Sesenta metros cuadrados. Capítulo 10

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DIEZ

Martes, 29 de julio

Como dos naranjas al día y, después, alguna manzana, plátanos, uvas, peras… Y lo apunto todo. No tengo ninguna otra cosa que hacer, así que apunto lo que como. Y sé que suena un poco maniático, pero aquí eso no importa, aquí puedo ser todo lo maniática que quiera. «Aquí eso no importa»; esa es la frase que más me repito últimamente y la que más me gusta. También me gusta que puedo pasarme una semana leyendo en la mecedora y que nadie se va a enterar de lo que hago, ni nadie me va a llamar por teléfono para interrumpirme. Un poco es culpa mía, quiero decir, eso de que nadie me vaya a llamar, porque soy yo la que no le ha dado el número de la cabaña a nadie. Aunque tampoco sabría a quién dárselo.

Si papá y mamá viviesen, tendrían el número, claro, y a Inés tengo pendiente llamarla para decirle que estoy aquí y dárselo. Vale que apenas tengamos relación, pero una hermana quizá debería saber el paradero de la otra. Lo que pasa es que me da mucha pereza tener que contarle por qué estoy aquí, si ni siquiera yo misma lo tengo muy claro. En mi antiguo trabajo no he dicho nada. Es lo último que se me ocurriría hacer. La otra noche tuve una pesadilla en la que mis compañeros de oficina se ponían en contacto con la policía y conseguían localizarme para mandarme por correo urgente unos presupuestos que me tocaba a mí revisar. La policía llegó a la cabaña en una furgoneta negra, como la del Equipo A, y el conductor era Gunnar, el mismo Gunnar de siempre, pero más joven y más gordo, con una chaqueta de cuero y con unas gafas negras de gánster. Aunque con la misma gorra que lleva puesta siempre, esa roja y blanca en la que pone NSD.

¿Y hay alguien más por ahí? Marcos, mi queridísimo ex, exnovio y ex-Marcos, que después de dejarme se cambió de nombre y todo. Bueno, empezó a usar su primer nombre, que para el caso es lo mismo que cambiarse de nombre: Juan, de Juan Marcos. A él sí que le daría el número de teléfono, pero no nos llamábamos en Madrid, así que mucho menos nos vamos a llamar estando yo aquí.

Es increíble lo claro que lo veo en la distancia, y lo duro que es repasar mi lista de amistades y encontrar únicamente espacios en blanco. Vale, de alguna manera lo sabía, pero por otro lado no lo sabía, no quería saberlo. Y he tenido que venirme poco menos que al Polo Norte para verlo claramente: sin cenas de trabajo, sin horas perdidas en atascos, sin televisión… En fin, sin nada que me distraiga, no me queda otra que aceptar que amigos, lo que se dice amigos, no tengo. Suena tan duro que me dan ganas de desdecirlo o de borrarlo de la grabación.

A ver si ahora que estoy cogiendo soltura en esto de hacer listas, además de apuntar las naranjas, los plátanos y las peras que me como, apunto también las cosas que he ido haciendo o dejando de hacer para ir quedándome sin amigos y llegar a esta situación, porque quiero recordar que sí que los tenía. La cosa es que no sé ni cómo ni cuándo los he ido perdiendo. O sí que caigo, pero no me apetece ponerme a pensar en eso, todavía no.

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