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DOCE
Jueves, 31 de julio
Son las cuatro de la mañana. Hay tanta claridad como si fuesen las cuatro de la tarde, pero eso no quita que sean las cuatro de la mañana y que se me haga raro estar levantada. Me ha despertado la tormenta. El viento y el ruido de la lluvia chocando con la ventana de la habitación. El termómetro me dice que estamos a seis grados; de repente, ha bajado seis grados. Bienvenida al norte.
No sé, lo único que se me ocurre hacer es sentarme en la mecedora y esperar a que se calme un poco el viento; sé que si me vuelvo a meter en la cama, me va a entrar la angustia otra vez. Desde la cama parecía como si el viento fuese a llevarse la cabaña volando: hacia la frontera con Noruega, hacia el Ártico, directos al Polo Norte. Sin embargo, aquí en el salón, con la luz encendida y entreteniéndome en encender la chimenea, da la sensación de que la cabaña resistiría una tormenta incluso diez veces más fuerte que esta. Sí, ahí afuera los que mandan ahora mismo son el viento y la lluvia, pero aquí dentro estoy calentita y seca, mi pijama huele a suavizante y el fuego empieza a prender. Es hipnótico el sonido del fuego, hipnótico y protector. Supongo que lo llevamos codificado en los genes: fuego, caverna, comida caliente, refugio, casa.
El fuego ha prendido completamente y me balanceo en la mecedora. Laura, ¿qué estás haciendo? Pues aquí estoy, meciéndome. Miro por la ventana y veo gotas de lluvia que se estrellan y que corren hacia abajo. Y casi que me parece que puedo escuchar el sonido del río, con toda esa agua que hace bien poco era nieve en las montañas mezclándose con el agua de la lluvia.
No sé si es porque se me ha llenado la cabeza con los libros de ciencia ficción que he estado leyendo, pero no puedo evitar imaginarme la Tierra flotando en el espacio, y yo aquí dentro en la cabaña, flotando también en la mecedora. Tan pequeña la cabaña, pero recogida y caliente. Que bien podría estar ahora mismo en una nave espacial, saliendo del sistema solar y viendo la Tierra a lo lejos, alejándose como un simple puntito que al final desaparece en la negrura del espacio. Estos pensamientos no los tenía yo antes. No tenía tiempo, ni ganas. Parecen las típicas cosas que piensan los adolescentes de las películas al fumarse unos porros. Yo le doblo la edad a la mayoría de los adolescentes y la última vez que me fumé un porro fue en el siglo pasado, pero con todo este tiempo disponible que tengo, tiempo en el que no sucede nada, los pensamientos se me van en direcciones que jamás habría imaginado, empiezo a dudar de lo que pienso y lo que dejo de pensar, o quién se supone que soy o no soy, incluso empiezo a olvidar cuáles son mis hábitos y mis manías. ¿Es esto?, ¿en esto consiste mi terapia?, ¿en desdibujarme?