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VEINTICUATRO
Viernes, 10 de octubre
¡Está nevando! Ha debido de empezar a nevar mientras estaba de espaldas a la ventana, pelando patatas para la tortilla. Pero he dejado las patatas a remojo en agua, que esperen, que yo voy a ver la nieve. Y voy a pausar esto para abrigarme un poco.
Atención, radio Laura informa: después de diez minutos abrigándome, que tiene tela lo que se tarda, retomo la grabación desde el porche de la cabaña. Está nevando bastante y se ha puesto todo el suelo blanco en un momento. La grabadora la llevo metida en la manga del anorak para que no se me llene de nieve, así que no sé qué tal se escuchará esto después. Total, qué más da, todavía no me he puesto ni un día a escuchar lo que llevo grabado hasta ahora, ni creo que lo haga, miedo me da. En fin, ¡que está nevando!, y que voy a ver si se ha helado el río por el frío. Creo que no porque me parece que oigo el ruido del agua, aunque es cierto que se oye menos que otros días.
Es raro lo de notar la nieve cayéndome encima, no estoy nada acostumbrada. Pero me gusta el sonido de las botas al pisarla. En Madrid apenas nieva y cuando lo hace desaparece rapidísimo, así que casi que ni cuenta. La vez que más nieve he visto fue en un puente de diciembre en el que Marcos y yo fuimos a Berlín. Nos cayó una nevada enorme, y los puestos de Navidad parecían sacados de un cuento. Estuvimos cuatro noches y nos quedamos a dormir en casa de Carlos, un amigo de Marcos, de los tiempos del instituto, que llevaba viviendo allí unos cuantos años. Se había ido de Erasmus a Berlín y se quedó allí haciendo un máster y luego trabajando en una empresa de suministros para Volkswagen, y ahí sigue. O seguía, porque la verdad es que desde hace dos años, desde que lo dejamos, no sé nada de él. Ni de él ni del resto de amigos de Marcos. Lo cual no deja de ser un poco extraño. No sé, tampoco es que los viese todos los días, pero sabía de ellos, estaba enterada de unas cosas y de otras, de si conseguían un curro o si lo perdían, de si seguían tratando de ligarse a la misma chica de siempre o si de repente se casaban con otra, mil cosas, algunas importantes y otras auténticas chorradas, y ahora es como si se los hubiese tragado la tierra. Pero tengo que reconocer que soy yo la que se alejó, no tenía tempo para quedar con ellos, ni para quedar con ellos ni para nada, y lo de no tener tiempo viene de lejos. Por ejemplo, pensando en el viaje a Berlín, recuerdo que yo estaba a tope de trabajo, antes y después del puente, y que estaba empeñada en que nos fuésemos a dormir a un hotel para estar más tranquilos y a nuestro aire. Pero Marcos se cerró en banda, la idea del viaje a Berlín había sido de Carlos, que llevaba años invitándonos a pasar unos días con él allí, así que no podíamos decir, así de repente, que nos íbamos a un hotel. Yo opinaba que sí, que claro que podíamos, pero en fin, era Marcos el que era el amigo de Carlos y fui yo la que cedió. Eso sí, insistí hasta el final, y es que yéndonos al hotel tendríamos tiempo para estar los dos solos, que falta nos hacía. Sí, vivíamos juntos, pero apenas pasábamos tiempo juntos.
Mentirosa. Estás mintiendo y lo sabes. ¿Y qué necesidad tengo de mentirme a mí misma? Todo eso de ir a un hotel para pasar más tiempo juntos dicho así suena muy bonito y sensato por mi parte, pero luego lo que habría pasado es que yo me habría llevado el portátil del trabajo al viaje y me habría puesto a contestar correos electrónicos desde la habitación. De hecho, eso es lo que hice, al final me acabé llevando el portátil a Berlín y contestando correos electrónicos desde la casa de Carlos. Pero por lo menos ahí Marcos estaba acompañado. Si hubiese hecho eso mismo desde la habitación de hotel, con Marcos dando vueltas a mi alrededor y quejándose, con razón, de que debíamos estar en casa de Carlos, habría sido mucho peor.
Pero quitando esas discusiones mientras preparábamos el viaje, con el asunto de si hotel o no hotel, la verdad es que recuerdo los días en Berlín con mucho cariño, incluso el recuerdo de mí misma encerrada en la habitación mientras Marcos y Carlos se tomaban unas cervezas, visto así en la distancia, me da ternura. Porque me controlé bastante y no estuve enganchada más de un par de horas cada día. El resto del tiempo estuve con ellos. Carlos trabajaba por el día, así que Marcos y yo nos íbamos a dar una vuelta por la ciudad y luego quedábamos con él. Recuerdo que lo pasamos muy bien y que nos reímos mucho. Y pierdo la cuenta del número de cafés y chocolates calientes que nos bebimos; hacía tanto frío que cada poco estábamos entrando en algún sitio para tomarnos algo y así entrar en calor. Al principio, cafés y chocolates normales, pero a medida que avanzaba el día nos pasábamos a los cafés irlandeses, que calientan aún más. Para cuando salía Carlos del trabajo, ya íbamos bastante contentos. Luego, hacíamos un stop en casa de Carlos para descansar un poco, comer algo y prepararnos para salir por la noche. Ese es el rato en el que yo me encerraba a mandar los correos electrónicos, con dos o tres cafés irlandeses ya en el cuerpo.
Y sí, salíamos por las noches, creo recordar que salimos las cuatro noches que pasamos allí, como si tuviésemos otra vez veinte años. Que ni siquiera a los veinte años salía yo cuatro noches seguidas, como mucho viernes y sábado y gracias. Berlín fue una especie de estado de excepción. Si hubiésemos estado en Madrid, me habría quedado en casa trabajando y habrían salido ellos. Que de hecho es lo que sucedía muchas veces. Cuando Marcos y yo vivíamos juntos y Carlos venía de visita desde Berlín, en principio, se quedaba a dormir en casa de sus padres en Alcorcón, pero más de una noche, y más de dos y de tres, acababa durmiendo en el sofá de nuestra casa. El plan solía ser que quedaban los de la panda del insti a tomar unas cañas y la cosa se iba alargando. Quedaban con sus respectivas parejas, pero yo no me apuntaba casi nunca. Marcos aparecía por casa a las dos o las tres de la mañana, y Carlos se quedaba un rato más, con una copia de las llaves, y llegaba a casa a las cinco a las seis, más o menos tarde dependiendo de si había encontrado a alguien más que le aguantase el ritmo.
A veces, cuando él llegaba, yo ya estaba despierta, como un sábado de principios de enero de hace cinco años, antes de lo de Berlín. El viernes por la tarde me crucé con Marcos en el descansillo del ascensor, a mí me habían dado las mil en la oficina y, para cuando llegué a casa, él ya se estaba yendo. Me había avisado unos días antes de que Carlos acababa de llegar a Madrid y que iban a salir a tomar unas cañas con los del insti, pero a mí se me había olvidado. Nos dimos un beso rápido y recuerdo que le pregunté dos cosas: uno, si había cena en casa, y dos, si llevaba las llaves extras para Carlos. Sí y sí.
Empiezo a hablar y me atrapan los recuerdos, cada vez más y sin que yo los controle. No sé muy bien dónde me llevan. O sí que lo sé, pero no quiero saberlo, me da miedo ponerme a recordar ciertas cosas que tengo ahí encerradas bajo llave. Tampoco sé muy bien hacia dónde estoy caminando mientras hablo. He llegado hasta el río, que no se ha congelado, pero que tampoco suena tan fuerte como suele hacerlo. Y sigue nevando, quizás incluso un poco más que hace un momento cuando salí de casa. He caminado unos metros por la orilla del río, en dirección a Jokkmokk, y me he metido por un camino que creía que era el camino circular por el que suelo pasear cuando salgo a dar una vuelta corta cerca de la cabaña. Pero la nieve ha debido de confundirme porque lo que estoy viendo ahora mismo no me suena de nada: en el lado izquierdo del camino hay una cabaña más pequeña que la mía, de color amarillo y muy descuidada. Parece deshabitada. Estoy segura de que no la he visto antes. Si viviese alguien aquí, sí que podría decir que tengo vecinos, vecinos de verdad. Tengo que preguntar a Gunnar, o a Niklas, pero si viviese alguien aquí, ya me lo habrían dicho.
No, definitivamente, está abandonada; ahora que me acerco un poco más me queda claro, en esta cabaña no ha vivido nadie en años, ni siquiera como casa de vacaciones. Lo que sí se ve por la ventana son cajas de cartón con unas pegatinas con un logo que me suena mucho y no sé de qué…, pero me suena, un logo verde con una raya roja en medio, ¿de qué me suena?
Ya sé de qué, es el mismo logo que hay en las cajas que Niklas guarda en el trastero, vamos, en la pequeña cabaña al lado de la mía que usa de trastero. ¿Será también de Niklas esta cabaña?, ¿otro trastero? Pero esta parece demasiado grande como para ser un trastero, aquí podría vivir gente. Si estuviese cuidada, claro, me refiero a que por el tamaño podría vivir gente, pero no en estas condiciones. El logo imagino que será de la asociación esa de la que Niklas guarda el material, eso que me estuvo contando y que no me enteré de nada porque ese día tenía la cabeza espesa como unas gachas. Cuando le vea, le vuelvo a preguntar, y si no me entero le insisto, que si no me pongo en serio a preguntar por las cosas que no entiendo nunca voy a mejorar mi inglés. Bueno, ya, en lugar de cotillear la cabaña, lo que tengo que hacer es dar la vuelta y volver a casa antes de que nieve más aún. ¿O seguir un poco más? Creo que si continúo un poco más por este camino, acabaré por encontrarme con el camino circular de siempre. Voy a probar suerte.
Aquel día de enero, Carlos llegó a casa pasadas las siete de la mañana. La noche de antes yo me había despedido de Marcos en el descansillo, había entrado en casa hambrienta, me había comido la ración de lasaña que me tocaba y me había sentado un rato enfrente de la tele a ver cualquier cosa, lo que me pusiesen delante. Después, me senté un rato en el escritorio a ordenar los papeles que me había traído del trabajo y a planear las cosas que me iba a dar tiempo a hacer en el fin de semana: una lista de tareas para el sábado y otra para el domingo, no todo relacionado con el trabajo, sino también otras cosas variadas como ir a comer con los padres de Marcos el domingo, ir al súper o hacer la colada. Con la lista de tareas hecha, dormía más a gusto, sabiendo mejor qué cosas tenía por delante y, sobre todo, sabiendo a qué hora tenía que poner el despertador. Aquel día lo puse bastante pronto para ser un sábado, a las siete, y estaba en la cocina cuando oí el ruido de las llaves y apareció Carlos por la puerta. Marcos había llegado hacía ya unas cuantas horas y se había metido en la cama conmigo después de darse una ducha. En esa época, todavía se fumaba en los bares, así que para dormir conmigo la ducha era obligatoria. Me desperté un segundo cuando se metió conmigo en la cama y lo siguiente que recuerdo es el despertador sonando. Salí de la cama rápidamente para no molestar a Marcos y estaba empezando a desayunar cuando llegó Carlos como un zombi, teledirigido al sofá del salón sin ducharse ni ir al baño, ni tampoco a la cocina a por un vaso de agua. Pero asomé la cabeza por la puerta que comunicaba la cocina con el salón y, justo antes de que se tumbase, le pregunté si quería tomarse un café y unas tostadas conmigo. Y resucitó. En un momento, se le quitó la cara de zombi. Me dijo que él nunca le decía que no a la última, aunque la última fuese un café con tostadas. Se sentó a desayunar conmigo y me estuvo contando los detalles de la noche. Yo los conocía a casi todos, y a todas, eran al fin y al cabo la panda del insti de Marcos, pero era divertido oír hablar de ellos en boca de Carlos, que los miraba con sus ojos y no con los de Marcos y parecía como si de repente tuviesen personalidades nuevas.
No estaba descubriendo nada nuevo: Carlos siempre me hacía reír, me lo pasaba muy bien con él, y aquella mañana me dio hasta dolor de tripa de la risa cuando me empezó a contar cómo había intentado autoinvitarse a dormir a casa de Sandra, que siempre fue el pivón de la clase y que lo acababa de dejar con el novio. Me daba risa porque veía la escena perfectamente, y Carlos la relataba como si fuese una película, con todos los puntos y las comas de los diálogos. El intento fue en vano, y Sandra, al bajarse del taxi que cogieron juntos, despidió a Carlos con un abrazo muy cariñoso y un beso en la frente, ¡un beso en la frente! Sabina ha dejado muy claro lo que son los besos en la frente. Carlos siguió en el taxi, le preguntó al taxista su opinión sobre todo lo que había visto y oído, recibió un par de consejos, infalibles según el taxista, y le prometió que los usaría la próxima vez que se encontrase en una situación semejante.
Creo que fue en ese momento cuando empezó a írsenos la cosa de las manos, con esos consejos infalibles del taxista que Carlos decía que no me quería contar. Y luego, venga, va, te los cuento, me cambio de silla, me pongo enfrente y me inclino hacia ti. Me dijo un par de cosas al oído que no me atrevo a repetir ahora en voz alta, aunque aquí no me oiga nadie, y entre risas y más risas y no sé muy bien cómo, pero elcaso es que acabamos los dos en el sofá, quitándonos la ropa y a mí sin importarme que no se hubiese duchado y oliese a cenicero. Y Marcos durmiendo en la habitación de al lado sin enterarse de nada. O eso creo, que no se enteró de nada. ¡Espero! No, no pudo enterarse de nada. Y es que si se enteró de algo, lo disimuló muy bien los tres años siguientes, y tan bien no se puede disimular. Pero también es verdad que yo sí disimulé, no dije ni una palabra, y Carlos tampoco.
Cuando nos calmamos un poco, todavía en el sofá y desnudos, aunque ya tapados con la manta del Atlético de Madrid de Marcos, Carlos se llevó las manos a la cabeza y estuvo cinco minutos de reloj sin quitárselas, tapándose los ojos. Y yo mirándole, mirándonos, viendo la escena desde fuera y pensando que no podía ser verdad, que lo que acababa de pasar no podía haber pasado. Que yo le pusiese los cuernos a Marcos era impensable, que se los pusiese con Carlos, uno de sus mejores amigos, más aún, y además todo había ocurrido en el salón de casa con Marcos durmiendo en la habitación de al lado. Pero eso sí, por lo menos fuimos muy silenciosos.
Carlos llevaba bastantes copas encima y se caía de sueño, yo estaba sobria y fresca como una lechuga. Cuando se quitó las manos de la cabeza, me preguntó qué iba a pasar ahora, y yo le dije que no sabía, pero que, para empezar, y ante la duda, podíamos intentar que no pasase nada. Y eso pasó, que no pasó nada. Le acerqué la camiseta y los calzoncillos para que se los pusiese y le dejé lamentándose debajo de la manta del Atlético. Pero tampoco se lamentó mucho; en cinco minutos estaba dormido. Yo fui directa al cuarto de baño y en lugar de ducharme, que es a lo que iba, me metí en la bañera y me di un baño largo de esos que me encantan, pero que no me doy nunca. Y me puse a pensar. A pensar en lo que acababa de suceder y en que me había pillado completamente por sorpresa. ¿Completamente? Sí, completamente. De verdad que no me lo esperaba. ¿Qué iba a pasar? Es verdad que, después de aquello, no sucedió nada, pero en ese momento yo todavía no lo sabía. No sabía si iba a ser capaz de no decirle nada a Marcos, o de si Carlos sería capaz de guardárselo. A ver con qué cara y qué cuerpo se despertaba dentro de unas horas. Lo que también me estaba pillando por sorpresa eran mis ganas de pasar página sin que se supiese nada. La imagen que tenía de mí misma era la de ser una persona sincera y que si era infiel a mi pareja, cosa poco probable, lo primero que haría era decírselo. Pues a las primeras de cambio, a la primera oportunidad de demostrarlo, lo primero que se me pasó por la cabeza fue justo lo contrario, que ante todo Marcos no tenía que enterarse. ¿Quizás porque había sido con uno de sus mejores amigos? Quizás, pero la verdad es que no lo sé; visto lo visto, no sé cuál habría sido mi reacción si hubiese ocurrido con otra persona; qué sé yo, con algún compañero de trabajo. El caso es que eso no pasó nunca, aquella vez con Carlos fue la primera y la última vez que le puse los cuernos a Marcos en los ocho años que estuvimos juntos.
Me pasé en la bañera lo menos una hora y media, quitándome de encima el olor a tabaco y el olor a Carlos, rellenando la bañera de agua caliente cuando empezaba a quedarse fría. Bañándome, parecía que me limpiaba también un poco de la vergüenza que me daba lo que había hecho y sobre todo vergüenza por lo que había decidido hacer al respecto: no contar nada. No me daba cuenta, o sí que me daba cuenta, pero no quería verlo, de que llevar conmigo un secreto así iba a ser una losa que se me iba a ir haciendo más y más grande con el tiempo. Seguramente, hay gente a la que no le afecte tanto, que tira para adelante y ya está, que si se decide a ocultar algo, pues lo oculta y punto. Pero yo no soy una de esas personas, y tampoco resulté ser, y a las pruebas me remito, una persona sincera, como yo creí que era. Me quedé a medias, ni que sí ni que no, en el peor sitio para quedarse. No digo que pensase todos los días en ello, pero sí con bastante frecuencia, cualquier cosa podía hacerme saltar la vocecita interna de la culpa y reforzar la imagen de mí misma como una falsa y una mentirosa. Y eso no era nada bueno; por un lado, porque cada vez que me asaltaban esos pensamientos me sentía mal, evidentemente, pero por otro lado, y creo que esto fue lo peor de todo, porque me acostumbré a mentir. Ya era una falsa y mentirosa, así que ¿qué más me daba poner un poco más de mentira en mi vida?, mentiras menos importantes, pero mentiras al fin y al cabo. ¿Y quién ha dicho que las mentiras puedan tener diferentes tamaños? Una mentira es una mentira, y yo sin darme cuenta me fui acostumbrando a vivir con ellas, les abrí las puertas de mi vida, me acostumbré a mentir y mentía ya por vicio.
Ocultaba por ejemplo que había empezado a ir al gimnasio. Empecé por ocultárselo a Marcos, más que nada porque me apetecía ir sola. Sabía que Marcos enseguida me habría propuesto que fuéramos juntos, y yo no habría sabido decirle que no, pero también se lo ocultaba a mis padres, e incluso en el trabajo; si mentía en un sitio, tenía que ser consecuente y hacerlo también en los demás para que no hubiese contradicciones y que no me pillasen en un paso en falso. ¿Qué por qué me apetecía ir sola al gimnasio? Pues no lo sé, supongo que por el simple hecho de estar completamente a mi bola un momento al día, ponerme los auriculares y aislarme del mundo en la cinta de correr. Por aquel entonces, todavía trabajaba en la sala grande, rodeada de otras cincuenta personas y escuchaba conversaciones ajenas todo el día. Y siempre conectada a todo lo conectable, siempre disponible para quien me quisiese localizar.
Qué fuerte decirlo así, en voz alta, por fin, decirlo aunque no me oiga nadie: soy una mentirosa. O mejor dicho: he sido una mentirosa, porque la verdad es que desde que estoy aquí no miento, aunque no sé si es por falta de motivo o porque de verdad algo ha cambiado en mí. Y flipo que hayan tenido que pasar más de tres meses para ser capaz de decirlo en voz alta, pero mejor tarde que nunca.
Parece que caminar me ayuda para estas cosas, me hace sacar de dentro fantasmas que dejan de ser fantasmas al llamarlos por su nombre. Al menos, un poco menos fantasmas. Y creo que el viento frío y la nieve en la cara también ayudan. Pero ya va siendo hora de volver a la cabaña, por fin he encontrado el camino que andaba buscando y en cinco minutos estaré calentita. Ya volveré por aquí otro día que haga mejor tiempo.
No sé qué tal llevó Carlos lo de ocultarle una cosa así a Marcos, nunca hablamos de ello, pero me imagino que lo llevó mejor que yo, y es que es verdad que eran muy buenos amigos, pero no se veían todos los días ni compartían cama todas las noches. Aquel día se despertó resacoso a las tres de la tarde y comimos los tres juntos. Es verdad que estaba un poco tenso, los dos lo estábamos, pero apenas se le notaba, y de ahí en adelante el resto de las veces que nos vimos estuvo completamente normal, por ejemplo, los días en Berlín.
Berlín. Yo estaba muy nerviosa antes del viaje, y cuanto más se acercaba la fecha, más nerviosa me ponía. Ahora que ya he dicho en voz alta lo que no me creía capaz de decir, también puedo contar que lo de estar tan empeñada en que nos fuésemos a dormir a un hotel era más que nada por evitar situaciones incómodas con Marcos. Me daba miedo lo que pudiese pasar. Una cosa era vernos un rato en un bar de Madrid, vale, o que se quedase a dormir en casa una noche de vez en cuando, pero cuatro días juntos en Berlín eran quizá demasiado y en algún momento Marcos podría notarnos raros y sospechar algo. En fin, miedos innecesarios, porque los días en Berlín fueron muy divertidos y apenas pensé en el secreto que guardábamos Carlos y yo. De hecho, lo que más recuerdo de ese viaje es lo pasionales que estuvimos Marcos y yo, mucho más de lo que era habitual en nosotros. Carlos se iba al curro, sus compañeros de piso se iban a sus trabajos o estudios o lo que fuese, y el caso es que nos quedábamos solos en la casa, despertándonos sin prisa, haciendo el amor todas las mañanas que estuvimos allí, duchándonos juntos, masturbándonos en la ducha, besándonos por las esquinas de la casa. Muy fuerte. Y también en la calle: besándonos en los semáforos hasta que se nos volvían a poner en rojo, sentándonos muy cerca el uno del otro en cada cafetería en la que entrábamos.
Luego, volvimos de Berlín y nos olvidamos de todo eso. A mí me fue comiendo el trabajo, el llegar a casa tardísimo, las montañas de papeles que me llevaba a casa los fines de semana, las mentiras absurdas como la del gimnasio, y la indiferencia, sobre todo, la indiferencia. Tendríamos que habernos sentado a hablar de muchas cosas, tendríamos que habernos ido un mes de vacaciones juntos, sin teléfonos móviles ni ordenador, tendríamos que habernos parado a pensar en todo lo que teníamos, en todo lo que éramos juntos y no apreciábamos lo suficiente, tendríamos que, tendríamos que…, el caso es que no hicimos nada de todo eso que tan bien nos habría sentado hacer. Nos dejamos llevar, el tiempo fue pasando y, menos de un año después del viaje a Berlín, ya no estábamos juntos. Marcos me dejó, me lo dijo al volver del viaje que hizo en las vacaciones de verano, un viaje que hizo él solo y al que yo no quise ir, un mes haciendo senderismo por los Alpes en el que tuvo tiempo para ordenar sus ideas. A solas. Otro gallo cantaría si las hubiésemos ordenado juntos. Pero no quiero ponerme a pensar en eso, en cómo cantarían los otros gallos, hoy no.
No me dejó, me propuso que nos tomásemos un tiempo. Y me pareció bien. Estaba claro que había bastantes cosas que no funcionaban en nuestra relación. Pero fue irse de casa y quedarme claro que no iba a volver, no sabría decir por qué, pero lo tenía claro, no iba a volver y tampoco iba a ser yo la que fuese a buscarle a ningún sitio. Desde aquella despedida, solo nos hemos visto dos veces más. No sé si es normal que yo dejase, o que dejásemos, pasar una relación así. Cuando Gunnar me habla de Astrid, de lo mucho que la echa de menos, cuando me enseña fotos y me cuenta anécdotas y veo recuerdos suyos por toda la casa, pienso que seguramente Marcos y yo no nos queríamos tanto como ellos. Pero quizás no es eso. Sí que nos queríamos, al menos le quería todo lo que yo sabía querer a una persona, pero andábamos muy distraídos, yo sobre todo con el trabajo, y Marcos, aunque su trabajo en el instituto le dejaba las tardes bastante libres, con los mil planes que siempre tenía: con los amigos de la facu, con los del equipo de baloncesto, los del barrio, los del insti, los del colegio, ¡incluso los del colegio!, los primos… Y seguro que se me está olvidando gente, mucha gente. Siempre había alguien buscándole, o siempre andaba él buscando a alguien, era muy sociable y sabía conservar sus amistades, pero a veces parecía estar atrapado por un sinfín de inercias, la mayoría de las cuales ya existían antes de que yo apareciese en escena. Y se quejaba de que no tenía tiempo para estar en casa tranquilamente, pero no hacía nada por cambiar. En eso nos parecíamos, yo me quejaba de lo mismo, pero en mi caso era la relación con la empresa la única que yo cuidaba con fervor. Y en exceso. Incluso cuando estábamos juntos en casa muchas veces, estábamos, pero en realidad no estábamos, y de esto me doy cuenta ahora, porque en su momento, con todo visto tan de cerca, era difícil darse cuenta de las cosas. Nos queríamos, pero andábamos distraídos; teníamos un proyecto de vida juntos, pero se quedó a la intemperie, tambaleado y azotado por el viento que le llegaba en todas las direcciones.
A la intemperie estoy yo ahora mismo, en mitad de algo que empieza a parecerse demasiado a una tormenta de nieve y recibiendo el viento que me viene de frente y me hace sentir como si alguien me estuviese clavando agujas muy finas en la cara. Pero me he ido acercando poco a poco a la cabaña y apenas me quedan treinta metros para llegar. Y ahí estaré calentita y protegida. En el caso de Marcos y mío, no había cabaña a la vista donde protegernos. Nuestra casa, al menos, no nos sirvió para eso, pasábamos demasiado poco tiempo en ella.
Son lugares y son vidas diferentes, pero no puedo evitar comparar nuestra relación con la de Astrid y Gunnar, y para empezar con la comparación, hay que decir que su relación duró cinco veces más que la nuestra y que tuvieron tres hijos. Y la estabilidad que parece que tenían, al menos por lo que se ve en las fotos, que luego vete tú a saber. Muchas de las fotos las habían tomado en casa, en la misma casa, en una casa en la que supongo que pasaron muchísimo tiempo, aunque solo sea porque fuera hace frío y no dan ganas de salir. Claro que, si alguien ve nuestras fotos, las de Marcos y mías, quizás se pueda engañar por las apariencias y pensar que éramos una pareja que iba a durar siempre.
Por fin entro por la puerta de la cabaña y noto como el calor me pega en la cara, qué gusto, y también el sonido y el olor de la chimenea. Viva yo y mi brillante idea de dejar la chimenea puesta. Y ya está bien de grabar por hoy. Voy a quitarme toda la ropa mojada de la nieve y voy a ponerme otra vez con la tortilla. Lo de hacer una tortilla es una gran innovación después de los meses que llevo adaptándome a la compra semanal que me trae Gunnar. Por primera vez, he tomado la iniciativa y le he pedido unos ingredientes concretos, voy a seguir comiendo cosas de las de Gunnar, pero a partir de ahora también cosas mías.