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DIECIOCHO
Miércoles, 20 de agosto
Tengo que hablar de esto para ventilarlo y sacarlo de la cabeza, aunque no sé si será un buen método; hablar de las cosas es seguramente la mejor garantía de no olvidarse de ellas. Pero una cosa es hablar, como se habla con un amigo, y otra cosa es hablar sola como yo hablo. Aunque el efecto quizás sea el mismo.
La oficina, la dichosa oficina; cuándo me dejará en paz.
En fin, el caso es que cuando ya nos habíamos organizado en el nuevo equipo de trabajo, incluyendo el mal trago, los despidos de cinco compañeros a los que tuve que notificárselo yo, me soltaron la noticia: nos asignaban el proyecto de hacer converger el sistema de comunicación interna de las dos empresas. Toma ya. De un día para otro sentí como si me hubiesen colocado una losa de cien kilos encima de la cabeza. Y no tardé mucho en darme cuenta de que ya tenía otras cuantas losas que se me habían ido acumulando con los años.
Me llamó mi jefa, pero no la jefa que me había llamado hacía apenas un mes para contarme los detalles de la fusión y mi ascenso. No, para complicar las cosas un poco más, resulta que esa jefa ya no era mi jefa. Todo cambiaba muy rápido, ahora mi jefa era otra, una francesa que parecía tener una confianza excesiva en mi capacidad organizativa y resolutiva.
«Ya sé que no es tu especialidad, que nunca has dirigido ningún proyecto parecido, pero sabemos que lo vas a hacer muy bien».
Sabemos, ese plural difuso tan molesto. Sabían que lo iba a hacer muy bien. ¿Quiénes lo sabían? ¿Cómo lo sabían? Pues menudo chasco se habrán llevado. ¿O quizás lo estaba haciendo bien pero resulta que no me enteré?
No había dirigido ningún proyecto parecido, no, en realidad, nunca había dirigido ningún proceso lo suficientemente complejo como para poder llamarlo proyecto. Con el caos de la fusión, en la nueva empresa resultante se les había colado una jefa, yo, que no debía tener el puesto que tenía, pero que pasaban los días, las semanas y, para entonces, llevábamos ya un mes y nadie se daba cuenta del error. Y, por supuesto, no iba a ser yo quien me delatase a mí misma, al menos no con mis palabras. Aunque al final me delataron mis actos, cuando perdí el control de la situación y de mí misma.
En ese momento, lo único en lo que pensaba es que esa era mi oportunidad, de esas que dicen que solo pasan una vez por delante, ese tren al que hay que subirse en movimiento. Lo dicen en las películas. Y también me lo decía mi abuelo, el de Sobradillo. Él y yo éramos los más trasnochadores de la casa, y muchas noches nos quedábamos los dos en el comedor viendo hasta el final la segunda película de la noche, no la de después del telediario, sino la siguiente. En el comedor había un sofá bastante cómodo, pero normalmente nos sentábamos alrededor de la mesa porque era allí donde estaba el brasero. La mesa era muy grande y siempre había cosas por encima, trastos que amontonábamos en una esquina cuando poníamos la mesa para la comida o la cena: periódicos y revistas, pinturas de colorear y folios, trozos de plastilina, quinielas, primitivas, cupones de la once, cuadernos con los deberes del fin de semana a medio hacer, libros que alguien andaba leyendo, gafas, fundas de gafas, cromos, recetas de Sintrom y de Adiro… De todo. Pero volviendo al hilo de las oportunidades que no se pueden dejar pasar, y a lo de subirse a los trenes en movimiento, mi abuelo lo tenía bien claro, y cuando todo el mundo se iba a la cama, él aprovechaba para llevarme a su terreno: contarme sus batallas y darme sus consejos sobre la vida, enseñanzas inmemoriales que resumiendo venían a decir: «Tú verás cómo te las apañas, pero tienes que ser siempre la mejor. Y además sé que puedes hacerlo, no me defraudes».
Nunca me hablaba así con mis padres delante, será porque sabía, y yo también sabía, que mis padres se habrían enfadado con él por decirme esas cosas siendo yo tan pequeña.
Y es difícil de saber cuánto me influyeron sus consejos. Durante muchos años, pensé que nada en absoluto. Pero eso sí, terminé el instituto con muy buenas notas, las mejores posibles, y ante la duda de qué carrera estudiar, me decidí por dos a la vez: Derecho y Administración y Dirección de Empresas. No me dejé nunca una asignatura para septiembre y empecé a trabajar en una consultora en los últimos meses de cuarto de carrera, justo antes de los exámenes de junio. En quinto, combiné las dos carreras con el trabajo, así que salía de casa a las siete y media de la mañana y regresaba a las diez y media u once de la noche. Vivía todavía con mis padres, y ellos se encargaban de que hubiese comida en la mesa y de que mi ropa estuviese limpia. Mi habitación no hacía falta limpiarla mucho porque apenas pasaba por allí; aquel año estudié en el metro y en el Cercanías. Empeoraron un poco mis notas, pero en mi currículum destacaba ese curso en el que había terminado dos carreras y trabajado seis horas al día. Todo a la vez. Está claro que haber superado un año así era como escribir con letras grandes en la parte superior del currículum: Por favor, exprímanme como a un cítrico, que me encanta.
Sí, es muy posible que la retahíla de consejos de mi abuelo, a fuerza de repetírmelos una y otra vez en esas noches en las que yo no tenía otra cosa que hacer más que escucharle, hicieran mella en mi carácter. Y lo de mi abuelo no era hablar por hablar, es que él había vivido así, predicaba con el ejemplo. Al volver de la mili, entró de aprendiz en un taller mecánico y el día que se jubiló era dueño de cuatro talleres en distintos pueblos de la zona. Lo curioso es que, al jubilarse, los vendió, como si la competición que estaba haciendo consigo mismo hubiese terminado ese mismo día. Decía que no quería ser el dueño de un taller en el que él mismo no trabajase. Porque ojo, cuando trabajaba, se las apañaba para trabajar en los cuatro talleres al menos un día a la semana. Decía que no valía para ser un dueño a distancia, un dueño jubilao, estaba seguro de se pondría nervioso viendo como los encargados lo hacían todo al revés de como deberían.
La historia de los talleres y el trabajo duro me la sé de memoria. Y es que, como buen abuelo que era, tenía esa capacidad para la repetición espontánea que tienen muchos abuelos, que parece que no se dan cuenta de que se están repitiendo y relatan una y otra vez la misma historieta, como si fuese siempre por primera vez. Pero yo estoy segura de que mi abuelo sí que sabía que se repetía, vaya si lo sabía, y también sabía que insistiendo e insistiendo, al final, algo me acabaría calando.
Quizás por eso, cuando me cayó encima el proyecto inmenso de hacer converger los sistemas de comunicación interna de las dos empresas, no me di ni siquiera la oportunidad de hacer los cálculos de lo que eso podría significar para mis horarios, mi ritmo de trabajo o mi vida así en general. Dije que sí sin pensármelo lo suficiente, como Lady Di a Carlos de Inglaterra, y me puse a la tarea de buscar a gente competente para que se uniese al proyecto. Yo sabía lo justo de sistemas de comunicación internos, pero mi rol era ejercer de líder: mandar y coordinar el trabajo de otros. Y de eso se supone que sí que sabía. Además, en mi equipo de trabajo, sí que había gente que controlaba del tema. Pero, claro, a todo esto, el resto de asuntos que ya teníamos entre manos tenían que seguir haciéndose. La empresa era como un gran animal al que siempre había que estar dando de comer y de beber, nada podía quedarse parado, así que lo primero que hice fue buscar a una persona sensata que tomase la corresponsabilidad conmigo de todas aquellas tareas que yo iba a empezar a descuidar al meternos en el embolado. Y elegí mal.
O demasiado bien. Depende de cómo lo mire. Elegí a Javier Román, un compañero tranquilo y competente, y también trabajador, dialogante, sensato… Alguien a quien nunca había visto perder los nervios. Javier tenía lo menos quince años más que yo, debía de andar por los cincuenta, y lo único que yo no acababa de entender es por qué no tenía un puesto de más responsabilidad en la empresa. Pronto descubrí la razón: porque se tomaba en serio el horario laboral. En su contrato ponía que salía a las seis, así que él salía a las seis. Dejaba lo que estuviese haciendo, ancha es Castilla y mañana será otro día. Javier tomó nota de las tareas de las que le estaba pidiendo que se hiciese cargo, regresó a su escritorio y, en menos de una hora, estaba de vuelta en mi despacho diciéndome que sí, que aceptaba, pero traía consigo otra lista de tareas, tareas que él hacía habitualmente, que a su vez íbamos a tener que asignar a otra persona porque él no podía hacer dos cosas a la vez. Razonable, demasiado razonable.
Y nos pusimos manos a la obra con el proyecto, con sus fases, subfases, multifases y objetivos categorizados por colores. El problema principal que teníamos es que había que desarrollar el nuevo sistema de comunicación mientras los viejos sistemas seguían funcionando. Bueno, no era un problema como tal, es simplemente que así son las cosas. La comunicación en la empresa, en las dos empresas que ahora eran una sola, no podía detenerse. Lo ideal hubiera sido mandar a todo el mundo a casa por vacaciones, habría bastado con quince días, y lo habríamos montado todo sin problemas. Pero eso no se podía hacer. Los pedidos entraban, los camiones salían, las facturas había que pagarlas a tiempo, ¡nuestros sueldos también!, y, por supuesto, los informes para la junta directiva tenían que dar ochenta vueltas por diferentes departamentos antes de seguir su camino hacia arriba. Y mientras todo esto seguía ocurriendo, nosotros teníamos que poner a punto La comunicación del futuro. Sí, ese es el título cursi que le puse a un PowerPointde presentación que al final no presenté a nadie.
Los problemas empezaron a surgir tan pronto como hicimos los primeros test con usuarios reales. Para empezar, porque nuestros conejillos de indias estaban tan hasta arriba en sus respectivos departamentos que no nos daban bola. Se supone que tenían que empezar a probar el nuevo sistema y comunicarnos los fallos que encontrasen. Lo habíamos hablado con los distintos jefes de departamento y nos habían asignado a diferentes personas que colaborarían con nosotros. Y todo pintaba muy bien sobre el papel, pero, en la práctica, la colaboración era escasa o más bien nula. No los culpo. Andaban igual de cortos de tiempo que nosotros y les estábamos pidiendo que, además de hacer su trabajo de todos los días, también se entretuviesen en probar el nuevo sistema de comunicación y que nos mantuviesen informados de los fallos.
Los primeros días se lo tomaron bastante en serio y empezaron a llegarnos correos electrónicos y llamadas de teléfono avisándonos de cosas que no funcionaban como deberían. Y cada comentario era un paso adelante, una corrección en el sistema, que poco a poco se iba haciendo más fiable y estable. Muy pronto, los avisos de fallos descendieron bruscamente y se puede decir que prácticamente desaparecieron.
En ese momento, cuando nos felicitábamos por nuestra efectividad y por la robustez del sistema, cuando comprobamos que solo nos habíamos retrasado en una semana en el tiempo previsto para realizar el proyecto, y una semana en un proyecto de seis meses es lo mismo que decir nada, en ese momento, teníamos que haber solicitado a los diferentes jefes de departamento un nuevo grupo de conejillos de indias que nos hiciesen caso por eso de la novedad. Pero eso implicaba mucho más tiempo, tiempo que en tampoco teníamos, porque después de este proyecto venía otro, y reclutar nuevos conejillos de indias, instruirlos en el uso del sistema y esperar a que encontrasen fallos iba a implicar como mínimo un mes más. Éramos conscientes de que los conejillos de indias del primer grupo quizá se habían relajado un poco y que seguramente no nos estaban informando de todos los fallos con los que se encontraban; por eso, cuando les mandamos un correo electrónico agradeciéndoles la ayuda, les avisamos de que el nuevo sistema estaba casi listo para ser usado por toda la empresa y les pedíamos una última semana de pruebas para que nos informasen de todos y cada uno de los fallos.
Esa semana fue una semana tranquila en nuestro equipo. Nos llegaron avisos de unos cuantos fallos, pero todos fáciles de resolver y, en realidad, bastante insignificantes. Con fallos así se podía considerar que el sistema ya estaba listo. Listo y operativo. La nueva empresa podía empezar a comunicarse como lo que era: una única empresa y no dos. Todos los empleados recibieron, recibimos, una nueva dirección de correo electrónico y una extensión telefónica. Los correos electrónicos sin responder seguían siendo correos electrónicos sin responder, eso no hay milagro que lo solucione, pero ahora aparecían guardados en una carpeta nueva.
Lanzamos el sistema un viernes a las diez de la mañana, pensando en que los viernes la gente está de buen humor y que eso facilitaría las cosas. También por darnos un poco de margen —si surgían demasiados problemas, podríamos venir a la oficina el sábado y resolverlos—. Días antes, habíamos mandado un documento informando del funcionamiento del nuevo sistema, pero contábamos con que seguramente casi nadie se lo habría leído en detalle. Así que estábamos preparados para unas cuantas llamadas con quejas y dudas. Lo que no nos imaginábamos es que nos llegasen tantas, ¡tantas!, tan rápido, y desde tantos sitios.
Aquel fin de semana, no pisé mi casa, ni siquiera salí de la oficina. Me quedé a dormir en el sillón del despacho las tres noches, la del viernes, la del sábado y la del domingo. Nunca antes había visto el caos delante de mis ojos de esa manera, a esa escala. A las doce de la mañana del viernes, dos horas después del lanzamiento, teníamos más de quinientos correos electrónicos con quejas que ni siquiera habíamos podido empezar a leer porque al mismo tiempo el teléfono no había dejado de sonar. La primera de las quejas era lo mucho que les había costado encontrar los nuevos números de teléfono para poder llamar y quejarse. Algunos habían tardado dos horas en encontrarlo, o eso decían, y dos horas es mucho tiempo, el tiempo vuela, los clientes tienen que llamar y los teléfonos de repente no funcionan. «Sí que funcionan —les decíamos—, no os preocupéis, las llamadas externas funcionan como siempre, son las internas las que han cambiado, las extensiones que usamos entre nosotros». Llamada a llamada íbamos desenredando la madeja y diferenciando las cosas que de verdad no funcionaban de aquellas que sí que lo hacían, pero que parecía que no. Pero ¿cuál es la diferencia? Si algo que funciona parece que no funciona y pone a todo el mundo de los nervios, entonces es que no funciona.
Más o menos a las ocho de la tarde del viernes, ya se había ido todo el mundo a su casa y nosotros nos quedamos en la oficina con nuestra pila de problemas por resolver. Dos de los técnicos no tenían problema en quedarse hasta la hora que hiciese falta, y otros dos podían venir el sábado a primera hora. Con eso debería de bastar.
Por supuesto que no bastó. Llego el lunes por la mañana y yo no me creía lo que estaba pasando. Para empezar, llevaba puesta la misma ropa desde el viernes. Me había duchado en la oficina, pero sin bragas limpias que ponerse, lo de ducharse es un alivio relativo, sobre todo el tercer día.
Podía haber salido de la oficina un rato, y qué sé yo, irme a casa, tranquilizarme y cambiarme de ropa. Podía, pero el caso es que no lo hice. Y no es que me pasase todas y cada una de las horas del fin de semana trabajando frenéticamente, con esa efectividad y capacidad resolutiva que todo el mundo parecía ver en mí. Sí que trabajé, claro, y mi sensación interna es que no paré de trabajar, pero en realidad la mayor parte del tiempo me lo pasé entrando y saliendo en mi cubículo y cerrando la puerta para hacer llamadas que luego no hacía porque no me atrevía a llamar a las personas con las que tenía que hablar. Todo lo más que conseguía hacer era quedarme con la mirada fija en la pared, ensimismada. Vamos, que si me hubiese ido a casa un rato, no habría pasado nada. Y me habría sentado muy bien.
Mi equipo, milagrosamente y pese a mi incompetencia, lo hizo bastante bien y consiguió que el lunes por la mañana el sistema se mantuviese medianamente funcional. Con alfileres pero en marcha. La que no funcionaba era yo. Nadie sabía que me había quedado a dormir allí la noche del domingo al lunes, la puerta del cubículo la tenía cerrada y yo no me acababa de decidir a salir. No eran ni siquiera las siete cuando empecé a oír las primeras voces en el piso de arriba, compañeros que habían llegado al trabajo mucho antes de su hora para intentar resolver cosas que habían dejado a medias el viernes porque el sistema no les funcionaba. Desde mi cubículo los oía comentarlo, ¡y quejarse! A las siete y media, empezó a sonar el teléfono. No me atrevía a cogerlo, pero sí que junté fuerzas para abrir el correo electrónico y ver como la bandeja de entrada se iba llenando minuto a minuto de correos electrónicos que no tenía fuerzas para abrir. Era más sencillo seguir mirando a la pared y al reloj colgado. Igual que ahora en la cabaña, que me quedo atontada mirando el fuego de la chimenea, solo que ahora puedo pasarme así cinco o seis horas que sé que no va a pasar nada malo. Cinco o seis horas, por no decir dos días o una semana, todo el tiempo que me dé la gana.
A las ocho y media, me di cuenta de que mi reacción no tenía ni pies ni cabeza. Si seguía así, alguien acabaría por llamar a la puerta, y entonces qué haría, ¿seguir escondiéndome? Me decidí a salir y lo primero que hice fue irme directa al baño. Abrí la puerta del cubículo y, sin mirar ni a un lado ni a otro, crucé el pequeño pasillo, me metí en el baño y cerré la puerta. Mi situación había mejorado mucho, ahora estaba encerrada en el baño, pero al menos había conseguido salir del cubículo. Me lavé la cara y, delante del espejo, me convencí para ir a hablar con mis compañeros y con mi jefa.
No recuerdo muy bien los detalles. Muchas prisas, muchas llamadas, gestos serios, pero la cosa parecía que más o menos funcionaba. En fin, que mal que bien, pero la gente podía trabajar. Eso es lo que pienso ahora, que no fue tan trágico, pero aquel lunes fue como si se me fundiesen los plomos, no daba más de mí.