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VEINTIOCHO
Lunes, 27 de octubre
A ver, un poco de tranquilidad, que ha llegado Gunnar como un torbellino y me ha sacado de la cama a las ocho de la mañana. Se acaba de ir y todavía estoy a ver si me entero de lo que ha pasado. Él ya había desayunado en su casa y nada más que ha querido tomarse un café, pero me ha costado que me dejase desayunar a mí. No sé dónde han quedado esos días tranquilos de principios del verano. Últimamente, cuando no es una cosa es otra. La semana pasada, el viaje; ayer, toda la tarde con Mahmoud y Gunnar viendo fotos, que se marcharon, qué sé yo, a las once de la noche, y hoy, de repente, Gunnar otra vez, de visita sorpresa, alteradísimo y contándome una historia rocambolesca de submarinos de guerra rusos y de que tengo que estar preparada por lo que pueda pasar.
Lo primero que quería enseñarme es cómo funciona el sistema de calefacción de la casa, que yo lo único que sabía es que hay una especie de sótano en el que está la caldera y al que se entra desde fuera de la cabaña, por unas escaleras que hay justo entre la ventana del salón y la de la cocina. Pero hasta hoy nunca había entrado ahí ni me había preocupado del tema, se encarga Gunnar, lo acordamos así desde el principio, no solo me trae la comida semanal y leña para la chimenea, sino que también se ocupa de que haya combustible y de mantener la caldera funcionando. Todo eso entra dentro del dinero que le doy mensualmente para que compre unas cosas y otras. Lo del combustible no es algo de lo que se ocupe todos los domingos, solo de vez en cuando dice que va a bajar a ver cómo va la caldera. Y a mí, como esas cosas me dan poca curiosidad, o ninguna, pues nunca le había acompañado. Pero hoy me ha pedido que bajase con él, quería que aprendiese a usar la caldera, y también que le ayudase a transportar sacos con combustible desde el coche hasta el sótano. Está mayor Gunnar, la verdad es que no suelo pensar en ello, pero viéndole coger los sacos, me he asustado un poco. Es tontería, porque sé que es él quien los ha comprado y quien los ha metido en el maletero del coche, pero una cosa es saberlo y otra cosa es verle doblarse con una mano puesta en los riñones. Le he dicho que parase, que ya lo hacía yo, y me he tenido que poner seria porque protestaba y me decía que no y que no, y yo que sí y que sí. Al final, he ganado yo. Bueno, a medias, porque ha salido de casa más rápido y ha sacado del maletero los dos primeros sacos él solito mientras yo me ponía los pantalones abrigados encima del pijama. Y las botas, la bufanda, los guantes, el gorro y el abrigo, el kit completo. Hace frío hoy. Miro el termómetro ahora mismo y pone que hace menos cuatro grados. Y ya casi son las doce del mediodía; a primera hora de la mañana, hacía más frío.
Los sacos eran bastante grandes, muy grandes, qué sé yo, ¿veinticinco kilos cada uno? Gunnar ha sacado dos del coche, y yo, otros cuatro; hemos bajado los seis sacos al cuarto de la caldera y he visto que ya había tres más allí dentro, uno de ellos abierto y a medio gastar, que es del que hemos sacado los palitos para rellenar la caldera, unos palitos pequeños que se parecen a esos palitos de pan que ponen en los bares con la típica tapa de salchichón o queso manchego, pero, en lugar de ser palitos de pan, son palitos de serrín prensado, o algo así. Hemos vaciado el saco que estaba abierto y con eso nos ha bastado para llenar la caldera. Le he preguntado a Gunnar y me ha dicho que con la caldera llena tengo como para tres semanas o un mes de calefacción y agua caliente, así que he echado un poco de cuentas. ¿Seis sacos más? Ahora, como mínimo, tengo combustible para un año. Más bien, año y medio, me ha corregido Gunnar.
¿Combustible para un año y medio?, ¿está loco?, ¿cuánto tiempo se piensa que me voy a quedar?, ¿y cuánto le ha costado la broma? Hemos salido del cuarto de la caldera discutiendo estas cosas; bueno, más bien yo protestando, y él diciéndome que me lo iba a explicar todo, que pronto lo entendería, que mejor estar prevenida, pero primero quería que le ayudase a meter en la cocina unas compras que había hecho, luego nos tomábamos otro café y él me contaba. ¿Unas compras? Ya me había traído la compra ayer, como todos los domingos, cuando vino a casa con Mahmoud, pero ayer, por no asustar al chico, no había querido traer todas estas cosas que ha traído hoy, lo menos diez bolsas que pusimos en la mesa de la cocina y unos bidones de plástico vacíos que dejamos en el suelo de la cocina.
Me puse a preparar el café, y Gunnar, a sacar cosas de las bolsas y a ponerlas encima de la mesa. En eso no quería que le ayudase, quería hacerlo él solo, así estaría todo en orden y sería más fácil explicarme para qué era cada cosa. Estaba muy raro, y yo estaba empezando a ponerme nerviosa. No hablaba con su ritmo tranquilo de siempre, parecía acelerado, y sobre todo daba la impresión de que no me escuchaba del todo cuando le hablaba y le hacía preguntas. Ha estado raro toda la mañana. Ahora se acaba de ir y no sé qué pensar, ni de su rareza repentina ni de todo lo que me ha estado contando.
Sentada esperando a que saliese el café, empecé a fijarme en las cosas que iba sacando de las bolsas y poniendo en filas encima de la mesa: latas de conservas, muchas latas de conservas, sobre todo de atún y de legumbres, pero también de verduras, de albóndigas, diferentes tipos de sopas… todo en latas. Y luego cosas que no son de comer: dos linternas, paquetes con pilas, una radio, un aparato grande y negro con una manivela, cerillas, unos palos alargados que parecían petardos y que luego han resultado ser bengalas, una manguera, un embudo, hilo de pescar y anzuelos, un hacha… Cuando ha sacado el hacha de una de las bolsas y la ha puesto encima de la mesa, a mí me ha entrado la risa, pero ni con esas me ha hecho un poco más de caso: él seguía a lo suyo, colocando las cosas en filas y, al mismo tiempo, tachando palabras de una lista que había traído en una libreta.
El café ya estaba listo, con leche y azúcar para mí y solo y sin azúcar para Gunnar, que ya había terminado de vaciar la última bolsa y se había ido un momento al coche a por una cosa que se le había olvidado, una cartera de piel de esas de profesor antiguo como la que tenía mi padre. La cartera estaba llena de periódicos y de mapas que puso también en la mesa. Y ya, por fin, le dio un sorbo al café y empezó a contarme qué es lo que pasaba.
Submarinos rusos. En los últimos días, se habían visto submarinos de guerra rusos en las costas suecas, muy cerca de Estocolmo, al menos un submarino, pero Gunnar estaba convencido de que eran muchos más. Había estado siguiendo las noticias desde el principio, justamente el mismo día que nos fuimos de viaje Mahmoud y yo con la excursión del instituto. Esos primeros días, en los periódicos y en la televisión no se hablaba de otra cosa; al parecer, una persona había visto algo que parecía un submarino desde una de las islas a las afueras de Estocolmo, y avisó a la policía, o al ejército, no sé muy bien. Las dudas son mías ahora al recordarlo, no de Gunnar, que parecía tenerlo todo muy claro. El caso es que ese aviso a la policía, al ejército o a quien fuese coincidió con unas escuchas que se habían hecho el día anterior: se había captado una señal de radio con una llamada de emergencia en ruso, así que las autoridades suecas estaban en alerta, y los militares tardaron muy poco en presentarse en la zona. Primero, un barco del ejército; luego, dos; después, se sumaron los helicópteros, aparecieron los periodistas… En fin, en un par de días, se había montado una operación de búsqueda que no se veía desde la Guerra Fría. Y alguien, alguien del Ejército o del Gobierno, había hecho unas declaraciones dando a entender que lo que estaban buscando era un submarino ruso averiado, ¡un submarino ruso en aguas suecas! Eso enfadó mucho a los rusos, porque una cosa es que los periódicos hagan especulaciones y otra cosa es que las autoridades suecas admitan que tienen sospechas de que han sido ellos.
Un general ruso, o un ministro, dijo que los suecos deberían de dejar de buscar submarinos rusos y preocuparse por buscar submarinos de algún país de la OTAN, que sería mucho más probable que los encontrasen. Eso era una manera de acusar a Suecia de ser cada vez menos neutral. Y es que yo no lo sabía, pero Suecia llevaba mucho tiempo siendo neutral, neutral en las Guerras Mundiales y neutral también entre los Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría. Una neutralidad siempre con matices; por ejemplo en la Segunda Guerra Mundial —y esto avergonzaba mucho a Gunnar—, Suecia había permitido que trenes alemanes atravesasen el país sin ser molestados ni recibir preguntas y, más tarde, en los años de la Guerra Fría, aunque algunos presidentes suecos como Olof Palme fueron muy críticos con la Guerra del Vietnam y con otras políticas imperialistas estadounidenses, la balanza de la neutralidad sueca se inclinaba claramente hacia el lado occidental, hacia la OTAN y los Estados Unidos. Suecia no formaba parte de la OTAN, pero sabía que si atacasen los rusos, la OTAN y los Estados Unidos acudirían en su ayuda. A cambio, los servicios secretos suecos compartían información con la CIA y durante un tiempo llegaron a mantener un archivo secreto en el que tenían fichados a los comunistas suecos, comunistas y otros activistas de izquierdas. Esto se descubrió a mediados de los años setenta, todavía en plena Guerra Fría, y fue un escándalo que no solo molestó a los soviéticos, sino también a muchos suecos, entre ellos a muchos votantes socialdemócratas, por ejemplo, a Astrid, la mujer de Gunnar: le parecía indignante que su propio Gobierno estuviese registrando las opiniones políticas de los ciudadanos para tener contentos a los norteamericanos. Pero Gunnar lo entendía, había que tomar partido, algún precio tenían que pagar por contar con la protección de la OTAN en el caso de que hubiese problemas con los rusos, y a diferencia de lo ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, donde fue una vergüenza haber apoyado a los nazis, a Gunnar le parecía que haberse puesto de parte de la OTAN y de los Estados Unidos en la Guerra Fría era elegir el lado bueno. Eso no quita que para muchas cosas Suecia sí que fuese neutral e independiente, por ejemplo, para acoger a norteamericanos que escapaban de su país porque no querían ir a la Guerra de Vietnam, como una pareja que se instaló en Jokkmokk: él había recibido una carta para reclutarse, y ella, su novia, había accedido a dejar el país con él. Eran más o menos de la edad de Gunnar y alquilaron una casa bastante cerca de la suya, la casa de unos tíos de Astrid. Venían de California y, según Gunnar, parecían dos hippies sacados de una película de hippies. Aprendieron sueco y tuvieron dos hijas que más o menos eran de la edad de Rebecka y de Sune. Las dos viven ahora en Estocolmo, y los padres también se han mudado allí para estar cerca de los nietos. Gunnar los echa de menos, han sido muchos años siendo vecinos y amigos.
Al hablarme de sus amigos de California, es como si se hubiese olvidado de los submarinos y de los rusos; incluso le cambió la cara y estaba más relajado, parecía otra vez el Gunnar de siempre: contándome historietas, enlazando unas con otras, los ingredientes de la comida de Acción de Gracias que celebraban todos los años con los californianos con las anécdotas de una excursión de una semana que hicieron con ellos por el Camino del Rey, esa ruta de senderismo de más de cuatrocientos kilómetros de norte a sur de la que me habló Hanna la semana pasada y que pasa por Kvikkjokk. ¡Y yo todavía sin ir al dichoso Kvikkjokk! Cogió uno de los mapas que había puesto encima de la mesa, me pidió un bolígrafo y empezó a dibujar con mucho cuidado el Camino del Rey. En estas, mientras murmuraba en voz alta los nombres de los pueblos por los que pasaba el camino y los iba uniendo en una línea, se acordó de que no había traído los mapas para eso, que lo que quería era hablarme de los rusos, de los submarinos, de la OTAN y de los campos de maniobras militares en la zona de Jokkmokk, y volvió a coger el hilo.
A ver, que yo también quiero ser capaz de coger el hilo ahora, que no es fácil. Ha sido un montón de información nueva para mí y me he sentido como Hamed cuando la Tía le daba clases de geografía e historia y le hablaba de las relaciones entre unos países y otros. Vale que no es lo mismo, que yo he ido al instituto y he estudiado en la universidad, incluso dos carreras, pero en estas cosas de política suelo perderme mucho, y cuando intento poner un poco más de atención, siempre me quedo con la sensación de que las claves para entenderlo todo no las cuentan, como si las hubiesen explicado en el telediario del día anterior y yo me lo hubiese perdido. Me suenan las cosas, claro, sé lo que fue la Guerra Fría, sé quién es Vladímir Putin y sé que ha habido una guerra en Chechenia, pero que no me pregunten dónde está Chechenia o de qué iba esa guerra. Y del conflicto de Ucrania, que Gunnar lo ha mencionado como veinte veces, quiero recordar que vi algo en algún telediario antes de venirme para acá: gente protestando en una plaza, imágenes de policías…, pero ni idea de quién protestaba y por qué o de si los policías eran buenos o eran malos; estaba yo aquellos días como para enterarme de algo, veía el telediario todas las noches mientras cenaba, pero mi cabeza estaba bloqueada, cerrada, llena de niebla.
Volviendo a lo de Ucrania, todo lo que sé del conflicto es lo que acabo de aprender hoy, lo que me ha contado Gunnar. Y en su explicación, la cosa esta muy clara: la culpa, toda la culpa, la tiene Rusia, en concreto Putin, el presidente, que se dedica a hacerse fotos a pecho descubierto en la nieve, pescando en los ríos helados o cabalgando encima de un oso. Yo no había visto esas fotos, pero Gunnar las ha impreso y las ha traído junto a los recortes de periódico y los mapas; dice que las ha traído porque esas fotos son clave para entender las cosas que están pasando. Me dice que mire bien a Putin cabalgando encima del oso y luego me lo imagine sentado en una mesa negociando tratados internacionales, pues eso, así pasa lo que pasa, que desde hace unos años, las cosas están cada vez peor con Rusia, y él está muy preocupado. Aunque en parte tiene razón el general ruso, o el ministro, ese que dijo que los suecos mejor harían en buscar submarinos de algún país de la OTAN, por ejemplo, submarinos holandeses. Y es que hace poco estuvieron haciendo unas maniobras conjuntas en el Báltico el ejército holandés y el ejército sueco, con varios barcos y también submarinos. Tienen razón los rusos en acusar a Suecia de ser cada vez menos neutral, pero es que, según Gunnar, no queda otra. Rusia está cada vez más agresiva, basta con ver lo que está pasando en Ucrania, con la anexión de Crimea y con los soldados rusos entrando a escondidas en la región de Dombás. Tarde o temprano, Suecia acabará por entrar en la OTAN, y aunque no lo haga, tiene firmados tratados de colaboración y participa en las maniobras militares como si fuese un Estado más de la OTAN.
Hablo de todo esto en voz alta, tomando prestadas las palabras de Gunnar, y me doy cuenta de que me faltan conocimientos y criterio para juzgar si lo que dice tiene sentido o si está exagerando mucho; además, no tengo manera de informarme, aquí no hay televisión ni internet. Por ejemplo, la foto de Putin cabalgando encima de un oso me dio la impresión de ser un montaje que Gunnar ha tomado por realidad. Sí, podría poner la radio que me ha traído en el kit de emergencias, pero de poco me va a servir si hablan en sueco. Tiene que estar exagerando, no puede ser que de repente estemos a punto de que estalle una guerra, aquí en Suecia, en Jokkmokk, aquí que no hay casi ni gente; ¿a qué iban a querer venir los rusos? La próxima vez que me acerque al centro a ver si me acuerdo y me paso por la biblioteca; supongo que tendrán ordenadores donde pueda usar internet y así me informo yo directamente de si la cosa es tan grave como dice Gunnar, que seguramente no lo será, aunque, según él, los periódicos no se atreven a escribir abiertamente sobre la gravedad del asunto. Qué sé yo, el caso es que ahora mismo la mesa de mi cocina está llena de latas de conservas y que tengo combustible en el sótano como para mantener la cabaña caliente durante año y medio.
Gunnar me intenta convencer de que no me deje engañar por la apariencia tranquila de Jokkmokk, apenas hay gente, es verdad, pero estamos al lado de una zona de entrenamientos de la OTAN. Sí, aquí en mitad de la nada, quizá precisamente por eso, por ser una región casi deshabitada y muy al norte, a los militares les parece un sitio estupendo para jugar a la guerra. Y para eso eran los mapas que había traído y que teníamos encima de la mesa mientras nos tomábamos el café: quería enseñarme dónde está la zona militar, una zona reservada para que el ejército pueda hacer uso de ella en cualquier momento; en principio, el ejército sueco, pero en la práctica también muchos otros ejércitos de países de la OTAN que vienen aquí a hacer maniobras. Incluso empresas privadas, empresas de armas que necesitan un sitio donde probar sus nuevos aviones, o radares, misiles, bombas, de todo. El Estado sueco alquila la zona de maniobras como quien alquila un palacio de congresos. Y que conste que a Gunnar esto no le parece mal, sale muy caro mantener un ejército propio, así que bienvenidos sean los ingresos extras. Además, le tranquiliza que los ejércitos de países de la OTAN estén por aquí y que colaboren codo con codo con el ejército sueco, por mucho que a los rusos no les haga gracia.
La zona militar ocupa partes de tres municipios: Jokkmokk, Älvsbyn y Arvidsjaur, lleva en activo desde los años cincuenta y es una institución en la zona, como las centrales eléctricas. Pero últimamente están haciendo ampliaciones, así los aviones pueden volar distancias más largas y se pueden lanzar misiles de más recorrido. Según Gunnar, la zona de maniobras ampliada es enorme, la más grande de Europa, tiene forma de ele y llega hasta la frontera conjunta con Finlandia y Noruega, el punto más al norte de toda Suecia, un lugar que se llama el Montículo de las Tres Naciones, el lugar donde los tres países se encuentran. Me lo ha dibujado todo en uno de los mapas que ha traído: las dos zonas militares, la original y la ampliación, y también ha puesto una cruz en el lugar donde está la cabaña. Mi cabaña ¡está casi al lado! Qué fuerte. ¿Y si salgo de paseo y me meto dentro de la zona militar?, ¿hay carteles avisando?, ¿y si me cae una bomba? Es lo primero en lo que he pensado. Pero no, Gunnar me tranquilizó y me dijo que, aunque en el mapa dé la impresión de estar casi al lado, al parecer está a bastantes kilómetros. Además, a diferencia de la zona militar tradicional, que siempre está en uso, la nueva zona ampliada solo la activan de vez en cuando, y cuando van a usarla, avisan con tiempo y evacuan a la gente que vive dentro.
Gunnar conoce a dos hermanos samis que viven en mitad de la zona de maniobras ampliada, y no es que tengan ahí la casa de veraneo, es que viven allí todo el año. Ya son mayores, no tanto como Gunnar, pero poco les falta. El caso es que de repente les llaman del Ejército y les dicen que les tienen que evacuar de sus casas porque van a hacer maniobras militares. Hace unos meses, en pleno invierno, en febrero o en marzo, el mayor de los dos hermanos se presentó de visita en casa de Gunnar. Pasaba a ver si Gunnar estaba en casa. Y estaba, claro que estaba, y casualmente, mira por dónde, a punto de preparar un café. Puso más agua en la cafetera y se sentaron el uno enfrente del otro en la mesa de la cocina. No había estado allí desde la muerte de Astrid, de la que por cierto era familia lejana. Le preguntó por los hijos, por los nietos, por un amigo común al que llevaba tiempo sin ver. Y Gunnar, a su vez, se interesó por el hermano, por los renos del hermano, por su operación de cadera, por cómo estaban pasando el invierno. Entonces, es cuando él le contó que les habían evacuado de su casa. Le costó decirlo, por lo que sea parecía que le daba un poco de vergüenza contarlo, ¿quizá porque habían aceptado el dinero de la compensación? Pero qué iban a hacer, no tenían elección, podían no haber aceptado el dinero, pero, aun así, habrían tenido que irse unos días de sus casas. Unos días o unas semanas, en realidad, no saben cuándo van a poder volver, como tampoco les habían dejado claro el día concreto en que tenían que irse. Les avisaron en principio para un día, pero llamaron la noche de antes para decirles que todavía no iban a empezar con las maniobras, que hacía demasiado viento, y al día siguiente algo parecido, lo volvían a aplazar porque se anunciaba tormenta de nieve. Así estuvieron unos cuantos días. Al final, cuando mejoró el tiempo, cuando uno no quiere irse de allí porque el sol ilumina la nieve y se llena todo de claridad, justo entonces los llamaron para decirles que ahora sí, que iban a empezar con las maniobras y que tenían que dejar la casa.
Les dieron un alojamiento alternativo, un apartamento moderno, caliente y cómodo, pero también aburrido y bastante feo. Y una compensación económica por las molestias, calderilla si se compara con el dineral que el Estado debe de sacar por alquilar la zona militar, aunque no le dijo a Gunnar de cuánto dinero se trataba la compensación. Decía que se habían planteado rechazarlo, pero que al final su hermano le convenció de que harían el tonto si no lo aceptaban. Habían aceptado el dinero, pero igualmente estaban enfadados, y Gunnar lo entendía, a nadie le gusta que le saquen de su casa, sobre todo cuando llegan por fin los días luminosos de marzo, del final del invierno, pero también entendía que la seguridad de Suecia tiene que estar por encima de estas cosas, aunque esto no se lo dijo a su amigo. Terminaron de beberse el café, y Gunnar salió a despedirlo a la puerta, después fue al salón y se sentó a leer en internet sobre las maniobras militares.
Se le van las horas en internet. Esta última semana, con Mahmoud de excursión y con todo lo que ha pasado de los submarinos, se la ha pasado sentado delante del ordenador. Es verdad que también viendo la televisión, escuchando la radio y leyendo el periódico en papel del que es subscriptor, pero sobre todo navegando por internet: profundizando más en las noticias, mirando mapas, consultando blogs especializados, leyendo la información que publican las autoridades suecas sobre qué hacer en caso de crisis. Una información muy útil. Y se enfada porque está seguro de que nadie lee esa información, algún otro jubilado como él y poco más. La crisis no tiene por qué ser un ataque de los rusos o una guerra, puede ser un gran incendio, o una tormenta, un virus informático, algo que de repente deje incomunicada y sin electricidad una región o una gran ciudad. ¿Cuánto tiempo sería capaz de sobrevivir la gente? Gunnar piensa que muy poco, que nos pensamos que siempre va a haber comida en los supermercados, gasolina en las gasolineras y electricidad en los enchufes para cargar los ordenadores y los teléfonos móviles. ¿Pero qué ocurriría si de repente todas estas cosas desaparecen o dejan de funcionar? Aunque no sea para siempre, aunque sea solamente dos semanas, ¿estamos preparados para aguantar dos semanas?
Por suerte, el otro día, cuando apareció el submarino ruso frente a las costas de Estocolmo, Mahmoud estaba de excursión y Gunnar se ha podido dedicar a esto en cuerpo y alma. Es él quien dice que «por suerte» yo no estoy tan segura de que haya sido una suerte, no creo yo que sea bueno que ande tan acelerado a su edad; a su edad, o a ninguna edad, tanta preocupación no es buena para nadie. Según él, ha estado leyendo páginas y más páginas, la mayoría son muy repetitivas y cuentan lo mismo, pero otras muy informativas, ha visto decenas de vídeos, incluso se ha abierto una cuenta en YouTube para poder hacer comentarios. Hay gente que escribe unas tonterías tan tremendas que ha llegado un punto en que se ha visto obligado a empezar a contestarlos. Y luego lo que tiene internet, que uno sabe por dónde empieza, pero no sabe hacia dónde se dirige, así que de la «crisis de los submarinos», que es así como ya empezaban a llamarla los periódicos, pasó a leer artículos más analíticos, artículos largos, no en los periódicos de siempre, sino en revistas especializadas, o documentos oficiales, por ejemplo una Estrategia para la región del Ártico, publicada por los Estados Unidos el año pasado con una introducción del propio Obama. Se leyó el documento punto por punto y empezó a darse cuenta de que a Jokkmokk, tan lejos de todo, le iba a pillar de lleno algo que ya se empieza a conocer como la Guerra Fría del Ártico. Si no le había pillado ya. Se acordó de la visita de su amigo sami en marzo, de la zona de maniobras ampliada, enorme, de la facilidad con la que sacan a la gente de sus casas para hacer maniobras militares, de que a él eso no le parecía mal, y que sigue sin parecerle mal, la seguridad de Suecia es lo primero, pero se dio cuenta de que en cualquier momento le podía tocar a él, a él y a Mahmoud, no se le puede olvidar que ya no vive solo, que tiene a su cargo a un adolescente. Pobre Mahmoud, salir huyendo de una guerra, cruzar Europa, dejar a su familia por el camino, que lleva meses sin saber nada de ellos, y todo eso para ir a caer a un lugar también peligroso.
Aquí le dije a Gunnar que se tranquilizase un poco, que seguramente no era para tanto, y que si Jokkmokk era un lugar peligroso, entonces no se me ocurría ningún lugar del mundo que no lo fuese. De todas maneras, también le dije que había tenido tacto no contándole nada de esto a Mahmoud, eso había que reconocérselo, el chico no necesitaba saber que Gunnar se está preparando meticulosamente como si fuese a empezar una guerra pasado mañana, una guerra o un ataque puntual, como él decía, algo que cortase la electricidad, las comunicaciones, el suministro de combustible… En sus búsquedas por internet, había dado con una página muy informativa, de algo así como la Protección Civil sueca, con listas de cosas que había que tener en casa para cualquier eventualidad, con vídeos explicativos, incluso con entrevistas a gente que había pasado por experiencias parecidas: por ejemplo, una sueca que estaba en Nueva York hace un par de años cuando lo del huracán Sandy y que contaba como al principio le pareció algo divertido, excepcional: poner velas porque no había luz, beber Coca-Cola y cerveza porque no salía agua del grifo. Así una tarde, un día, dos…, pero después de cinco días sin electricidad ni agua, la cosa no tenía ya tanta gracia. No podían enterarse de lo que estaba pasando porque no les funcionaba la televisión ni la radio; los ordenadores y los móviles estaban sin batería, y teléfono fijo no tenían en el piso de estudiantes.
Me ha contado todo esto para que comprenda por qué me ha traído tantas cosas a la cabaña, y yo le he dicho que la radio con pilas de poco me va a servir si no entiendo el sueco, pero él dice que, en caso de emergencia, las autoridades seguro que se comunicarán también en inglés con la población. Quitando lo de la radio, no le he puesto muchas más pegas, más que nada porque apenas me ha dejado hablar. Hay que ver, con lo tranquilo que es Gunnar normalmente y lo que le gusta que sea yo quien hable y le cuente cosas a él. Pero hoy no, hoy era su día, no ha callado en todo el rato que ha estado en casa y a mí me ha llenado la cabeza con tanta información. Se lo he dicho, que necesitaba una pausa, y he conseguido que saliésemos a dar un paseo con la excusa de ir a ver la cabaña con la que me encontré el otro día, la cabaña amarilla y con pinta de deshabitada que apareció de repente cuando me desvié del camino circular que suelo hacer siempre. Gunnar no sabía que hubiese una cabaña allí. Le he dicho que sospecho que también es de Niklas, por lo de las cajas con las pegatinas amarillas que se ven a través de la ventana, que son iguales que las que hay en mi trastero, pero le extraña mucho; dice que si esa cabaña abandonada fuese de Niklas, él lo sabría. Luego, hemos ido a mi cabaña-trastero a comprobar que había cajas con las mismas pegatinas. Y sí, sí que son las mismas pegatinas.
Hemos vuelto a entrar en casa. Yo pensaba que del asunto de los submarinos, los rusos y de las posibles crisis ante las que hay que estar preparado ya estaba todo dicho. Pues no, aún faltaba un rato más de explicación, así que he puesto otra cafetera y he sacado el pan, el queso y el pepino. Y he intentado concentrarme con todas mis fuerzas, pero mi cabeza ya no daba para más. Ahora, tocaba la explicación en detalle de la Guerra Fría del Ártico, con unos mapas muy chulos que había traído en los que el Polo Norte estaba en el centro y todos los países haciendo un círculo alrededor, Suecia incluida, al menos la parte norte de Suecia. Eran varios mapas, uno con las fronteras de los países, otro con las extensiones del hielo en verano y en invierno, y otros con recursos naturales del subsuelo y cosas de las que yo ya no me he enterado. En todos los mapas, Gunnar ha puesto una crucecita en Jokkmokk, y de todos los mapas tenía algo que comentar: que si un cuarto de las reservas de gas y petróleo por descubrir están en el Ártico que se derrite, que si Noruega está trasladando una parte importante de sus tropas al norte del país, que si los rusos hace unos años colocaron una bandera de titanio en el fondo de océano en el Polo Norte, en el mismísimo Polo Norte, que si el Consejo del Ártico tiene ocho países… Al final, he desconectado del todo, pero he dejado que Gunnar siguiese contándome; ¿qué iba a hacer?, lo traía todo tan preparado que me daba apuro cortarle. Se acaba de ir y aquí estoy sentada en la mecedora; la mesa de la cocina sigue llena de cosas, pero ya las colocaré más tarde, ahora lo que quiero es descansar, ni siquiera me apetece leer, solo cerrar los ojos y mecerme un rato.