Sesenta metros cuadrados. Capítulo 13

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TRECE

Domingo, 3 de agosto

Hoy, Gunnar me ha convencido para dar una vuelta en su todoterreno y hemos ido al centro de Jokkmokk. La primera excursión desde que llegué hace ya más de un mes.

El centro de Jokkmokk está más o menos a treinta kilómetros de aquí, aunque esto sea parte del término municipal. Le he preguntado a Gunnar que cómo de grande es el municipio y me ha dicho que más grande que toda la provincia de Värmland, lo cual me ha sacado de pocas dudas. Pero mientras conducía, he ido ojeando un mapa de carreteras y me he podido hacer una idea. Está claro que es muy grande, lo menos doscientos kilómetros de este a oeste y cien kilómetros de norte a sur. O algo así. Es decir, no sé: ¿tan grande como la Comunidad de Madrid? ¿Qué tamaño tiene la Comunidad de Madrid? No, no creo que la Comunidad de Madrid sea tan grande

Sea o no sea más grande que la Comunidad de Madrid, el caso es que Jokkmokk es muy grande, sobre todo teniendo en cuenta que viven menos de seis mil habitantes en todo el territorio. Eso sí que se lo sabía Gunnar. Al parecer, el número de habitantes es algo que aquí sabe todo el mundo porque se habla bastante de ello. Y con razón, tienen miedo de que el pueblo —si es que se puede llamar pueblo a algo tan grande y tan deshabitado— se quede sin gente. En el tramo entre la cabaña y lo que viene siendo el centro del pueblo, hemos visto poquísimas casas, y la mayoría, según Gunnar, casas de veraneo —por cierto, se sabía el nombre y el apellido de casi todos los propietarios—. Casas de veraneo que muchas veces no se usan ni para veranear. Una de ellas la renovaron por todo lo alto hace cinco años y desde entonces los dueños han venido una sola vez por aquí. Ambos son de Jokkmokk, se conocieron en el instituto, pero ahora viven en Estocolmo y parece que se hubiesen olvidado del pueblo. Se van de vacaciones a Tailandia y a Dubái. Sí, tenían el dinero necesario para renovar la casa, pero también el suficiente como para irse al otro lado del mundo y no tener que venir a veranear aquí. Y eso que el padre de ella vive todavía, aunque esa seguramente sea una razón más para no venir, me explicó Gunnar: nadie en su sano juicio aguanta dos días seguidos cerca del viejo Henrik. Solo sus perros. Y a veces incluso ellos se le escapan de casa y no vuelven.

Es curioso que no se me olvide nada de lo que me cuenta Gunnar, pero ¿cómo voy a olvidarme de las únicas cosas que me cuentan en toda la semana? Y me da que pensar, me hace acordarme de otras cosas. Por ejemplo, esa cantinela de que el pueblo se está quedando sin gente era tema de conversación habitual en la casa de mis abuelos en Sobradillo. Aunque mis padres no se preocupaban por eso. Papá decía que tiempo al tiempo, que ya volvería la gente, y a mamá, que no era de allí, lo de que hubiese poca gente le relajaba y le gustaba. El abuelo, sin embargo, refunfuñaba y se quejaba mucho, decía que si todos los jóvenes se marchaban del pueblo, a ver quién iba a trabajar el campo y a cuidar de las ovejas. Pero al mismo tiempo estaba orgulloso de que su hijo, mi padre, hubiese prosperado y viviese en Madrid. Aquí en Jokkmokk no sé si habrá ovejas; ¿quizás hace demasiado frío para ellas? La verdad es que no lo sé, la próxima vez que vea a Gunnar se lo preguntaré. Lo que sí hay son alces y renos, aunque de momento todavía no he visto ninguno. Me doy cuenta de que he salido bien poco de la cabaña en todo el tiempo que llevo aquí; a ver si me pongo las pilas y empiezo a dar paseos más largos. Lo mismo acabo convirtiéndome en una andarina profesional, como mamá, y soy capaz de llegar caminando al centro de Jokkmokk, treinta kilómetros, y luego treinta de vuelta. No, no llegará ese día.

Empiezo a aclararme con los diferentes Jokkmokks a los que se refiere la gente. Para empezar, está el municipio de Jokkmokk, que es donde vivo yo, es decir, en mitad del campo, pero es que la mayor parte del municipio de Jokkmokk es puro campo, doscientos kilómetros de este a oeste y cien kilómetros de norte a sur. Dentro del municipio, también hay algunas aldeas o pequeños pueblos. Uno de ellos es Kvikkjokk, el pueblo del imán que tengo en la nevera. En Kvikkjokk termina la carretera, más allá están las montañas y la frontera con Noruega. En el mapa que he ojeado hoy en el coche de Gunnar, he visto que hay más pueblecitos, pero no me he quedado con el nombre de ninguno de ellos aparte de Kvikkjokk. Y de Jokkmokk, claro. Porque Jokkmokk, además de ser el municipio, también es el nombre de uno de los pueblos, el más grande de todos, el pueblo donde están la mayoría de las tiendas y bares. Y las casas, porque más de la mitad de la gente que vive en el municipio de Jokkmokk vive concentrada en el pueblo de Jokkmokk. Yo hasta ahora me estaba haciendo un lío porque Gunnar usa el mismo nombre para las dos cosas, para el pueblo y para el municipio, hoy mismo me ha preguntado si quería ir con él a comer y dar una vuelta por Jokkmokk. Y yo: ¿pero no estamos ya en Jokkmokk? Aunque también es verdad que para hablar del pueblo de Jokkmokk muchas veces dice «el centro», un centro que hay que verlo, parece un barrio tranquilo de las afueras de Madrid.

Hemos aparcado el coche delante de un bar, por supuesto sin tener que preocuparnos por encontrar sitio, y al entrar, nos ha saludado todo el mundo, es decir, la camarera y los dos señores que había sentados en una de las mesas. Los dos, de la edad de Gunnar, quizás un poco más jóvenes, pero no mucho. Gunnar me ha presentado a la camarera, que está haciendo una sustitución de verano, y también a los otros dos clientes. Y no solo me los ha presentado, sino que nos hemos sentado a comer con ellos. Gunnar ya les había hablado de mí: la española de la cabaña de Niklas. Uno de ellos apenas hablaba inglés, o le daba vergüenza hacerlo, pero el otro no callaba. Me ha preguntado muchas cosas, pero antes de que abriese la boca para responder, ya se estaba contestando a sí mismo y preguntándome cosas nuevas. No ha estado nunca en España, pero sí que ha estado a punto de ir varias veces. A su mujer le gusta más Italia, aunque de todas maneras no van nunca a ningún sitio porque tienen mucho que hacer en la casa y en el jardín. Y eso que ahora están jubilados. El otro, el amigo callado, parece ser que tiene algún parentesco con Astrid, la mujer de Gunnar, la socialista, feminista y sami. No conseguí entender el grado de parentesco porque el inglés se me sigue atascando al hablar de ciertas cosas. Gunnar había empezado a hacerme un croquis familiar en una servilleta, pero entonces apareció la camarera con la comida.

No había sabido qué pedir, así que dejé que eligiesen por mí. Por supuesto, fue el hablador el que decidió lo que yo tenía que comer: pitipana. Decía que, si era mi primera cena en un bar sueco, y lo era, tenía que comer pitipana. Con ese nombre me esperaba algo exótico, no sé, alguna receta esquimal, quiero decir sami, pero el plato que me trajeron eran unos huevos con patatas fritas, trocitos de carne y remolacha. Las patatas fritas cortadas en cuadrados pequeños y la carne también. Pregunté si la carne era de reno, y no, no lo era. El reno normalmente no se usa para hacer pitipana. La carne de mi pitipana era de ternera.

Gunnar se comió una especie de filete ruso con patatas fritas, de las alargadas, las de toda la vida, y de beber nos pedimos una cerveza enorme cada uno. Se supone que si te pillan conduciendo con alcohol en el cuerpo, se te cae el pelo, pero Gunnar parece que no se preocupa mucho por eso, dice que por las carreteras por las que vamos nunca hay nadie. Y tiene razón, no hay nadie. También el otro día se fue para su casa después de haberse tomado un vaso de whisky, solo uno, pero de whisky.

Me acaba de dejar en casa, son las diez de la noche, pero todavía hay bastante luz y no sé muy bien qué es lo que voy a hacer ahora.

TRECE

Domingo, 3 de agosto

Hoy, Gunnar me ha convencido para dar una vuelta en su todoterreno y hemos ido al centro de Jokkmokk. La primera excursión desde que llegué hace ya más de un mes.

El centro de Jokkmokk está más o menos a treinta kilómetros de aquí, aunque esto sea parte del término municipal. Le he preguntado a Gunnar que cómo de grande es el municipio y me ha dicho que más grande que toda la provincia de Värmland, lo cual me ha sacado de pocas dudas. Pero mientras conducía, he ido ojeando un mapa de carreteras y me he podido hacer una idea. Está claro que es muy grande, lo menos doscientos kilómetros de este a oeste y cien kilómetros de norte a sur. O algo así. Es decir, no sé: ¿tan grande como la Comunidad de Madrid? ¿Qué tamaño tiene la Comunidad de Madrid? No, no creo que la Comunidad de Madrid sea tan grande

Sea o no sea más grande que la Comunidad de Madrid, el caso es que Jokkmokk es muy grande, sobre todo teniendo en cuenta que viven menos de seis mil habitantes en todo el territorio. Eso sí que se lo sabía Gunnar. Al parecer, el número de habitantes es algo que aquí sabe todo el mundo porque se habla bastante de ello. Y con razón, tienen miedo de que el pueblo —si es que se puede llamar pueblo a algo tan grande y tan deshabitado— se quede sin gente. En el tramo entre la cabaña y lo que viene siendo el centro del pueblo, hemos visto poquísimas casas, y la mayoría, según Gunnar, casas de veraneo —por cierto, se sabía el nombre y el apellido de casi todos los propietarios—. Casas de veraneo que muchas veces no se usan ni para veranear. Una de ellas la renovaron por todo lo alto hace cinco años y desde entonces los dueños han venido una sola vez por aquí. Ambos son de Jokkmokk, se conocieron en el instituto, pero ahora viven en Estocolmo y parece que se hubiesen olvidado del pueblo. Se van de vacaciones a Tailandia y a Dubái. Sí, tenían el dinero necesario para renovar la casa, pero también el suficiente como para irse al otro lado del mundo y no tener que venir a veranear aquí. Y eso que el padre de ella vive todavía, aunque esa seguramente sea una razón más para no venir, me explicó Gunnar: nadie en su sano juicio aguanta dos días seguidos cerca del viejo Henrik. Solo sus perros. Y a veces incluso ellos se le escapan de casa y no vuelven.

Es curioso que no se me olvide nada de lo que me cuenta Gunnar, pero ¿cómo voy a olvidarme de las únicas cosas que me cuentan en toda la semana? Y me da que pensar, me hace acordarme de otras cosas. Por ejemplo, esa cantinela de que el pueblo se está quedando sin gente era tema de conversación habitual en la casa de mis abuelos en Sobradillo. Aunque mis padres no se preocupaban por eso. Papá decía que tiempo al tiempo, que ya volvería la gente, y a mamá, que no era de allí, lo de que hubiese poca gente le relajaba y le gustaba. El abuelo, sin embargo, refunfuñaba y se quejaba mucho, decía que si todos los jóvenes se marchaban del pueblo, a ver quién iba a trabajar el campo y a cuidar de las ovejas. Pero al mismo tiempo estaba orgulloso de que su hijo, mi padre, hubiese prosperado y viviese en Madrid. Aquí en Jokkmokk no sé si habrá ovejas; ¿quizás hace demasiado frío para ellas? La verdad es que no lo sé, la próxima vez que vea a Gunnar se lo preguntaré. Lo que sí hay son alces y renos, aunque de momento todavía no he visto ninguno. Me doy cuenta de que he salido bien poco de la cabaña en todo el tiempo que llevo aquí; a ver si me pongo las pilas y empiezo a dar paseos más largos. Lo mismo acabo convirtiéndome en una andarina profesional, como mamá, y soy capaz de llegar caminando al centro de Jokkmokk, treinta kilómetros, y luego treinta de vuelta. No, no llegará ese día.

Empiezo a aclararme con los diferentes Jokkmokks a los que se refiere la gente. Para empezar, está el municipio de Jokkmokk, que es donde vivo yo, es decir, en mitad del campo, pero es que la mayor parte del municipio de Jokkmokk es puro campo, doscientos kilómetros de este a oeste y cien kilómetros de norte a sur. Dentro del municipio, también hay algunas aldeas o pequeños pueblos. Uno de ellos es Kvikkjokk, el pueblo del imán que tengo en la nevera. En Kvikkjokk termina la carretera, más allá están las montañas y la frontera con Noruega. En el mapa que he ojeado hoy en el coche de Gunnar, he visto que hay más pueblecitos, pero no me he quedado con el nombre de ninguno de ellos aparte de Kvikkjokk. Y de Jokkmokk, claro. Porque Jokkmokk, además de ser el municipio, también es el nombre de uno de los pueblos, el más grande de todos, el pueblo donde están la mayoría de las tiendas y bares. Y las casas, porque más de la mitad de la gente que vive en el municipio de Jokkmokk vive concentrada en el pueblo de Jokkmokk. Yo hasta ahora me estaba haciendo un lío porque Gunnar usa el mismo nombre para las dos cosas, para el pueblo y para el municipio, hoy mismo me ha preguntado si quería ir con él a comer y dar una vuelta por Jokkmokk. Y yo: ¿pero no estamos ya en Jokkmokk? Aunque también es verdad que para hablar del pueblo de Jokkmokk muchas veces dice «el centro», un centro que hay que verlo, parece un barrio tranquilo de las afueras de Madrid.

Hemos aparcado el coche delante de un bar, por supuesto sin tener que preocuparnos por encontrar sitio, y al entrar, nos ha saludado todo el mundo, es decir, la camarera y los dos señores que había sentados en una de las mesas. Los dos, de la edad de Gunnar, quizás un poco más jóvenes, pero no mucho. Gunnar me ha presentado a la camarera, que está haciendo una sustitución de verano, y también a los otros dos clientes. Y no solo me los ha presentado, sino que nos hemos sentado a comer con ellos. Gunnar ya les había hablado de mí: la española de la cabaña de Niklas. Uno de ellos apenas hablaba inglés, o le daba vergüenza hacerlo, pero el otro no callaba. Me ha preguntado muchas cosas, pero antes de que abriese la boca para responder, ya se estaba contestando a sí mismo y preguntándome cosas nuevas. No ha estado nunca en España, pero sí que ha estado a punto de ir varias veces. A su mujer le gusta más Italia, aunque de todas maneras no van nunca a ningún sitio porque tienen mucho que hacer en la casa y en el jardín. Y eso que ahora están jubilados. El otro, el amigo callado, parece ser que tiene algún parentesco con Astrid, la mujer de Gunnar, la socialista, feminista y sami. No conseguí entender el grado de parentesco porque el inglés se me sigue atascando al hablar de ciertas cosas. Gunnar había empezado a hacerme un croquis familiar en una servilleta, pero entonces apareció la camarera con la comida.

No había sabido qué pedir, así que dejé que eligiesen por mí. Por supuesto, fue el hablador el que decidió lo que yo tenía que comer: pitipana. Decía que, si era mi primera cena en un bar sueco, y lo era, tenía que comer pitipana. Con ese nombre me esperaba algo exótico, no sé, alguna receta esquimal, quiero decir sami, pero el plato que me trajeron eran unos huevos con patatas fritas, trocitos de carne y remolacha. Las patatas fritas cortadas en cuadrados pequeños y la carne también. Pregunté si la carne era de reno, y no, no lo era. El reno normalmente no se usa para hacer pitipana. La carne de mi pitipana era de ternera.

Gunnar se comió una especie de filete ruso con patatas fritas, de las alargadas, las de toda la vida, y de beber nos pedimos una cerveza enorme cada uno. Se supone que si te pillan conduciendo con alcohol en el cuerpo, se te cae el pelo, pero Gunnar parece que no se preocupa mucho por eso, dice que por las carreteras por las que vamos nunca hay nadie. Y tiene razón, no hay nadie. También el otro día se fue para su casa después de haberse tomado un vaso de whisky, solo uno, pero de whisky.

Me acaba de dejar en casa, son las diez de la noche, pero todavía hay bastante luz y no sé muy bien qué es lo que voy a hacer ahora.

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