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ONCE

Miércoles, 30 de julio

Ayer por la noche pensaba en mi soledad, en cómo me he ido quedando sin amigos, y esta mañana me he despertado con un catarrazo, con la sensación de tener una lija en la garganta y muchísimos mocos. Y vale que una cosa no tiene que ver con la otra, pero qué poco me apetece estar sola sintiéndome así: estornudando, con dolor de cabeza y yo diría que también con un poco de fiebre. No tengo termómetro en casa y tampoco medicinas, no había pensado en esto, en que en cualquier momento podía ponerme mala y que a lo mejor debería de tener ciertas cosas, unos paracetamoles por lo menos. Pero no tenía nada, así que esta mañana lo único que se me ocurrió es prepararme un tazón de leche caliente con miel y un poco de whisky del que trajo Gunnar el otro día. Que ya me vale usar ese whisky tan rico para quitar un catarro. Además, no sé yo si eso funciona o si es una leyenda. Y se supone que lo que hay que echar es coñac, ¿no? Pero tampoco creo yo que haya mucha diferencia entre coñac y whisky. Si una cosa funciona, entonces la otra funcionará también. O funcionan las dos o ninguna.

Me llevé el tazón a la mesita de noche y me metí otra vez en la cama, debajo del edredón. Ya me he terminado de leer toda la serie de Las Fundaciones y ahora estoy con otros libros de Asimov que había en la caja, aunque estos son libros de historia. También hay libros de otros autores, pero a veces soy muy cabezona y si ya he empezado con algo, me apetece seguir. La semana pasada me leí uno sobre la historia del Imperio romano y ahora estoy con uno sobre la Alta Edad Media. Que lo pienso y me da la risa: yo leyendo libros de historia. Ya el hecho de que lea libros se me hace muy raro, pero además libros de historia, con la manía que le he tenido siempre a la historia, pero el caso es que me entretienen. Aunque hoy con el catarro, con los ojos cansados y el dolor de cabeza, la conversión al cristianismo del rey franco Clodoveo no ha conseguido mantenerme despierta. He dormitado toda la mañana y me he despertado de vez en cuando para leer un poco y darle sorbos a la leche con whisky y miel, que al final se me ha quedado fría. Cuando he vuelto a salir de la cama para ir a calentarla al microondas, he notado como me fallaban las piernas y me mareaba un poco. A lo mejor no había sido tan buena idea lo de tomarme un whisky con el estómago vacío, aunque fuese un whisky con leche.

Necesitaba comer algo, pero me faltaban las fuerzas para preparar nada, así que me hice una receta digna de estudiante que se acaba de independizar: albóndigas precocinadas calentadas al microondas con kétchup por encima. Y nada más. Aunque luego, cuando me senté a comer, me dolía tanto la garganta al tragar que la verdad es que me daba bastante igual como supiese aquello. Pensé que debería ir al médico, o al menos a una farmacia, pero yo sola no puedo ir a ningún sitio a no ser que llame a un taxi y consiga explicarle dónde estoy, que no tengo tan claro que sea capaz. Aunque no fuese domingo, tendría que llamar a Gunnar para que viniese a buscarme y me llevase al médico, o por lo menos traerme medicinas. ¿Y si no quisiera venir por no contagiarse? Qué pena de situación, qué pena me estaba dando a mí misma, sola y enferma. Pero claro que Gunnar hubiera venido si le hubiese llamado; de hecho, se va a enfadar cuando sepa que no le he llamado. Mañana le llamo. Ahora no, que ya son las doce de la noche y seguro que está durmiendo.

Es verdad que he pensado en que Gunnar no iba a querer saber de mí por miedo a contagiarse, pero, aun así, me habría dejado de tonterías y habría acabado por llamarle. Lo que pasa es que al final no ha hecho falta porque ha venido Niklas por sorpresa. Me había terminado las albóndigas y seguía sentada en la mesa de la cocina, mustia como una maceta mustia, mirando por la ventana y pensando en lo mucho que me gustaba ponerme enferma de pequeña para así no ir al colegio, cuando de repente sonó el teléfono, era Niklas, decía que le perdonase por incordiarme tanto, pero que me llamaba porque estaba en Jokkmokk, había venido a celebrar el cumpleaños de su madre y quería pasarse por la cabaña a recoger unas cosas que tenía en el trastero. ¿Tenemos un trastero?

Pues sí, tenemos un trastero, aunque no está en la propia cabaña, sino en una versión en miniatura de la cabaña que hay a unos metros de distancia y que se ve desde la ventana de la cocina: una cabañita. El caso es que ha llamado Niklas para avisarme de que quería pasarse a recoger unas cosas y ni siquiera he tenido que decirle que estaba enferma porque me lo ha notado en la voz. Sí, aquí en Suecia también venden paracetamol sin receta en la farmacia. Me traería un paquete. Y un termómetro. Luego, me ha interrogado sobre mis síntomas para explicarlos en la farmacia, a lo mejor se les ocurría alguna cosa más que me pudiese venir bien, y si hacía falta, me llevaba al médico, que él iba a estar aquí unos días y tiene tiempo. El cumpleaños de su madre es mañana, pero va a quedarse hasta el domingo. Muchas veces viene a Jokkmokk nada más que a pasar una noche, a ver a sus padres, pero entonces se queda con la impresión de que ha ido todo muy rápido, como de estar sin haber estado. También es verdad que cuando se decide a coger libre en el trabajo y venir más días, como por ejemplo ahora, de miércoles a domingo, enseguida empieza a subirse por las paredes y se aburre. Su padre está siempre reparando o renovando algo en la casa, que parece que estropease las cosas aposta para tener algo que hacer, y su madre ve la televisión, la ve todo el rato, pongan lo que pongan. Así que los días que está de visita, va alternando entre ayudar a su padre con las reparaciones que tenga entre manos o sentarse con su madre a ver una película o el programa que estén poniendo en ese momento en la tele. Intenta convencerlos para salir a dar una vuelta, pero no hay manera. Y con sus amigos de toda la vida, los que se han quedado a vivir en Jokkmokk, tampoco se pueden hacer muchos planes. Le da la impresión de que están todos ocupados a tiempo completo criando niños, trabajando y criando niños. Él no tiene niños, tiene cuarenta años y no tiene niños. Le habría gustado tenerlos, y todavía no lo descarta, aunque tampoco quiere ser un padre de esos que ya desde el primer día que tienen el bebé en los brazos parecen abuelos. Pero si tuviese niños, aunque sea una posibilidad bastante remota, si tuviese niños, querría compaginarlo con seguir haciendo las cosas que hace: salir al campo, jugar al baloncesto, ir a las reuniones de las diferentes asociaciones en las que es socio, el voluntariado en la Cruz Roja… Dice que la lista es larga, quizá demasiado. Y Hilda, su ex, también tenía siempre otras ochenta cosas en la cabeza, y en los últimos tiempos, ochenta cosas que eran diferentes a las ochenta cosas de él. Y ciento sesenta cosas son demasiadas cosas para hacer equilibrios con ellas.

A ver, no ha dicho exactamente eso de las ochenta cosas y las ciento sesenta cosas, pero más o menos algo así. Niklas me habla en inglés, igual que Gunnar, y yo, querida grabadora, pues voy traduciendo con lo primero que se me viene a la cabeza. Otra opción sería hacer estas grabaciones en inglés, pero, oh my god, que me da mucha pereza. Además, ir traduciendo me hace enterarme mejor de las cosas, darme cuenta de cuáles son los detalles que no he captado, como por ejemplo cuando Niklas me ha explicado qué es lo que venía a recoger del trastero, de la cabaña-trastero que hay aquí al lado. Es algo de una asociación, de material de no sé qué para usar en la asociación en cuestión. Pero hasta ahí ha llegado mi nivel de inglés. Ni idea de la asociación de la que se trataba o de qué tipo de material me estaba hablando. En un día normal le habría pedido que me aclarase el significado de ciertas palabras, como suelo hacer con Gunnar, pero hoy, con el catarro, mi cerebro funciona como mucho al cincuenta por ciento de su capacidad, he terminado por desconectar y le he dejado hablar y contarme a sus anchas, eso sí, poniendo cara de estar enterándome de todo. Y el caso es que me ha contado con mucho detalle qué cosas son las que había venido a buscar y lo que iba a hacer con ellas, y ya de paso también a qué se dedicaba la asociación, pero, oye, como si me hablase en chino; sí, a medida que Niklas hablaba, mi fiebre lo iba transformando todo al chino.

Todo esto, las cosas de las que me he enterado y de las que no, me lo ha ido contado en la cocina, primero mientras trasteaba rebuscando en la nevera y en la despensa ingredientes para cocinar y luego cocinando una cantidad de comida suficiente como para alimentarme durante una semana entera. Dice que si estoy enferma, no me va a apetecer cocinar, y que por muchos medicamentos que tome, no me voy a poder curar como siga alimentándome a base de albóndigas precocinadas con kétchup, que es lo que ha visto encima de la mesa cuando ha llegado, es decir, los restos del festín: un plato, un tenedor, un vaso, el paquete de albóndigas y el kétchup.

Le he insistido veinte veces en que no hacía falta, que mañana seguramente me encontraré mucho mejor y que me las apaño perfectamente comiendo cualquier cosa, pero a todo lo que yo insistía, él insistía más aún, y mientras lo discutíamos, ya estaba moviéndose de aquí para allá, buscando ingredientes en todos los armarios de la cocina. Incluso en el maletero de su coche, que lo traía lleno de comida porque antes de venir por aquí había ido a hacer la compra para todos estos días que va a estar en casa de sus padres. Y es que esa es otra de las cosas que hace Niklas cuando viene a visitar a sus padres: cocinar. Llega un momento en que se aburre de ver la tele con su madre o de cambiar grifos con su padre y entonces se pone a cocinar. A cocinar comida de verdad, no como la que hacen sus padres, que solo comen comida precocinada o medio precocinada.

A Niklas lo que le gusta es hacer comida como la que hacía su abuela, su abuela paterna, la rusa, de la que me estuvo hablando el otro día por teléfono y de quien hoy me ha seguido contando muchas cosas más:

La abuela tenía dos años el año de la revolución, y cuatro cuando sus padres, con miedo a que al bisabuelo de Niklas le acusaran de antirrevolucionario, decidieron que lo mejor que podían hacer era emigrar. Cruzaron primero la frontera de Rusia con Finlandia y luego la de Finlandia con Suecia. No eran rusos ricos, de esos que podían pagarse unos billetes de tren a París o marcharse en barco a Londres o a Nueva York. Eran rusos pobres, parte de ese pueblo al que los soviets decían defender, pero el caso es que, por una serie de razones de las que no me enteré del todo bien, tenían motivos de sobra para sentirse en peligro y decidieron emigrar. Otras familias de la misma zona ya se habían marchado de allí con miedos parecidos, así que ellos hicieron lo que casi siempre se hace en estos casos: imitarlos, dejarse guiar por sus consejos y recorrer los caminos ya abiertos. Después de un viaje larguísimo que a la abuela de Niklas con los cuatro años que tenía le pareció interminable, llegaron a Jokkmokk, y su padre, el bisabuelo de Niklas, encontró trabajo en una compañía eléctrica, construyendo presas, el mismo trabajo que también consiguió su otro bisabuelo paterno, que también era ruso y que emigró con toda su familia unos meses después siguiendo prácticamente el mismo recorrido: otra familia rusa escapando de la guerra civil, una familia numerosísima, diez hijos, y entre ellos el abuelo paterno de Niklas, que tenía ya trece años y que, en cuanto llegó a Jokkmokk, se puso a trabajar en la central eléctrica con su padre; bueno, con su padre y también con el hombre que luego se convertiría en su suegro.

Eran los años veinte del siglo pasado, y aunque vivían en Suecia, en realidad vivían entre rusos. El idioma que hablaban en casa, las visitas que recibían, las celebraciones y los ritos de la iglesia ortodoxa todo era ruso. También las amistades, las peleas o los romances, como el de los abuelos de Niklas. Se casaron por el rito ortodoxo y, ya casados, siguieron unos años más en esa pequeña burbuja protectora que era la comunidad de rusos emigrantes. Protectora y también controladora. Vivieron en la burbuja hasta que los asfixió, hasta que se montó el drama, hasta que se hicieron comunistas y pasaron a convertirse en las ovejas negras de la familia. ¡Comunistas! La abuela de Niklas se reía siempre que contaba el escándalo que fue aquello, aunque en su momento no fue tan gracioso y estuvo casi un año sin hablarse con sus padres. Que los trabajadores suecos se dejasen engañar por los cuentos de la lechera de los comunistas aún pasase, ¡pero ellos, ellos que habían tenido que huir de su querida Rusia por una guerra que habían causado los comunistas…! Eso era una traición a sus familias y a su patria.

Niklas no conoció a su abuelo, era casi diez años mayor que la abuela y, además, murió joven, bastante cascado y con muchos achaques después de haber trabajado en las eléctricas desde la adolescencia. Lo de trabajar en las eléctricas me recuerda a la familia de papá, en Sobradillo: primos, tíos, primos segundos… Muchos de ellos también trabajaron toda la vida en las eléctricas, en las centrales eléctricas de las Arribes del Duero, aunque si soy sincera, nunca me quedó muy claro qué tareas hacían allí. El abuelo de Niklas murió antes de llegar a los sesenta años, y la abuela, que por aquel entonces apenas acababa de cumplir los cincuenta, vivió unos años sola hasta que nacieron sus nietos y se fue a vivir con su hijo y su nuera para ayudarlos en la crianza. Niklas, por aquel entonces, tenía dos años, y su hermana acababa de nacer. Así que para Niklas, su abuela siempre estuvo allí, con ellos en casa, instalada en la cocina, haciendo panes, guisos, postres, arreglando la ropa que se estropeaba, escuchando la radio, charlando. Sobre todo, eso, charlando, porque siempre tenía tiempo y ganas para hacer un café o preparar un chocolate y sentarse a hablar de unas cosas y de otras con el primero que entrase en la cocina. Niklas también pasaba mucho tiempo allí, se ponía a hacer los deberes o a dibujar en la mesa grande de madera y veía entrar y salir a las amigas y amigos de su abuela. La mayoría eran vecinos de Jokkmokk, pero no siempre, a veces venían visitas desde más lejos, y lo curioso es que casi nunca avisaban de antemano de que iban a venir. A diferencia de los amigos de sus padres, o los suyos propios, que viven pegados a la agenda, o últimamente al móvil con agenda, y que necesitan dos semanas de antelación para poder quedar a tomar un café con un amigo, los amigos de su abuela no planificaban tanto, simplemente venían a casa, llamaban a la puerta de la cocina y daban por hecho que siembre habría alguien en casa para abrir. Y solía haberlo, normalmente la propia abuela. Y cuando la abuela salía, por ejemplo, a hacer la compra o a pasear a los perros, entonces casi siempre era Niklas quien abría, instalado allí con sus deberes, con un cómic o dibujando en un rincón de la mesa. La mayoría de las visitas hablaban ruso y se ponían muy contentas al escuchar como Niklas lo hablaba con tanta soltura. Eran señores y señoras mayores, de la edad de la abuela, y se lamentaban de que sus nietos no supiesen ni una palabra de ruso. Pero es que, en casa de Niklas, mientras vivió la abuela, siempre se habló ruso —sueco y ruso—, y la abuela vivió mucho tiempo, se murió hace apenas cinco años, en 2009, el mismo año en que murieron mis padres.

Le he contado a Niklas lo del accidente de papá y mamá; ni me lo he pensado dos veces, casi sin darme cuenta ya estaba contándoselo, con lo que me cuestan a mí esas cosas normalmente. Debe de ser la fiebre, que me baja también las defensas emocionales, me tiene atontada y no sé muy bien ni lo que hago ni lo que digo. Niklas trajo de la farmacia dos cajas de paracetamol, un jarabe para la tos y un termómetro. Me lo puse en cuanto llegó y tenía treinta y ocho y medio, aunque ahora, después de dos paracetamoles, me ha bajado a treinta y siete y medio. Y el jarabe también está haciendo su efecto. A ver si se me pasa un poco la tos y consigo dormirme. Que, por cierto, debería dejar de grabar ya y meterme en la cama, pero me cuesta, vaya si me cuesta, es como si hablándole a la grabadora estuviese un poco menos sola.

Niklas se ha pasado aquí media tarde: cocinándome, recogiendo cosas en el trastero, contándome batallas… A ratos tenía ya ganas de que se fuese, ¡un poco de silencio, por favor! Y la verdad es que sí, que se está muy bien en silencio, pero luego, después de un rato, ya no me apetece más silencio, por eso estoy tan habladora. Además, me doy cuenta de que hablar me ayuda a pensar, a recordar más detalles, y me viene otra vez a la cabeza lo que me ha contado Niklas de sentarse en la mesa de la cocina a hacer los deberes mientras su abuela se tomaba un café con las visitas o pelaba las patatas para un guiso. Desde ahí, de un salto, se me va la mente casi sin querer a la casa de mis abuelos, en Sobradillo, cuando estábamos pasando unos días en el pueblo y mamá e Inés se iban de excursión a las Arribes, cuando yo conseguía que me dejasen tranquila, que no me llevasen de excursión con ellas, y me pasaba las tardes pintando en un rincón de la mesa del salón, igual que Niklas en la de su cocina, o mirando los atlas enormes que tenían mis abuelos, enormes pero desfasados a más no poder. En el salón estaban también la chimenea y las mecedoras en las que papá se sentaba a leer, a vigilar el fuego y a charlar con las visitas que iban apareciendo por allí cuando se enteraban de que habíamos venido de Madrid a pasar unos días en Sobradillo. Me doy cuenta ahora, comparándole conmigo, de que papá tenía muchos amigos. Y eso que en Madrid parecía que no conociese a nadie: iba de casa al trabajo y del trabajo a casa, y se relacionaba, como mucho, con los vecinos de la urbanización, pero en el pueblo, sin embargo, no paraba de hablar con gente: en el bar a la hora del aperitivo, por las tardes en casa de los abuelos, gente que a su vez le hablaba de otra gente, una mezcla de nombres que a mí me sonaban mucho de tanto oírlos y que, de vez en cuando, se convertían en personas de carne y hueso, señores o señoras que aparecían en el vestíbulo, me daban dos besos y me decían que había que ver lo mucho que me parecía a mi abuela.

Mi abuela, por cierto, cuando papá recibía visitas, no paraba de entrar y salir al salón, entraba por una puerta y salía por otra, preguntaba a papá y a las visitas si querían tomar algo más, se quejaba de que no llovía, o de que llovía demasiado, se sentaba en uno de los taburetes, nunca en las mecedoras, y preguntaba, a la visita en cuestión, por los hijos, padres, tíos, primos…, por la salud de los mayores y los estudios de los pequeños. «La salud, la salud siempre es lo primero», cierro los ojos y parece que la estuviese oyendo, y si ahora mismo me viese por un agujerito, se enfadaría conmigo por haber pillado este catarro, aunque yo no tenga culpa ninguna. Bueno, eso es relativo, mi abuela sabría encontrarme las culpas. Por ejemplo, ¿quién te manda venirte a vivir al Polo Norte? Porque para ella esto ya sería el Polo Norte. Me diría que normal que haya pillado un catarro, que es lo menos que me podía pasar, y le daría igual que estemos en verano. También me diría que dejase de zascandilear y me metiese de una vez en la cama, y eso es lo que voy a hacer ahora mismo, no me apetece nada quedarme en silencio, hoy no, pero voy a apagar la grabadora y la voy a dejar aquí, en la mesita de al lado de la mecedora, y yo me voy a dormir, a meterme en la cama, a leer un poco y a dormir.

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