Sesenta metros cuadrados. Capítulo 14

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CATORCE

Jueves, 7 de agosto

Silencio.

Silencio y nada más que silencio. Me he despertado, he abierto la ventana y, aunque intento escuchar algún ruido, no lo consigo. Hoy no hace nada de viento y ni siquiera oigo el sonido que hacen los árboles al moverse. Si caminase cincuenta metros hacia el río, empezaría a notarlo, pero desde aquí no, hoy no.

Ruidos.

Recuerdo cómo me desesperaban los ruidos en la oficina, en ese cubículo sin ventanas en el que trabajaba. El dichoso cubículo. Pero ¿y lo orgullosa que me había sentido al recibirlo, después de una serie de ascensos que me sacaron de la enorme sala donde casi todos mis compañeros de trabajo siguieron trabajando? Y siguen. Y seguirán.

Había ascendido lo suficiente como para tener mi propio cubículo: cuatro paredes y una puerta, ni una sola ventana; bueno, al menos, tampoco tenía una de esas ventanas traicioneras que en lugar de dar a la calle dan a la sala común y que te dejan al mismo tiempo encerrada y sin intimidad. Yo tengo que reconocer que algo de intimidad sí que tenía, pero silencio ninguno. Estando dentro del cubículo, la sensación era que las conversaciones se oían aún con más volumen y detalle que cuando trabajaba en la sala grande.

Nuestro departamento estaba en el quinto piso del edificio: una sala grande, tres cubículos —de los cuales uno era el mío— y dos despachos, el de mi jefa y el del gerente, ambos, por supuesto, con paredes de verdad y con ventanas al exterior. La cocina, con los microondas y las máquinas de café, estaba en el cuarto piso, justo debajo de mi cubículo; ni que lo hubiese pedido por encargo. Así que las voces me llegaban desde todas las direcciones posibles. Y la cocina nunca, pero nunca, se quedaba vacía; de hecho, las voces de algunos es como si jamás saliesen de allí. Entre ellas, las de algunos de mis subordinados, antes colegas, a los que tenía que andar pinchando día sí y día también para que me entregasen a tiempo las cosas que se habían comprometido en tener listas.

Cuando me informaron del ascenso, el que me hizo pasar de la sala grande al cubículo, me di cuenta de que no tenía a nadie con quien celebrarlo. Marcos ya no estaba y, además, se había quedado con los amigos comunes, o a lo mejor no se los había quedado, pero esa era la sensación que yo tenía. El caso es que no quería llamarlos. Salir a celebrarlo con mis compañeros de trabajo lo descarté rápido, ahora la mayoría habían pasado a ser mis subordinados y se me hacía raro. Además, lo mismo que a mí me pilló por sorpresa el ascenso, también les sorprendió a ellos, y más de uno estaba esperando el puesto. Pensé en llamar a Inés, pero Inés siempre le ha tenido manía a mi empresa, así que al final decidí que no, aunque recuerdo estar sentada en el coche y tener el móvil en la mano para llamarla.

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