otra cosa que no fuese mi caso, desde que en Navidades por fin le había hablado de mis recuerdos vividos y de mis sueños tan detallados. Había buscado libros y revistas que tenía en casa, en el caos de cajas que todavía no había puesto en orden desde que se había mudado a casa de Rebecka, y también en la biblioteca de la universidad. Ya había terminado la carrera, pero todavía tenía su carnet de estudiante que le daba acceso a la biblioteca y a las bases de datos de las universidades y revistas de investigación de medio mundo. Había encontrado mucha información, pero cuanto más leía, más cosas encontraba y más le quedaba por leer. Un martes, a las ocho y media de la mañana, me llamó Rebecka para charlar un rato y para echarme la bronca entre risas por haberle sorbido el seso a su novia. Había salido de casa a las tres de la tarde del día anterior camino de la biblioteca y mira las horas que eran y todavía no había vuelto a casa. Primero, el mensaje de «no me esperes a cenar»; luego, el de «no me esperes para ir a la cama», y ya, al recibir el de «tampoco me esperes para desayunar», es cuando Rebecka se decidió a llamarme y cantarme las cuarenta. En realidad, bromas aparte, era todo lo contrario, estaba muy contenta de que Eva le hubiese puesto tantas ganas al asunto, y tenía curiosidad por ver si le encontraba alguna explicación a mi memoria superdotada.
Estuvimos hablando un buen rato; Rebecka acababa de empezar con un trabajo en Luleå, de recepcionista en la oficina de información y turismo, ¡y a cinco minutos de casa! Después del año que se había pasado trabajando conduciendo autobuses, todo el día de aquí para allá, esto le parecía un lujo, le pagaban menos, pero le merecía la pena. Llegaba a casa a las cinco de la tarde y todos los fines de semana los tenía libres. Y mientras tanto, podía ir pensando qué es lo que quería estudiar, porque cada vez lo veía más claro, quería estudiar algo en la universidad, quizás hacerse profesora de sueco para extranjeros, que con todos los refugiados que iban llegando, y los que estaban por venir, trabajo no le iba a faltar. Y ayudando a Mahmoud a hacer los deberes, se había dado cuenta de que no se le daba nada mal. El caso es que ya estábamos a punto de colgar, porque Rebecka se tenía que ir al trabajo cuando apareció Eva por la puerta; se había pasado las últimas dieciséis horas leyendo sin parar y tomando notas y venía con la cabeza llena de preguntas. Rebecka le dijo que era yo la que estaba al teléfono y me la pasó. Quedamos en que teníamos que vernos con calma, en Jokkmokk, en Luleå o donde fuese, y a los dos días me llamó para preguntarme si me venía bien el fin de semana. Rebecka había decidido ir a pasarlo con su padre y, si me apetecía ella, se venía encantada a pasarlo conmigo para contarme lo que había ido descubriendo y a freírme a preguntas. Claro que me apetecía.
Llegó el viernes por la noche montada en la moto de nieve de Gunnar. Habían llegado de Luleå, se había tomado un café con él y con Rebecka y se había venido directamente para mi casa. Gunnar le había dejado la moto de nieve para todo el finde, y así, si hacía buen tiempo, podíamos ir a dar una vuelta, que de hecho lo hicimos, el sábado a mediodía en un momento de pausa entre dos sesiones largas evocando recuerdos. Eva no traía un plan muy claro para el finde, quería enseñarme unos cuantos artículos y un par de libros y luego hacerme todas esas preguntas que se le habían ido ocurriendo mientras leía los artículos y los relacionaba con lo que yo le había. Empezamos con las preguntas, pero no tardamos mucho en ponernos a hacer experimentos, experimentos con mis recuerdos y mi manera de recordar.
Una de las cosas que Eva quería saber es cómo de atrás podía irme en el tiempo. Repasando los recuerdos vividos que he tenido en estos meses, nos dimos cuenta de que el más antiguo es precisamente el primero que tuve, el de aquel puente de mayo cuando yo tenía nueve años, el día de la tormenta en que un rayo le cayó a Torrija, la perra del tío Darío. Y, el siguiente, ese en el que tendría diez o doce años, cuando don Aurelio le contó a papá y al señor Pedro lo del descubrimiento de los papeles del Moreno en los sótanos del antiguo hospicio de peregrinos. ¿Diez años o doce años? Eva quería saber si podía concretar más, igual que el primer recuerdo tenía claro que fue en el puente de mayo de cuando tenía nueve años, ¿podía localizar con más precisión en el tiempo ese segundo recuerdo? Pues no lo sabía. Quizás sí, quizás no, tenía que intentarlo, y por eso me puse a evocar recuerdos con ella delante, cosa que me costó un poco al principio, porque me daba corte, pero luego enseguida me relajé, sobre todo cuando dejé de intentar evocar los recuerdos en inglés, que así no me salía nada de nada, y me puse a evocarlos en español. Eva no entiende el español, así que lo que hicimos fue grabarlos con su móvil y luego reproducirlos para que yo los tradujese al inglés. Abordé el recuerdo metiéndome otra vez en la escena; al ser un recuerdo que ya había evocado varias veces, me resultó muy sencillo volver: el salón de la casa de Sobradillo, mi chándal verde pistacho, la chimenea de la que mi padre me había hecho responsable oficial por primera vez, mi abuela entrando y saliendo con los cafés y las perronillas, la tarde que se alargaba y la abuela diciendo que iba a poner la mesa grande para que se quedasen todos a cenar, don Aurelio diciendo que no quería molestar, el tío Darío apareciendo a última hora con Pelusa, la cachorro que le habían regalado para que no estuviese tan triste por la muerte de Torrija. ¡Pelusa! Si averiguaba el tiempo que tenía Pelusa aquel día, a lo mejor podía averiguar cuanto tiempo había pasado desde el primer recuerdo, desde el puente de mayo de mis nueve años cuando el rayo mató a Torrija. ¿Pero cómo saber el tiempo que tenía Pelusa? Con los ojos cerrados, evocando el recuerdo, podía verla corretear como una loca por el salón, olfateando el suelo de un lado para otro buscando miguitas de perronillas o de lo que fuese. Estaba claro que era una cachorra, ¿pero qué edad tenía?, ¿tres meses?, ¿nueve meses? No controlo lo suficiente de perros como para saberlo. Además, tampoco sabía cuánto tiempo había pasado desde la muerte de Torrija hasta el nacimiento de Pelusa. ¿De verdad que no lo sabía? Bueno, el caso es que me quedé ahí clavada con lo de la edad de la cachorra, me puse a darle vueltas al asunto y a compararla con el tamaño de otros cachorros que he conocido, y haciendo ese esfuerzo, casi sin darme cuenta, me salí de la evocación. Podía volver si me lo proponía, pero la evocación había sido muy intensa y estaba cansada. Además, Eva no se estaba enterando de nada y era mejor parar para ir traduciendo un poco. Y eso es lo que hicimos; después de una pausa para tomarnos un café, escuché la grabación y se lo traduje todo al inglés, incluida esa parte del final en la que le daba vueltas al asunto de la edad de Pelusa y del tamaño de los cachorros.
Al escuchar la traducción del recuerdo en inglés, Eva me dio la clave para seguir indagando: me sugirió rebobinar, tirar de algún hilo, ir rebobinando poco a poco usando a Pelusa como referencia y ver qué pasaba. Funcionó. Y lo que pasó fue alucinante. Primero, regresé al recuerdo, a Pelusa correteando por el salón y a mí dándole trozos de chorizo del que mi abuela había sacado de aperitivo antes de la cena, dándoselo sin que me nadie me viese —claro, que era chorizo del bueno—. Entonces, hice caso al consejo de Eva y, en lugar de ponerme a pensar en la edad de Pelusa, lo que hice fue pensar en cuál era la vez anterior que la había visto, ¿o era esa la primera vez que la veía? No. Eso lo tenía claro: Pelusa había entrado al salón y yo la reconocí como a Pelusa, no como a una cachorra que acababa de conocer. El recuerdo era de un sábado por la tarde en otoño, eso lo tenía claro desde el principio, y también que habíamos llegado a Sobradillo el viernes por la noche. Eso, más que por la evocación, lo sabía porque siempre era así, siempre que íbamos a Sobradillo venían papá y mamá a recogernos al colegio con el coche con el maletero cargado y salíamos pitando. Aunque podía haber sido un puente, sí, podía ser el puente del Pilar o el de la Almudena, y que hubiésemos salido de Madrid el jueves por la tarde en lugar del viernes. Pero no, metiéndome de lleno en el recuerdo, fui capaz de rebobinar al día anterior, al viernes, y de recordar la llegada al pueblo, a la casa de los abuelos. Llegamos ya de noche, había anochecido a medio camino entre Salamanca y Sobradillo; Inés se había dormido, y yo iba enganchada al walkman que me habían regalado por mi cumpleaños escuchando una cinta de Sergio Dalma una y otra vez. La cinta. La cinta me la había comprado con mis ahorros la misma semana en que salió a la venta, que fue en mitad del verano, y es que yo llevaba desde el Festival de Eurovisión en mayo contando los días para que lanzasen el disco. Madre mía, qué viaje en el tiempo, el Sintiéndonos la piel de Sergio Dalma, con Bailar pegados en la cara A y Galilea en la cara B. Mis padres habían accedido a que escuchásemos la cinta en el coche, pero solo una vez, así que después de la escucha familiar, me puse la cinta en el walkman a un volumen bastante alto para intentar que no se me mezclase con el disco de Enya que había puesto papá. Me vinieron a la mente las letras de Sergio Dalma, incluso las melodías de piano de Enya que no conseguía silenciar del todo con mi walkman, y aunque ya se había hecho de noche, iba mirando por la ventanilla y haciendo dibujos en los cristales, de esos dibujos que se hacían echando un poco de vaho y luego utilizando el dedo como pincel. Cuando pasamos por Lumbrales, me quité el walkman y les dije a mis padres que quería cenar huevos fritos con patatas, y mi madre respondió que en Sobradillo se cenaba lo que decidiese la abuela. Entonces, me puse a pensar en cómo iba a convencer a mi abuela, pero iba a estar difícil, con las horas que eran la abuela ya habría empezado a preparar la cena. Y no, por supuesto que no cenamos huevos fritos con patatas, sino menestra de verduras, aunque al menos conseguí que me friese un huevo para alegrar un poco la menestra. Pero quieta, antes de la cena, fue la llegada a la casa. ¡Y el recibimiento de Pelusa! El tío Darío estaba de visita, había vuelto del campo con las ovejas hacía un rato y estaba haciendo tiempo en casa de mis abuelos hasta que llegásemos nosotros de Madrid. A él y al abuelo les gustaba recibirnos sentados en el banco de piedra que había en la puerta de casa, el poyo, a ese banco lo llamábamos el poyo. El coche lo aparcamos delante de la casa, que es donde siempre se han aparcado los coches en Sobradillo, y antes de que abriésemos las puertas, ya teníamos allí a Pelusa ladrando y dando saltos. Vale, el sábado no había sido la primera vez que la veía, pero ¿y el viernes? No, tampoco el viernes, recuerdo que cuando la vi, la reconocí perfectamente, también recuerdo que pensé que había crecido mucho desde la vez anterior que la había visto. ¿Y cuándo fue la vez anterior que la había visto?
La técnica de rebobinar de Eva funcionaba; al hacerme esa pregunta, mi cabeza dio primero un salto para atrás de un mes y luego de dos. A toda velocidad. En el primer salto para atrás, aparecí en el puente del Pilar, en una mañana en la que estuvimos de excursión con el tío Darío y con Pelusa; recuerdo que me lo pasé bien porque no era la típica caminata de senderismo de las que hacía mi madre, sino un paseo por las Arribes con Pelusa, o más bien detrás de Pelusa, que sí que se notaba que era bastante más pequeña que en el recuerdo anterior. Pero tampoco era esa la primera vez que la veía. Mi mente, por un lado, quería quedarse un rato recordando los detalles de ese paseo por las Arribes, pero, por otro lado, quería seguir tirando del ovillo: ¿cuándo fue la primera vez que había visto a Pelusa? Entonces, di el segundo salto para atrás, otro mes más, hasta principios de septiembre. Y otra vez a Sobradillo, claro. Yo estaba en el patio ordenando unos cromos de la colección Karikatas, y mi abuelo estaba contándole a mi padre que estaba preocupado porque no había encontrado cuadrilla para que le hiciese la vendimia. Y en esas, escuché que se había montado un barullo dentro de la casa y entré a toda velocidad: había llegado el tío Darío con Pelusa, con Pelusa en brazos. Y sí, esa vez sí que fue la primera vez que vi a Pelusa.
Podía haberme parado ahí; de hecho, ese es el hilo del que Eva me había sugerido tirar, el de Pelusa, y a punto estuve de parar, entreabrí un poco los ojos y vi como Eva me estaba mirando atentamente, aunque no se estuviese enterando de nada de mi monólogo en español. Tenía ganas de parar y de traducirle a Eva los avances que había hecho, pero la imagen del tío Darío con Pelusa, que no le cabía la sonrisa en la boca de lo feliz que estaba, me enganchó otra vez al recuerdo y me hizo acordarme de lo triste que había estado el tío Darío desde que se murió Torrija hasta que llegó Pelusa. Otro amigo suyo, que también tenía ovejas y además tres perros guardianes, le había prestado uno para que cuidase del rebaño. Un buen perro, leal e inteligente, pero no era su perro. Le había dolido tanto la muerte de Torrija, tan de repente por culpa del maldito rayo, que durante un tiempo decía que no se veía con fuerzas de criar a otro cachorro. ¿Y cuánto tiempo pasó entre Torrija y Pelusa? ¿Cuánto tiempo estuvo el tío Darío sin perro? El accidente del rayo había sido en el puente del primero de mayo y Pelusa apareció a principios de septiembre, ¿habían sido solo esos cuatro meses? Me hice la pregunta, dentro de la evocación del recuerdo, y casi sin querer me puse a rebobinar otra vez, pero ahora el punto de referencia no era Pelusa, sino el tío Darío. No, no habían sido solo esos cuatro meses. Me vinieron imágenes del verano del tío Darío con el perro prestado, pero no solo del verano, también de las vacaciones de Semana Santa. Y un recuerdo también de las Navidades, de la cena de Nochevieja en casa de los abuelos en la que el tío Darío, al brindar por el nuevo año, dijo que ojalá fuese mejor que el anterior, que se había llevado a Torrija y le había dejado solo. A mí me impactó mucho aquella frase, la de que se había quedado solo, y a la mañana siguiente, me armé de valor y le pregunté a mi abuelo que por qué el tío Darío no se había casado nunca. Mi abuelo me puso la mano en la mejilla y me dijo que demasiadas cosas se habían perdido en la guerra, pero no concretó más, me dijo que me lo contaría cuando fuese mayor. Y hasta hoy, quiero decir, hasta el otro día evocando el recuerdo con Eva, no había vuelto a acordarme de aquello. Así que no habían sido solo cuatro meses los que pasaron entre Torrija y Pelusa, habían sido como mínimo un año y cuatro meses. Como mínimo y como máximo. Intenté recordar las Navidades anteriores, porque siempre pasábamos la Nochebuena en Madrid y Nochevieja en Sobradillo, pero no lo conseguí. Entonces, lo que hice fue ir hacia atrás, paso a paso, saltando de un viaje a Sobradillo al anterior, intentando no pararme mucho en el recuerdo de cada viaje porque me estaba eternizando y la pobre Eva seguía ahí escuchándome y sin enterarse. Retrocedí desde diciembre hasta mayo, viaje a viaje, y al llegar a mayo, al puente de mayo, entré en territorio conocido, aparecí de repente en mi primer recuerdo vivido, el de Torrija y el rayo, y fue una sensación rara, como de entrar en el recuerdo por la puerta de atrás. Pero había conseguido lo que me había propuesto: averiguar cuánto tiempo había pasado entre un recuerdo y otro: un año y cuatro meses. Así que, si en el primer recuerdo tenía nueve años, a punto de cumplir los diez, en el segundo tenía once. Además, en el proceso de averiguarlo, el «segundo recuerdo» había dejado de ser el segundo; ahora me habían aparecido un montón de recuerdos entre el primero y el segundo, tantos que había perdido la cuenta. Y el impulso que tenía era el de meterme a hurgar en cada recuerdo, pero los había ido pasando rápido, como rebobinando en una cinta buscando una canción, parando de vez en cuando para comprobar que no era la canción que buscaba y seguir rebobinando hasta encontrarla. Lo bueno es que ya estaban identificados y no me sería difícil volver a ellos para profundizar. Corrijo: no me ha sido difícil volver a ellos, porque en las semanas que han pasado desde el fin de semana con Eva lo he hecho, he vuelto a algunos de ellos sin problemas.
En aquel momento, antes de abrir los ojos, estando todavía metida en el recuerdo de la tormenta y el rayo de Torrija, tenía ganas de seguir rebobinando aún más, ¿hasta dónde podría?, pero estaba cansadísima y se me iba la concentración. Y, además, la pobre Eva. De todas maneras, lo intenté un momento, hice el esfuerzo de rebobinar hasta el anterior viaje a Sobradillo, tenía ganas, entre otras cosas, de ver a Torrija viva. Pero nada, no hubo manera, pensé que era el cansancio que no me dejaba recordar nada más y por fin abrí los ojos. Eva seguía mirándome, había traído a la mesa una botella de vino con dos copas y unas patatas fritas, así que en algún momento se habría levantado para ir a por las cosas, pero cuando abrí los ojos, seguía mirándome con atención. Me preguntó que cómo había ido y le hice un gesto con las manos como diciéndole que madre mía, pero no me salían las palabras de lo cansada que estaba. Entonces, se empezó a reír y me dijo que sin prisas, que lo teníamos todo grabado y que podíamos ponernos con la traducción al día siguiente. Y eso hicimos. Esa noche, ya no hablamos más del tema, nos bebimos la botella de vino entre las dos y nos comimos la bolsa entera de patatas. Luego, antes de irnos a dormir, salimos un momento a la terraza a tomar un poco el fresco. Y como hacía menos treinta y dos grados de temperatura, con un minuto y medio de fresco tuvimos más que suficiente. El único avance que le di a Eva, antes de traducirle todo al día siguiente, es que donde antes había dos recuerdos, ahora había quince o veinte.
Hasta ese momento, ella apenas me había contado nada de lo que había leído en los diferentes libros y artículos, eso lo habíamos dejado también para el sábado, que fue un día largo. No nos pusimos despertador, pero yo me desperté a las seis y media, fresca como una lechuga, y Eva a las siete. Desayunamos, salimos a tomarnos un segundo café a la terraza, comprobamos que ya no hacía tanto frío, solamente menos quince grados, y nos pusimos a trabajar. Luego, a mediodía, podíamos hacer una pausa y dar una vuelta con la moto de nieve. Lo primero que hice fue escuchar la grabación del día anterior e ir traduciéndosela a Eva. En total, una hora de grabación que, con tanto parar, traducir y volver a darle al play, nos llevó más de dos horas. Eva no hacía más que tomar notas, y en los ratos en los que yo me escuchaba a mí misma en español para luego traducir, ella aprovechaba para rebuscar cosas en sus artículos y sus libros y tomar más notas aún. Cuando terminamos con el proceso, estábamos las dos otra vez con la cabeza que nos echaba humo. Nos hicimos un café, salimos a que nos diese otra vez un golpe de frío y volvimos a sentarnos. Eva se puso a repasar un momento todas las notas que había tomado, y yo noté que me estaba empezando a poner nerviosa: ¿qué me iba a decir?, ¿que estaba loca? Yo no descartaba esa posibilidad, y sigo sin descartarla. Pero no, no me dijo eso, lo que me dijo es que creía haber encontrado la explicación a lo que me pasaba. Bueno, no la explicación, porque la explicación al parecer todavía se desconoce, pero sí el nombre de mi síndrome, del síndrome que ella piensa que tengo: hipertimesia, también conocido como Memoria Autobiográfica Altamente Superior. Toma ya. También me dijo que ella no era experta en el tema, que acababa de terminar la carrera y que ni mucho menos me tomase esto como diagnóstico serio, simplemente como una indicación. Pero me decía que estaba contenta de que tuviese pinta de ser hipertimesia. Después de lo que había estado investigando en Luleå, había venido a verme pensando en dos posibilidades: el síndrome de Geschwind o la hipertimesia, y de las dos prefería que fuese la hipertimesia porque el síndrome de Geschwind parece que incide de una manera más negativa en la vida de los afectados. También puede ser que fuese alguna otra cosa que ella desconocía, pero escuchando en detalle lo que le contaba, y viéndome en acción mientras evocaba mis recuerdos, si tenía que elegir entre el síndrome de Geschwind y la hipertimesia, se quedaba con la hipertimesia, y eso que el síndrome de Geschwind es lo primero en lo que había pensado. A mí, todos los términos me resultaban igual de incomprensibles, como si me hablase en chino, y le dije que ahora tenía que ser ella la que rebobinase un poco y me hiciese un resumen de cada síndrome.
El síndrome de Geschwind fue descrito a mediados de los años setenta por dos neurólogos, Geschwind y Waxman. Las personas afectadas por este síndrome sufren cambios de personalidad a causa de una epilepsia del lóbulo temporal. ¿Epilepsia? ¿Epilepsia de la de tener ataques epilépticos? Le dije a Eva que a mí eso no me ocurría, pero me contestó que una epilepsia del lóbulo temporal no implica tener ataques epilépticos, lo que sí implica son cambios en la personalidad, que consisten en un aumento de la intensidad emocional y la actividad mental, o algo así me dijo: ponerse obsesivamente a escribir diarios, a dibujar, a sentirse llamado por una especie de misión, hiperreligiosidad… Al parecer, esa epilepsia del lóbulo temporal produce una conexión más grande de lo normal entre las partes sensoriales y emocionales del cerebro, y los cambios pueden ser positivos o negativos, constructivos o destructivos, dependiendo de la persona. Hace unos años, Eva había leído el caso de una persona supuestamente afectada por este síndrome, un pintor que empezó a pintar cuando tenía más de treinta años, después de haber sufrido una enfermedad que no quedó muy claro que es lo que había sido. Le ingresaron en un hospital con fiebres altas, delirios y convulsiones, y en esos días, aún en el hospital, empezó a tener sueños vividos y obsesivos con el pueblo donde habría crecido y del que se había marchado cuando tenía nueve años a causa de la Segunda Guerra Mundial: Pontito. El pueblo estaba en Italia, y este hombre vivía en Estados Unidos, y cuando tuvo las fiebres y los delirios y le tuvieron que ingresar, hacía poco que había tomado la firme decisión de quedarse a vivir en América. La enfermedad se le pasó y le dieron el alta, pero los sueños vividos y detallados con Pontito no desaparecieron. Y no eran solo sueños, ya que, al despertarse, seguían ahí, imágenes de Pontito que se iban desplegando, estructuras tridimensionales que veía proyectadas en las paredes y en el techo. Pronto sintió el impulso, más que el impulso, la necesidad, de dibujar todo eso que veía con tanto detalle. Hasta aquel momento de su vida, apenas había pintado, pero de repente era capaz de pintar y de plasmar en un papel los recuerdos que le traían los sueños, recuerdos que en un primer momento eran, principalmente, imágenes de la casa donde había nacido. Se convirtió en una obsesión, rescatar el Pontito de su infancia y plasmarlo en dibujos, sentía como una llamada y no podía elegir no hacerlo. La primera vez que le hablé a Eva de mis recuerdos y de mis sueños vividos, pensó directamente en el pintor de Pontito. No recordaba dónde lo había leído ni tampoco el detalle de que el pueblo se llamase Pontito, pero recordaba las líneas generales de la historia. Se puso a pensar, a buscar en sus cajas con libros y artículos, a googlear, y al final lo encontró: el relato del pintor de Pontito no estaba en ningún artículo o libro de los de la carrera, sino en un libro de divulgación, Un antropólogo en Marte, del neurólogo Oliver Sacks, un libro que era de su madre y que ella había leído estando todavía en el instituto. El libro estaba en Vilhelmina, en casa de sus padres, pero encontró un ejemplar en la biblioteca municipal de Luleå, que es el que trajo consigo ese fin de semana. Y este finde, cuando hemos estado en Vilhelmina, le ha pedido el libro a su madre y me lo ha prestado para que me lo lea tranquilamente, aunque cada vez tiene más claro que lo que a mí me pasa no es el síndrome de Geschwind.
En un principio, pensó que sí, veía similitudes importantes con el caso del pintor: habíamos empezado a tener recuerdos y sueños vividos a edades parecidas, y viviendo ambos en un país diferente al lugar donde se desarrollaban los sueños y los recuerdos. El nivel de detalle de nuestros recuerdos también era similar, es decir, enorme, pero cada vez veía más diferencias. El pintor de Pontito parecía estar obsesionado con ello, y yo, aparentemente, no. Sus recuerdos y sus sueños tenían siempre el mismo tema, Pontito, y los míos, aunque muchos de ellos habían tratado sobre papá, don Aurelio, san Antonio y el Moreno, no se limitaban solo a ese tema. Sí, sin duda parecía que yo tenía más capacidad de elección sobre los recuerdos que quería evocar. Es verdad que en los sueños no podía elegir, los sueños hacían lo que les daba la gana, pero en los recuerdos, sí. Otra diferencia importante era la intensidad emocional de la experiencia, porque, al pintor de Pontito, sus evocaciones a veces le dejaban completamente desorientado y sin saber casi dónde estaba. Y eso a mí no me pasa. Y también el sentimiento de estar recibiendo una «llamada», siguiendo un designio: su principal misión en la vida, por no decir la única, pasó a ser la de evocar los recuerdos de Pontito, evocarlos y luego pintarlos. También era posible identificar en él el síntoma de la hiperreligiosidad. El libro de Oliver Sacks, que todavía no me lo he leído entero porque está en inglés y me cuesta, pero sí que me he leído el capítulo del pintor, cuenta como el hombre, siendo ya un pintor famoso, había planeado regresar a Pontito de una manera muy especial: haciendo una peregrinación de diecisiete kilómetros desde Pescia llevando a la espalda una cruz de madera bendecida previamente por el papa. El plan no cuajó y al final le fueron a buscar a Pescia en coche, ¡pero menudo plan! Eva admitió que lo de la hiperreligiosidad le había despistado un poco, y es que cuando le relaté por primera vez algunas de las partes de mis sueños, como en mis recuerdos no paraban de aparecer santos y monjes por todos lados, pensó que también en mi caso podía tratarse de un síntoma de hiperreligiosidad, lo cual inclinaría un poco la balanza hacia el lado del síndrome de Geschwind, pero profundizando más en el tema y preguntándome qué significaban para mí todos esos santos y frailes, se dio cuenta de que la temática religiosa en mis recuerdos y mis sueños es más bien una casualidad que un síntoma. Si yo soñaba con san Antonio y el Moreno, es porque el libro de mi padre trataba de eso, y porque eran los protagonistas de muchas de las conversaciones entre mi padre y don Aurelio, pero mi actitud hacia la religión no era religiosa, sino racional, un poco al estilo de la de mi padre, aunque la de mi padre, al menos si hay que hacer caso a lo que él decía, era poética.
En general, le parece bastante claro que a mí me mueve más la curiosidad que la obsesión. Y lo ve, digamos, más sano. Por eso, se inclina más a pensar que lo que yo tengo no es un síndrome de Geschwind, sino hipertimesia, es decir, Memoria Autobiográfica Altamente Superior. ¿Y qué es la Memoria Autobiográfica Altamente Superior? Contármelo a mí misma me ayuda a comprender mejor lo que ya he entendido, y a darme cuenta de que cosas todavía se me escapan.
La Memoria Autobiográfica Altamente Superior es un síndrome que la ciencia ha descrito más recientemente, prácticamente ayer mismo, como quien dice: la primera publicación al respecto es del año 2006 y describe el caso de una mujer que buscó ayuda psicológica para aprender a convivir con una memoria excesiva. Un neurobiólogo de la Universidad de California en Irvine estudió su caso y publicó un artículo con unos colegas en el que daban nombre y caracterizaban el síndrome. Se trata de personas que, a partir de un cierto momento en sus vidas, son capaces de recordar prácticamente todo lo que les ha pasado, por ejemplo, a esta mujer, Jill Price, se le activó la memoria excepcional con ocho años, cuando su familia se mudó de Nueva Jersey a Los Ángeles. Tiene recuerdos de antes de la mudanza, pero son recuerdos poco precisos, lo que viene siendo una memoria normal. Es a partir de esa mudanza cuando los recuerdos pasan a ser de otra categoría, fuera de lo normal, principalmente los recuerdos de su propia vida, pero también los recuerdos de acontecimientos históricos de los que ella fue consciente en su momento y que de alguna manera asocia con su propia vida. Le dices una fecha y sabe decir qué día de la semana era, qué ropa llevaba y, por ejemplo, las clases que tuvo en el instituto ese día. Y si al llegar a casa por la tarde estaba la tele puesta y resulta que estaban contando que se había muerto Grace Kelly, pues también se acuerda de eso. Acordarse de ese tipo de cosas es habitual de un día para otro en la mayoría de las personas, ¡pero no que el recuerdo siga disponible durante treinta años! Y no solo de un día, sino de los más de diez mil días que una ha vivido en esos treinta años.
Para esta mujer, Jill Price, la hipertimesia es casi siempre un problema, porque no es capaz de dejar de revivir con pelos y señales momentos tristes y difíciles de su vida, pero, aun así, si le preguntan si querría vivir olvidándose de las cosas, vivir como hace el resto del mundo, dice que no. Un par de años después de que se diese a conocer su caso, Jill publicó un libro contando su historia, un libro que por cierto Eva ha encargado por Amazon y tiene que estar al caer. Encargó dos libros al mismo tiempo, el de Jill y el de otra mujer, Marilu Henner, que también tiene hipertimesia y que parece que lo lleva mucho mejor que Jill. El libro de Marilu no solo es autobiográfico, sino que intenta enseñar a la gente que no tiene hipertimesia ciertas actitudes o técnicas que pueden ayudar a tener una memoria autobiográfica más desarrollada. Bueno, cuando le lleguen los libros a Eva, ya me los pasará; de momento, me ha dejado copias de unos cuantos artículos de revistas de neurología por si quiero ir leyendo, pero son muy técnicos y me da la impresión de que no me entero de la mitad de lo que leo, sobre todo cuando hablan de cosas como lóbulos frontales, hipocampo y otras partes del cerebro. En resumen, que hoy hay aproximadamente cincuenta personas diagnosticadas con hipertimesia y casi todas viven en Estados Unidos, que es donde más se ha hablado del tema en los medios de comunicación y donde está la principal universidad que está investigando el tema, la de Irvine.
Otro de los casos sobre el que estuvimos leyendo es el de un artista, Nima Viesel, que también lleva bastante bien eso de tener una memoria excepcional, y de hecho es algo que está intentando integrar como parte de su expresión artística. Una cosa interesante que cuenta Nima en una entrevista es que el hecho de no poder olvidarse de las cosas como hace el resto de la gente le obliga a ser muy bueno perdonando, perdonando a otros y perdonándose a sí mismo por los diferentes errores cometidos en su vida. Interesante. También contaba que a él se le había activado la supermemoria a los dieciséis años, cuando se enamoró por primera vez. Parecía que eso era común en todos los casos, que la hipertimesia se activa con algún hecho emocionalmente fuerte, como la mudanza de Jill, que supuso un trauma para ella, o el enamoramiento de Nima.
¿Y yo? ¿Cómo encajo yo en todo esto? Después de que Eva me hubiese explicado y resumido todo lo que había leído sobre hipertimesia, nos pusimos a discutir si mi caso encajaba o no encajaba. Por un lado, sí, porque soy capaz de recordar infinidad de detalles de cosas que han pasado hace muchos años: conversaciones enteras, entradas y salidas de personas de una habitación, pensamientos, incluso sentimientos y sensaciones, todo, y lo describo de manera parecida a como lo hacen los hipertimésicos, como si fuese una película, veo las escenas como si alguien le hubiese dado al play dentro de mi cabeza. También empiezo a controlar un poco más y soy capaz de moverme de un recuerdo a otro, que es lo que hice por primera vez con Eva delante, cuando fui saltando hacia atrás para averiguar cuánto tiempo había pasado desde el recuerdo de la tormenta que mató a Torrija hasta el recuerdo del día en que don Aurelio les mostró a mi padre y al señor Pedro los papeles del Moreno, que es el mismo día en el que el tío Darío llegó a última hora de la tarde con Pelusa y yo le estuve dando las rodajas de chorizo. Y desde aquella visita de Eva hasta hoy, que ha pasado ya casi un mes, he seguido haciéndolo, saltar hacia atrás y hacia adelante, rellenando huecos. Por ejemplo, he saltado hacia adelante desde el recuerdo de las rodajas de chorizo y he ido avanzando, día tras día, a lo largo de toda la semana que siguió a ese fin de semana de noviembre en Sobradillo, una semana normal del otoño de 1991 en la que fui al colegio de lunes a viernes. El miércoles llovió y nos pilló la lluvia mientras caminábamos de vuelta a casa, un chaparrón de los buenos; el jueves, mi hermana se puso mala y vino la abuela a quedarse con ella en casa; el viernes, mi hermana ya estaba bien, pero se hizo la enferma y se quedó otra vez en casa. Y me lo dijo, y tuve la duda de si chivarme o no, pero al final no me chivé. Es alucinante poder recordar todas estas cosas, creo que todavía no soy del todo consciente de que puedo hacerlo. Pero no puedo hacerlo así a lo bruto. Si me preguntan por el 17 de marzo del 2001, pues mira, así a bote pronto no tengo ni idea, tendría que llegar a la fecha poco a poco, desde algún punto de apoyo, alguna referencia. Por ejemplo, pensar que si la carrera la empecé en 1998, entonces en marzo del 2001 estaba en tercero de carrera, y tercero de carrera fue un año relajado, al menos comparado con cuarto, que es cuando empecé a trabajar en la consultoría al mismo tiempo que estudiaba. No sé, quizá si me entretengo un rato, sí que puedo llegar hasta recuerdos de marzo del 2001, y quizá lo intente luego, aunque solo sea por curiosidad. Lo que mejor se me da es saltar hacia adelante o hacia atrás desde uno de los recuerdos vividos que ya he tenido.
Un recuerdo con el que he estado entretenida bastantes días ha sido con el recuerdo de la charla con mi madre en la terraza cuando le hablé de Marcos por primera vez. Desde ese recuerdo, he podido ir saltando para atrás, día a día, y revivir los dos primeros meses de relación con Marcos. Eso lo hice la semana pasada, antes de irnos a Vilhelmina, y un par de días me los pasé casi enteros sentada en la mecedora y recordando. Demasiado. Se lo comenté a Eva en Vilhelmina, que no quería viciarme con lo de los recuerdos, quiero vivir hacia adelante, ¡no hacia atrás! Pero ha sido interesante revivir esos primeros dos meses con Marcos. Lo que no me apetece tanto es ponerme a evocar los recuerdos de la ruptura, no me apetece, pero sé que más pronto que tarde lo voy a hacer, y cuando lo haga, intentaré tener en mente la frase del artista, de Nima Viesel, lo de que la hipertimesia le había convertido en una persona con mucha capacidad de perdón, sobre todo de perdonarse a sí mismo. Porque si uno no es capaz de olvidar, entonces se hace casi imprescindible ser bueno perdonando.
Vale, por un lado, parece que sí, que lo yo que tengo es hipertimesia, pero, por otro lado, hay cosas que no acaban de cuadrar del todo, especialmente dos: por un lado, lo de ser capaz de recordar con tanta nitidez también los sueños, y por otro, lo de que me haya pasado todos estos años sin ser consciente de que tenía todos estos recuerdos almacenados. Porque según parece, por lo que hemos leído de los casos de las otras personas, cuando la hipertimesia se les activa, son conscientes de ello y empiezan a darse cuenta de que son capaces de recordar los días que pasan con mucho detalle. En mi caso, parece que la supuesta hipertimesia se me activó el día de la muerte de Torrija, pero han tenido que pasar veinticuatro años para ser consciente de que tenía todos esos recuerdos almacenados, veinticuatro años de recuerdos a los que no he hecho ningún caso en todo este tiempo. Hasta ahora. La teoría de Eva, por lo que le he contado de mi vida, es que hasta ahora no he tenido tiempo para dedicarme a pensar en mis recuerdos, ni la más mínima pausa. Incluso cuando me han pasado cosas duras, como el accidente de papá y mamá, o la separación con Marcos, mi reacción ha sido salir corriendo hacia adelante y acelerar aún más mi ritmo de vida. Y no solo en estos últimos años, lo de ir acelerada y sin mirar atrás lo llevo haciendo desde los diez años, desde que empezaron a ponernos deberes en el colegio y me di cuenta de que era capaz de ser la mejor en todas las asignaturas. ¿Y lo de recordar los sueños con tanto detalle? También encaja en la teoría de Eva. Según ella, al parar como he parado, tan a lo bestia, tan de golpe, al venirme aquí a Jokkmokk y pasarme unos cuantos meses prácticamente sola y sin nada que hacer, mi cabeza ha empezado a moverse en libertad y a sacar todo lo que lleva dentro, que está resultando ser muchísimo. Y una vez que he empezado, una vez quitado el corcho del cuello de la botella, me salen los recuerdos por todos los lados, despierta y dormida, como una estrella supernova que acabase de explotar. O mejor aún, un agujero negro estallando por la presión acumulada y haciéndose visibles los pedazos.
Dice que no le haga mucho caso a sus teorías, que es una novata, pero a mí me parecen coherentes, y en principio tampoco tiene mucha importancia si son correctas o no lo son. Pero es divertido intentar encontrar explicaciones. Otra cosa a la que le dimos bastantes vueltas es al primer recuerdo, el de la tormenta y el rayo que le cayó a Torrija. Para empezar, la pregunta de las preguntas: ¿es el recuerdo vivido más antiguo que puedo tener? Pues de momento parece que sí. He intentado varias veces ir más para atrás, pero no lo consigo. Soy capaz de recordar cosas, pero de manera difusa, sin concretar; por ejemplo, de Torrija solo tengo imágenes vagas, excepto el recuerdo nítido de aquel día. El tío Darío la trajo muerta y estuvo varias horas en el patio hasta que fuimos al viñedo a enterrarla. Exceptuando ese, los otros recuerdos que tengo de Torrija son principalmente de segunda mano, fotos en los álbumes y lo que me han contado mis padres y mis abuelos, lo bien que nos llevábamos Torrija y yo y la coincidencia de que hubiésemos nacido el mismo día del mismo año. Hay una foto en la que salimos los dos cuando teníamos ocho meses, yo con cara de susto en la cuna de madera que tenían los abuelos y Torrija lamiéndome la cara. Cuando me meto en profundidad a evocar el recuerdo de la tormenta y la muerte de Torrija, no solo me veo a mí misma sentada sola en el patio mirando a la perra muerta, sino que puedo meterme en mi cabeza en aquel momento, los pensamientos que tuve sobre la muerte. Me estaba dando cuenta, por primera vez, de que un día me iba a tocar morirme a mí, y de que antes que a mí, seguramente les tocaría a mis abuelos y a mis padres. Es posible que fuese la primera vez que pensase en la muerte de esa manera, que sintiese que la muerte estaba ahí, esperándonos a todos. Torrija era una perra, pero eso no quita que fuese la primera muerte importante en mi vida, así que si al final resulta que lo que tengo es hipertimesia, no habría sido nada raro que se me activase ese día, con una emoción fuerte.
Me ha vuelto a pasar lo de siempre, que me pongo a hablar de una cosa y luego de otra y al final me descontrolo. ¿De qué empecé a hablar hace un rato? Mira, mucha Memoria Autobiográfica Altamente Superior, pero juro que ahora mismo no soy capaz de acordarme de por dónde empecé a grabar hoy. Bueno, con esta memoria que tengo, si me empeño, mañana mismo puedo sentarme, cerrar los ojos y evocar punto por punto todo lo que le estoy contando hoy a la grabadora. Toma ya, cómo molo. Aunque tampoco tendría mucho sentido. A ver si me voy a volver una loca que se pasa el día metida en sus recuerdos. Me da miedo porque me conozco y sé de lo que soy capaz, me puede entrar la cabezonería de ir rellenando los días y querer recordarlo todo, desde el puente de mayo de 1990 hasta hoy. Y luego presentarme en la Universidad de Irvine, en California, y decir: «Señores, señoras, aquí estoy yo, hacedme todos los test que queráis, que os demostraré que tengo la mejor memoria del mundo, la hipertimésica más hipertimésica de todas las hipertimésicas». Madre mía, qué competitiva soy. Y también experta en obsesionarme con algo que me robe todas las energías y no me deje ni un segundo libre para pensar. O lo era. Quizás lo era y ya no lo soy tanto. Ahora, soy capaz de estar atenta y de escuchar esa voz dentro de mi cabeza que dice: «¡Sí, sí, venga, venga, vamos a ponernos las pilas y a recordarlo todo!», y la veo como lo que es: una voz dentro de mi cabeza, pero no soy yo. La voz es parte de mí, claro, lleva acompañándome desde siempre, pero no soy todo yo. Y parece una tontería, pero el descubrimiento de esa pequeña diferencia es importante.
No quiero cambiar una obsesión por otra, lo que faltaba, con lo que me ha costado parar. Ahora, de lo que tengo que tener cuidado es de no volver a acelerarme, que si me descuido, podría acabar de nuevo en el mismo punto en el que estaba: estrellada contra una pared. Y la nueva obsesión en el horizonte no tiene por qué ser necesariamente la de ponerme a repasar mis recuerdos, una nueva obsesión puede atacarme por cualquier lado en cuanto salga de aquí, de este refugio que me he inventado donde apenas sucede nada. Bueno, eso de que apenas sucede nada, sería antes, porque últimamente no paro. Incluso cuando he estado enferma, he tenido compañía, que el gripazo que pillé el fin de semana del mercado de invierno se me hizo mucho más llevadero porque tuve aquí a Niklas dándome mimos. Por unas cosas o por otras, he estado acompañada prácticamente todos los fines de semana en lo que va de año. Lo de la gripe me dio mucha rabia, con las ganas que tenía yo de ver el mercado de invierno; si solo hubiese tenido un poco de fiebre, me habría puesto las pilas y habría intentado ir a verlo, aunque solo fuese un rato, y habría probado las famosas salchichas de las que Gunnar no para de hablar, pero es que la fiebre no me bajó de los treinta y ocho grados. Me dio un poco de pena Niklas, que se había cogido libre en el trabajo para poder pasar en Jokkmokk los días del mercado de invierno y al final tampoco lo pisó, pero decía que ya había ido muchas veces y que no me iba a dejar sola y con fiebre en la cabaña, que le apetecía más estar conmigo. Le tuve de cocinero, de DJ y de amante cuando la fiebre me bajó un poco. Y también de lector. Como me dolían los ojos al leer o al intentar ver las películas que había traído en su ordenador, le pedí que me leyese un poco del libro que llevaba en su mochila, que por suerte era en inglés y no en sueco, una historia muy curiosa de un niño al que ni su hermana ni sus padres le hacían mucho caso y que, en cuanto podía, se escapaba a la casa de las vecinas del final del camino, unas vecinas que tenían un océano en mitad del jardín y una cocina en la que siempre había pan recién hecho y bollos. Desde que mis padres, sobre todo mi madre, nos leían cuentos a mi hermana y a mí para que nos durmiésemos, nunca me habían vuelto a leer en voz alta.
En esos días, dejándome mimar, no me costó nada imaginarme un futuro no muy lejano con Niklas y yo viviendo juntos, y sigue sin costarme nada. ¿Pero es algo que pienso de verdad? ¿Qué plan tengo? ¿Y por qué de repente siento que tengo que tener un plan? Con lo bien que estaba yo sin planes. Podría seguir como hasta ahora, ¿no? Viendo pasar los días, leyendo los libros de las cajas y escuchando los discos de las otras cajas, haciendo fuego en la chimenea y saliendo a hacer excursiones cada vez más largas con los esquíes. Bueno, eso de momento no, el médico me ha dicho que como mínimo esté dos meses sin esquiar para que se me cure bien el esguince. Y los primeros quince días tengo que tener esta especie de venda o férula que me ha puesto. Y muletas. ¡Mira! Ahora me acuerdo de qué es sobre lo que empecé a hablar hace un rato cuando cogí la grabadora, de que esta mañana casi me mato. Como para olvidarme de eso, de verdad que en algunos momentos pensé que me iba a morir congelada, y aunque solo sea por contraste, hay que ver lo a gusto que estoy ahora: debajo del edredón, calentita y fuera de peligro, tan a gusto que casi me había olvidado de la pierna vendada y la caída, debe de ser también el efecto del chute de analgésicos y antiinflamatorios que me han dado en el centro de salud, pero ahí están las muletas de recordatorio, y mañana me despertaré con más dolor, eso me ha dicho el médico, que no me asuste, pero que mañana me dolerá más que hoy, y que es normal que así sea.
Sí, muy bien, pero ¿qué plan tengo? No quiero pensar demasiado en el ofrecimiento que me hizo Javier Román en Navidades, lo de trabajar con él, no quiero pensarlo, pero lo pienso, ¿y qué quiere decir eso? ¿De verdad me veo de vuelta en Madrid? Bueno, tranquila, de momento tengo un esguince y dos meses de convalecencia para seguir leyendo los libros y escuchando los discos de las cajas y comiendo la comida semanal de Gunnar, que, ahora que hemos vuelto de Vilhelmina, ha empezado a incluir un paquete de espaguetis y un cartón de tomate frito para preparar con las albóndigas. Y dicho esto, la verdad es que no me queda otra que salir de la cama, coger las muletas e irme a la cocina a prepararme esos espaguetis que me están llamando. ¿Por qué me da la impresión de que siempre que termino de grabar es porque tengo hambre?