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NUEVE
Domingo, 27 de julio
Se acaba de ir Gunnar y todavía me dura el mareo, creo que me voy a quedar a dormir en la mecedora, al menos no me voy a mover en un buen rato. Y qué gusto, con los pies así, tan calentitos al calor de las brasas. Hoy hemos usado la chimenea por primera vez. Gunnar ha traído periódicos viejos, trozos pequeños de madera y un saco grande de leña que ha volcado en una cesta que hay en la entrada a la cabaña, debajo del porche. Yo ya me había fijado en esa cesta tan basta y tan grande. Pues mira, era para la leña. No es que me lo hubiese preguntado con demasiada curiosidad, era más bien una pregunta que iba y venía, entre página y página, o en el momento de duermevela de alguna de las siestas, cuando abro un ojo y me quedo mirando algo, a veces la cesta, a veces los árboles de enfrente, a veces el cielo, o mi barriga, que, por cierto, a ver si hago algo de deporte, porque la dieta a base de leche fresca y albóndigas empieza a notarse.
Pero el mareo que tengo es porque, además de la leña, Gunnar también ha traído whisky, y menudo whisky, yo nunca había bebido algo así. Y a palo seco, nada más que con un par de hielos. Quería que celebrásemos que ha terminado de pintar su casa. Ha tardado cuatro meses. La parte de dentro en abril y mayo, cuando todavía hacía demasiado frío para pintar al aire libre, y junio y julio los ha dedicado a la parte de fuera.
Pinta la casa más o menos cada diez años, y esta ha sido la primera vez que la ha pintado solo. Sin Astrid, my beloved, que es como la llama en inglés. Astrid era su mujer y la madre de sus tres hijos: Rebecka, Sune y Lilly. Murió hace cuatro años de algo del corazón, aunque no me he acabado de enterar bien por culpa del inglés. Me estoy dando cuenta de que controlo muy poco las palabras que tienen que ver con partes del cuerpo y esas cosas. Llevaban treinta y seis años juntos y se habían conocido en un mitin político. «Astrid tenía las cosas muy claras», me estaba diciendo Gunnar mientras nos servía el primer vaso de whisky, y según iba contándome, yo me iba dando cuenta de que todo esto —la leña, la celebración por acabar de pintar, el whisky…— se debía a que tenía muchas ganas de hablar de Astrid con alguien, conmigo, por ejemplo. Y le entiendo, se ha pasado cuatro meses pintando encima de las capas de pintura que pintaron juntos. Normal que quiera hablar con alguien. ¿Y quién mejor que yo, que no tengo otra cosa que hacer y que no sé nada de nada de Astrid? A mí me puede contar toda la historia desde el principio.
Sí, Astrid tenía las cosas muy claras. Después del mitin, puso en la mano de Gunnar un papel con su dirección apuntada. «Escríbeme», le dijo, y se marchó montada en una bicicleta verde que todavía existe y que algún día me enseñará cuando vaya a su casa. Astrid era socialista, feminista y sami, en ese orden. A mí me parece que lo primero de todo sería lo de ser sami, pero Gunnar lo tiene claro: el orden es importante y ser socialista era lo más importante para ella. Socialista porque se preocupaba por el bienestar de todo el mundo. Una sociedad en la que cada uno aporte en función de sus posibilidades y en la que cada uno reciba en función de sus necesidades. Feminista porque la situación de las mujeres es mucho más precaria que la de los hombres y hay que tenerlo en cuenta y cambiar esas estructuras. Y, por último, sami. El pueblo sami había sufrido mucho, y ella, además de ser sami de nacimiento, en un momento dado, eligió tomar partido y sentirse sami. Fue una elección tardía, pasados los veinte años. Y es que hasta entonces, de alguna manera, había renegado de ello. Los padres de Astrid, ambos samis, habían dejado la vida nómada antes de que ella naciese y se habían asentado en una de las granjas a la orilla del río Lule. Fue allí donde nació, aunque para cuando conoció a Gunnar, ya estaba trabajando en la biblioteca de Jokkmokk y viviendo en un apartamento del centro.
Gunnar, que había crecido en el centro de Jokkmokk, me contó que él no tuvo una infancia como la de Astrid. Ella creció tan cerca del bosque y de la naturaleza que muchas veces, años después, aún no se podía saber dónde terminaba ella y donde empezaban los árboles, los peces, los renos o los lobos. Era una mujer muy especial.