Sesenta metros cuadrados. Capítulo 19

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DIECINUEVE

Lunes, 25 de agosto

Ya está bien de hablar de trabajo; no me he puesto a escuchar la grabación que hice el otro día, pero lo que recuerdo es que no paré de darle vueltas al tema de la empresa, como si estuviese obsesionada con eso cuando en realidad sucede todo lo contrario, que cada vez me acuerdo menos. Hoy, mejor hablo de otra cosa, por ejemplo, de los experimentos que estoy haciendo con mis recuerdos. Empecé el viernes por la noche. Y sin querer. A eso de las once me dio la sensación de que tenía un poco de sueño y me metí en la cama. Pero no tenía tanto sueño como creía, así que me puse a dar vueltas de un lado para otro de la cama hasta que me calmé. Si no tengo sueño, pues no tengo sueño. Y punto.

Los días han empezado a acortarse bastante y a las once de la noche hacía ya un buen rato que era de noche. Lo de que sea de noche a la hora de irme a dormir tiene la ventaja de que no necesito cerrar las cortinas para tener oscuridad artificial, y con las cortinas abiertas puedo ver el cielo desde la cama, un cielo con muchas estrellas a poco que no haya nubes. El viernes fue una de esas noches con estrellas, y además de descorrer las cortinas, abrí la ventana para que entrase un poco de fresco. Lo único que me asomaba fuera del edredón era la cara, de la nariz para arriba. Y en esas estaba cuando me acordé de las persianas. Si algo le falta a mi ventana son unas persianas. Me encantaría tener unas persianas como las de la casa de los abuelos en el pueblo, o como las de mi piso en Madrid. Persianas de las de toda la vida, de las que a veces se quedan atascadas. Persianas para poder bajarlas a tope, pero también para poder dejarlas un poco sueltas, llenas de agujeros por los que entre la luz por las mañanas.

Y así, con el cuerpo entero debajo del edredón, estirando y encogiendo las piernas en mi cama enorme, con la cabeza asomando y las mejillas frías del aire que entraba por la ventana, cerré los ojos y me puse manos a la obra a reconstruir, punto por punto, mi habitación en la casa de los abuelos en Sobradillo. Empezando por las sombras que los agujeros de las persianas hacían en las paredes y en el techo. La habitación tenía tres camas, cada una de ellas arrimada a una pared, y encima de cada cama había una ventana.

Cerrando los ojos y concentrándome en reconstruir la habitación se me fueron apareciendo en el recuerdo cosas que antes no estaban, detalles que hacía mucho tiempo que habían desaparecido de mi memoria. Por ejemplo, la mesilla de noche: en los cinco primeros minutos recordando la habitación, no había rastro de la mesilla de noche, estaban solamente las camas, el armario, las ventanas y las persianas. Pero de repente, de la nada, apareció en el recuerdo la mesilla de noche. Y no una mesilla de noche cualquiera, sino exactamente la mesilla que había al lado de mi cama, una mesilla de madera oscura, de la misma madera y del mismo estilo que el armario. Y al verla ahí, colocada al lado de la cama, en su sitio, con el mantelito de ganchillo y la lámpara de noche puesta encima, no me podía creer que me hubiese pasado cinco minutos recordando la habitación sin que apareciese en escena la mesilla de noche.

Con la atención puesta en la mesilla recién recuperada, intenté abrir el cajón con la mente, un pequeño cajón que se cerraba con una llave que siempre estaba puesta. Tenía curiosidad por recordar lo que había dentro. Veía la llave, veía el cajón, pero por más esfuerzo que hacía apretando los parpados contra los ojos, el cajón no se abría. No tenía prisa; si el cajón no se abre, será cuestión de insistir, y es que el gran descubrimiento que estoy haciendo es que mi memoria es elástica, que mis recuerdos se hacen más profundos y detallados cuando empiezo a poner un poco de atención en ellos. Quizás eso es una cosa bien sabida que le pasa a todo el mundo, no lo sé, el caso es que yo no me había dado cuenta hasta ahora.

El cajón no se abría y dirigí mi mirada, mi atención, a la ventana que había encima de la cama de mi hermana, a ver si por esa zona de la habitación también aparecía algo nuevo, igual que había aparecido la mesilla al lado de la cama. Y sí, empezaron a aparecer más cosas. De pronto, vi ahí colgado el póster de Miguel Bosé, el Miguel Bosé de la época de Super Superman. Podía ver la cara joven y el pelo largo de Miguel Bosé como si tuviese el póster a un palmo de distancia, y pronto el detalle con que lo veía se contagió al resto de la escena: la cama, la ventana, las persianas y las cortinas, unas cortinas que tampoco estaban antes, pero que ahora no podía dejar de ver porque siempre habían estado allí, en la habitación del pueblo, unas cortinas de un color gris muy claro, casi blanco, con un estampado de flores violetas y rojas.

Volví a apretar los parpados contra los ojos, a ver si se me aparecía algo más ahora que había conseguido sintonizar con recuerdos en alta resolución, y de repente vi la silueta de mi hermana debajo de las sábanas. De lo primero que me percaté fue de sus pies, concretamente del pie izquierdo, que le asomaba fuera de la sábana. Pero no me detuve mucho porque al momento me entraron las prisas por ver la cara de Inés. Mi atención, mi mirada, recorrió su silueta tapada por la sábana y llegó hasta el cuello, la cabeza y el pelo. Inés estaba acostada de lado, dándome la espalda, y por el tamaño de su silueta, y el corte de pelo que llevaba, deduje que más o menos tendría siete años en ese momento. No más.

Estuve así un buen rato, observándola dormir, pensando que me habría gustado pillarla durmiendo mirando hacia el otro lado para poder verle la cara. Hice un intento de cambiar de perspectiva. Y es que si todo esto estaba ocurriendo dentro de mi cabeza, no debería de ser difícil mirar a mi hermana desde otro punto de la habitación y así poder ver su rostro. No debería de ser difícil, pero sí que lo era, por no decir imposible; podía poner mi atención en cualquier punto de la habitación, pero mi mirada partía siempre del mismo lugar: desde mi antigua cama.

Cuando me cansé de intentar lo del cambio de perspectiva, desvié la atención a la pared en la que estaba el armario. Se me ocurrió que si conseguía abrir con la mente la puerta del armario, podría ver mi ropa de aquellos años, por ejemplo, aquel chándal verde con rodilleras marrones. Pero se me resistía, lo de abrir puertas o cajones parecía tan imposible como lo de cambiar la perspectiva desde donde mirar la habitación. Y en esas estaba, intentando abrir el armario con todas mis fuerzas, cuando de repente oí la voz de Inés:

—Laura, ¿estás despierta?

Entonces miré hacia ella y la vi, se acababa de dar la vuelta y estaba mirándome con un poco de miedo en la cara. A la sorpresa de oírla y verla de repente, de ver su cara de niña de siete años con tanta nitidez, se unió otra sorpresa aún mayor: oír mi propia voz, mi voz de entonces:

—Sí, llevo un rato despierta.

—¿Y no te da miedo la tormenta?

¿La tormenta? Hasta ese momento, hasta que mi hermana me había hablado, el recuerdo, aunque se iba haciendo más y más detallado, era un recuerdo silencioso, como un dibujo o una foto de nuestra habitación en la casa del pueblo. Pero en el mismo instante en que mi hermana abrió la boca, el recuerdo se convirtió en algo más parecido a una película. Ahora no solo había imágenes, sino también sonido y movimiento; entre otras cosas, el sonido de la lluvia y de los truenos. ¡Y por supuesto que me daba miedo la tormenta!

A partir de ahí, la escena en la habitación dejó de pertenecer a una época tan amplia y difusa como «mi infancia» y pasó a ser el recuerdo de un día muy concreto, el día en que una tormenta dejó sin luz al pueblo durante casi una semana, el mismo día en que un rayo le cayó a Torrija, la perra del tío Darío, el hermano del abuelo. Además, desde que Inés había hablado, yo había perdido toda la iniciativa en el acto de recordar: ya no tenía que hacer ningún esfuerzo desde mi cama en la cabaña de Jokkmokk, ya no me hacía falta apretar los parpados contra los ojos y fruncir el cejo para dibujar los contornos y los detalles de aquella habitación; ahora, el recuerdo brotaba espontáneamente dentro de mi cabeza, como un manantial, y mi única labor era la de continuar recordando con los ojos cerrados. Y las palabras, las de mi hermana y las mías, eran las palabras de entonces, no palabras nuevas que se me estuviesen ocurriendo a mí ahora, o al menos esa es la sensación que a mí me daba.

Era sábado por la mañana. Habíamos llegado al pueblo el viernes a la hora de cenar y nos íbamos a quedar hasta el martes. Era el puente de mayo. En aquella época, mamá todavía no había tirado la toalla en su lucha por llevarme con ella a las excursiones, así que ese era el plan para el sábado: iríamos de excursión con el club de senderismo mi madre, mi hermana y yo. Mi padre, como siempre, se quedaría en el pueblo, haciendo recados, charlando con los unos y los otros, leyendo, echando la siesta… Nuestra excursión estaba planeada para pasar fuera el día entero. Llevaríamos cantimploras, bocadillos, frutas, nueces y, por supuesto, chocolate, y no regresaríamos a casa hasta las siete o las ocho de la tarde. Solo de pensarlo se me cansaban las piernas y me moría de aburrimiento. Pero la tormenta lo cambiaba todo. Con una tormenta así, no se podía ir de excursión.

Salí de la cama de un salto y me di cuenta de que mis piernas eran más cortas de lo normal. Claro, las piernas de una niña de nueve años. La que reflexionaba sobre el asunto de que las piernas fuesen cortas era yo, la mujer de treinta y cinco años que estaba tumbada con los ojos cerrados en la cama de una cabaña en Jokkmokk. Sin embargo, mi otro yo, la niña de nueve años, no le dedicó ni un segundo de pensamiento a sus piernas, que tenían el mismo aspecto que el día anterior. La niña de nueve años estaba un poco asustada porque con cada trueno retumbaba la casa entera, y por eso salió, salí, de la cama de un salto para ir a ver si papá y mamá estaban despiertos. Y si no lo estaban, despertarlos. Inés se vino detrás de mí y, en cuanto abrimos la puerta de nuestra habitación, nos dimos cuenta de que todo el mundo andaba ya levantado menos nosotras.

—Hijas, se está inundando el salón, poneos ahora mismo las zapatillas. Pero no las de andar por casa, que se os van a mojar, poneos las deportivas.

Ahí estaba mi madre, ¡ni más ni menos que mi madre!, con el pelo recogido, un cubo en una mano y unas toallas en la otra.

—¡Venga, no os quedéis ahí pasmadas!

Regresamos a la habitación a ponernos las deportivas y después fuimos al salón a ver la inundación. Una gotera, que llevaba años seca, se había reactivado, seguramente porque el viento y la lluvia habían movido de sitio alguna de las tejas, y se estaba colando agua por donde no debía. Pero la tormenta seguía descargando con fuerza y no se podía salir a colocar las tejas.

Todo el mundo estaba despierto: nosotras, mis padres, mis abuelos, incluso mi tía Carmen y mi primo Rafael, que también habían venido a pasar el puente de mayo. Voces por aquí, voces por allá, mucho ajetreo. La inundación tampoco era para tanto, pero lo de que estuviésemos todos despiertos un sábado a las ocho de la mañana y que el suelo del salón estuviese lleno de toallas era bastante divertido. Y yo ya iba viendo que de excursión nada de nada.

Perdí completamente el control de mi recuerdo y lo único que hacía era dejarme llevar. Era como estar viendo una película en la que todo iba ocurriendo tal y como había sucedido hace veintiséis años. O al menos esa es la sensación que tenía. Pero no sé, ¿quizás la mitad de las cosas me las he inventado sin darme cuenta? ¿O quizás no? ¿Y si resulta que en mi cerebro se van almacenando todas las conversaciones y los tonos de voz? También las formas y colores, los olores, las secuencias de acciones, las miradas de enfado, los besos de mi abuela, tantas y tantas cosas. ¿Y si puedo hacer que todo salga a la luz tan solo con un poco de esfuerzo?

Mi mente empezó a desdoblarse; por un lado, seguía viendo a todo color y en estéreo la película de aquella mañana de tormenta en Sobradillo, desarrollándose sin prisa pero sin pausa tal y como la viví aquel día, y por otro lado, me surgían estos pensamientos que desde mi cama en Jokkmokk analizaban lo que me estaba pasando y me metían prisa para ponerme a recordar esto, lo otro y lo de más allá. Y por distraerme, por ponerme a anticipar otros posibles recuerdos que querría revivir, empecé a notar que el recuerdo de la mañana de la tormenta iba perdiendo fuerza. Veía como mi abuelo movía los labios, pero no podía oír su voz, o me giraba para ir hacia la cocina a por unas galletas y resulta que el salón ya no tenía puerta. Se me estaba desdibujando el recuerdo, estaba dejando marchar ese recuerdo tan nítido por ansia, por ponerme a pensar en otros recuerdos que querría tener. Y entonces me dije, quiero decir, una tercera voz apareció en mi desdoblamiento para poner orden y me dijo: «Laura, céntrate en lo que estás y vuelve al salón con tu familia, que hace mucho tiempo que no la ves».

Así que dejé de fantasear con los siguientes recuerdos que querría desempolvar y me dejé llevar, ya sin ninguna resistencia, por el recuerdo en el que estaba instalada: la tormenta, el desayuno con Cola Cao y galletas, el jersey de lana encima del pijama de manga corta que hacía que me picasen los brazos, los gruñidos del abuelo subido a una escalera desmontando la lámpara, no fuera a ser que se cayera por la gotera. Y al poco rato me dormí. Profundamente.

El sábado me desperté más tarde de lo normal. Y es que, aunque las primeras semanas en Jokkmokk dormía mucho, diez o doce horas cada noche, últimamente no necesito dormir tanto y he empezado a despertarme más o menos a la misma hora casi todos los días. A las siete. Y sin despertador, por supuesto. Pero el caso es que el sábado volví a darme una panzada a dormir como las de los primeros días y me desperté casi a las once, tan hambrienta que creo que eso fue lo que me despertó. Salté de la cama y me fui directa a la nevera. Lo que más me apetecía, aunque no lo tenía a mano, era un tazón de leche con Cola Cao y galletas campurrianas. Me tendría que apañar con mi desayuno sueco, que no está nada mal, pero apunté mentalmente que en la próxima compra le encargaré a Gunnar Cola Cao, o Nesquik, o lo que haya en Suecia que se le parezca

Mi desayuno sueco, el del sábado y el del resto de los días, comienza con una papilla de avena que se llama grot, o algo así. La papilla es un poco insulsa, así que le añado leche y mermelada. Voy alternando entre tres mermeladas, las tres de bayas. Una de color azul oscuro casi negro y por el sabor deduzco que es de arándanos, y otras dos que no tengo ni idea de qué son, yo creo que son bayas que no hay en España. Una es roja y se llama lingon, y la otra es naranja y se llama hjortron. Las tres me gustan, pero mi favorita es la naranja.

A la papilla de avena con sal, leche y mermelada, le añado también uvas pasas, pipas de calabaza y semillas de lino. Y para cuando me he terminado la papilla, ya tengo listo el café y paso a la segunda parte del desayuno: un café con leche, un zumo de naranja y dos tostadas. A una de las tostadas le pongo queso en lonchas y rodajas muy finas de pepino, y a la otra le pongo un huevo duro en rodajas y por encima del huevo una pasta salada que sale de un tubo que parece de pasta de dientes. El ingrediente principal de esa pasta salada son huevas de pescado, pero no sé de qué pescado.

Nunca me habría imaginado tomando desayunos así, yo que apenas desayunaba en Madrid, pero aquí en Jokkmokk, como Gunnar me compra exactamente las mismas cosas que se compra él mismo para su semana, eso incluye también los ingredientes de los desayunos. El segundo domingo que vino con la compra yo acababa de despertarme, estaba todavía en mi fase de dormir mucho, y como me vio tan dormida y supongo que con tan mala cara, me dijo que me sentase, que me fuese a duchar o que hiciese lo que quisiese, pero que me iba a preparar un buen desayuno, su desayuno de todos los días. Y a partir de aquel día, el desayuno de Gunnar se convirtió también en mi desayuno.

Es un poco raro esto de copiarle el desayuno a otra persona, sobre todo un desayuno con tantos ingredientes. Cuando me lo preparó Gunnar, me pareció que era mucha comida, que no podría desayunar tanto todos los días, pero vaya si puedo, van ya dos meses y no me he cansado. Ayuda mucho el no tener prisas y poder pasarme una hora desayunando. Y también el cenar pronto y salir de la cama con hambre.

Lo bueno de copiar un desayuno es no tener que pensar si voy a preparar una cosa u otra. Cada mañana sigo mi rutina y me encanta, lo disfruto incluso más que la variedad. Supongo que no siempre será así, pero ahora mismo lo tengo muy claro: elijo la rutina, aunque sea una rutina ajena. Lo gracioso es que lo que para Gunnar supongo que ha sido un proceso de muchos años, ir combinando unos ingredientes y otros hasta desembocar en su desayuno actual, a mí sin embargo me ha llegado de golpe. Según me ha contado, el último detalle que incorporó Gunnar a sus desayunos fueron las semillas de lino. Y fue hace tan solo unos meses. Tenía problemas de estreñimiento, y su hija Rebecka le recomendó echarle semillas de lino al yogur. Y oye, mano de santo. Incluso yo, que no tengo problemas de estreñimiento, he notado más regularidad en mis visitas al baño.

Pues eso, que estaba hablando de mis experimentos con los recuerdos y no sé muy bien cómo me he liado con esto de los desayunos y con lo bien que cago últimamente. Le estoy cogiendo confianza a grabarme y, aunque sé por dónde empiezo, luego no sé muy bien por dónde van a ir los tiros.

Mis experimentos con los recuerdos son la cosa más interesante que me ha ocurrido en mucho tiempo, más bien la única; por eso, estoy preocupada: por si no consigo repetir la experiencia. No puedo dejar de pensar en ello, me estoy obsesionando. Quiero volver a tener un recuerdo intenso y vivido como el del viernes, para poder tomarme colacaos con galletas y para hacer otras mil cosas, la lista de momentos que quiero revivir no para de crecer y sé que tantas expectativas no son buenas, que solo consiguen ponerme más nerviosa. Sospecho que para tener otra vez un recuerdo como el del viernes, lo que necesito es calma. Lo intenté el sábado varias veces por el día, y también por la noche, en la cama y con la ventana abierta, recreando el escenario perfecto de la noche anterior. No surtió efecto. El domingo decidí no intentarlo en todo el día y reservarme para la noche. Tampoco sucedió nada. Estuve recordando el viaje de fin de curso de tercero de BUP, y recordé bastantes cosas que creí haber olvidado, no me quejo, pero ni punto de comparación con lo del viernes. El recuerdo no se puso en movimiento.

¿Y hoy? Hoy ha sido un caos. Quería guardar las fuerzas otra vez para la noche, como hice ayer, pero no he tenido paciencia y me he sentado dos veces en la mecedora a intentarlo, una vez antes de comer y otra a media tarde. Y bastante rato cada una de las veces. Ha hecho un día estupendo de sol y, en lugar de irme de paseo, he perdido el tiempo intentado recordar el rincón de la biblioteca de la facultad donde me pasé tantísimas horas memorizando apuntes. Pero no ha habido manera: en lugar de centrarme en recordar, me ponía a pensar en mis compañeros de facultad, en las unas y en los otros, en qué andarán haciendo, en si los que eran pareja seguirán siéndolo y ahora tendrán niños o si las dos monjas que venían siempre juntas a clase seguirán siendo monjas.

Ahora estoy en la cama otra vez, hablando si parar, pero sin parar, y sin saber qué haré cuando deje de grabar: si lo dejaré pasar o si lo volveré a intentar. Lo mejor será que no me obsesione con el tema, que lo deje pasar por un tiempo. Y voy a salir de la cama porque no tengo sueño. Me voy al salón, a leer un rato y a escuchar música. Ayer Gunnar me instaló el tocadiscos y todavía no lo he probado. Las tres cajas con discos siguen en la sauna, pero hace un rato estuve curioseando una de las cajas y vi que había como quince discos de Pink Floyd, todos juntos. Y no es que me guste Pink Floyd, tampoco es que no me guste, la verdad es que no lo sé, no tengo ni idea de música y no sé si habré escuchado alguna vez una canción de Pink Floyd. Pero al menos me suena el nombre del grupo. Del resto de discos de la caja no puedo decir lo mismo, no me suenan ni lo más remotamente. He sacado los discos de Pink Floyd de la caja, me los he llevado al salón y hace un rato he estado ordenándolos cronológicamente con la fecha que pone en la parte de atrás de cada disco. Voy a poner el primero de todos, The piper at the gates of dawn, que tiene un título tan raro que me lo he aprendido sin querer. A ver a qué suena.

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