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TRES

Miércoles, 9 de julio

Hoy he paseado un rato por la orilla del río, corriente arriba. Empiezo a sentir que ya he descansado lo suficiente, casi me noto con fuerzas como para ponerme en marcha, coger el avión y volver a Madrid, dispuesta a trabajar y a todo lo que me echen. Pero esta mejoría ya la tenía prevista Alberto; por eso, me dijo que no me creyese ninguna recuperación repentina. Pues nada, no me la creo. Mi problema, me dijo, es una ansiedad profunda que me ha calado hasta los huesos, una ansiedad casi irrecuperable. Tremendo, ¿verdad? «Pero nada es irrecuperable», me dijo justo después con una sonrisa. Entonces, me recomendó hacer esto: un retiro, por llamarlo de alguna manera, un retiro de esos que ya no se hacen, de chimenea, novelas y mantita de cuadros. Aunque tengo que reconocer que, antes de mandarme al exilio, había intentado convencerme de que hiciese las cosas bien, ordenadamente. «Deberías ir al médico —me dijo—, al psiquiatra, que seguro que te va a dar la baja».

Debería, sí, pero otra opción era dejar la empresa y hacer lo que me diese la gana sin tener que ir mendigando una baja, sin que me pusiesen la etiqueta de enferma o, peor aún, que me la pusiese yo misma. Y eso es lo que hice: dejar la empresa. Alberto era el psicólogo de la empresa, así que ahí podían haber terminado nuestras conversaciones. Pero continuaron. También tiene consulta privada y estuve viéndole una vez a la semana desde que dejé el trabajo hasta que me vine para acá.

Llevaba mucho tiempo pensando que sería capaz de cambiar de ritmo de vida sin necesidad de romper con todo. Igual que aguantaban mis compañeros de trabajo, que salían casi tan tarde como yo de la oficina y muchos además con pareja y niños; si aguantaban ellos, también tendría que aguantar yo. Eso pensaba, que sería capaz de resistir un poco más y de hacer un cambio gradual; luego tuve la gran crisis a mediados de abril. Gran crisis, colapso, burnout. No sé cómo llamarlo, no sé cómo nombrar o cómo explicar lo que me pasó en aquellos días, bueno, lo que en gran medida me sigue pasando, aunque hace un momento haya dicho que me sentía con fuerzas para volver a Madrid. Mentira cochina, lo he dicho con la boca pequeña.

Alberto no me dijo que me viniese a Suecia. Para el retiro de chimenea, novelas y mantita de cuadros me propuso algo más cercano: los Pirineos. Así que yo empecé a planear mi huida allí: elegir valle, buscar casa, comparar precios… hasta que me di cuenta de que los Pirineos están demasiado cerca de Madrid y que en cualquier recuperación transitoria decidiría coger el coche y volverme. Y no, eso no podía ser.

Me puse con el Google Maps, tal cual, y a punto estuve de decidirme por Escocia, luego por Irlanda, pero no sé por qué seguían sin parecerme lo suficientemente lejos. Así que salté a Escandinavia. Los fiordos noruegos. Dicen que son muy bonitos. Lo malo es que seguramente están llenos de turistas. No, los fiordos tampoco. Pero ya andaba yo con los ojos puestos en Escandinavia y se me desvió la mirada hacia Suecia, hacia un nombre curiosísimo al norte del país: Jokkmokk.

Jokkmokk, Jokk… Mokk, ¿Jokkmokk? ¿Cómo podía un lugar tener un nombre así? ¿Sería Jokkmokk mi lugar de reposo? Llamé a Juan, un compañero de carrera que siempre se va de vacaciones a sitios exóticos, y le pregunté si había oído hablar de Jokkmokk. No, nunca. Perfecto. Si no lo conoce Juan, quiere decir que no puede haber muchos turistas. Le nombré las ciudades cercanas y reconoció Kiruna: ¿Kiruna? ¡Eso está en Laponia!

Laponia. De repente tuve claro que Jokkmokk era el lugar que andaba buscando. Ni siquiera le comenté al psicólogo que había dado el salto de los Pirineos a Laponia. No por nada en especial, simplemente porque no me apetecía contárselo, ni a él ni a nadie. Me puse a buscar casas y enseguida contacté con Niklas.

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