Sesenta metros cuadrados. Capítulo 31

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TREINTA Y UNO

Lunes, 3 de noviembre

La cabeza me da vueltas y no sé muy bien por dónde empezar a contar. Voy a salir al porche a tomarme el café de los buenos días, aunque todavía sea de noche y falte un buen rato para que amanezca. Ya van dos días seguidos de madrugones. Ayer por la mañana porque me despertaron la lluvia en las ventanas y los cristales rotos en mi sueño, y hoy porque Niklas se quería levantar a las cinco de la mañana para salir de aquí como máximo a las cinco y media y no llegar tarde a su oficina en Luleå. A veces, se me olvida que la gente ahí afuera sigue con sus trabajos de siempre y que para ellos un domingo no es lo mismo que un lunes. Y no, no voy a ignorar que Niklas se ha quedado aquí a dormir, no voy a ponerme a hablar de otras cosas como si nada. Aunque me dan tentaciones de hacerlo, ¡muchas!, seguramente porque es mi práctica de defensa habitual y ya casi estoy medio programada para eso, para no pararme ni un segundo a pensar en las cosas importantes. O lo estaba. Ahora funciono de otra manera, aunque todavía no sepa muy bien cómo es esa manera.

Ha vuelto a nevar, está nevando ahora mismo, y mucho, y me alegro de que vuelva la nieve. La lluvia de la madrugada de ayer se había llevado la poca nieve que quedaba y cuando amaneció, estaba otra vez todo gris. Aunque es verdad que a eso de las nueve paró de llover, salió el sol y aproveché para dar un paseo. Estoy aprendiendo que los momentos de luz y de sol hay que pillarlos al vuelo. Además, no hacía demasiado frío, miré el termómetro justo antes de salir y ponía que hacía un grado. Me fui por el camino circular, andando a buen ritmo no tardo más de media hora en estar de vuelta en casa, pero ayer se me hizo larguísimo. Y es que de repente empezó a soplar el viento, un viento frío que me quemaba la cara, que me pellizcaba y se me colaba entre la ropa. Me paré a meterme bien las camisetas por el pantalón, incluso el jersey, pero el rato que pasé ahí quieta, que fue un momento, hizo que me entrase el frío por todos los rincones del cuerpo y que ya no se me fuese. Un viento así de frío no lo había sentido nunca, frío y fuerte a la vez, rápido, cortante, como si hubiesen puesto un ventilador enorme en el Polo Norte apuntando para acá y me estuviesen llegando a mí las primeras ráfagas de aire congelado. Y me vienen a la cabeza los presentadores del tiempo, en la tele, cuando anuncian «masas de aire polar entrando en la península por el noroeste». Nunca he estado en Finisterre recibiendo esas masas de aire polar, pero dudo que se parezcan al viento que me atacó a mi ayer. Y digo que me atacó porque la sensación que tenía es de que venía contra mí. Me pilló justo en la mitad del camino circular, así que tenía la opción de volver a casa o por un lado o por el otro, pero daba igual, parecía que en cualquier dirección que anduviese el viento lo tendría en contra.

Cuando regresé a la cabaña, resulta que solo habían pasado cuarenta minutos desde que había salido, apenas diez más de lo que suelo tardar normalmente en dar ese paseo, pero si me hubiesen preguntado sin dejarme mirar el reloj, yo habría jurado que había estado fuera dos o tres horas. Entré en casa tiritando, con frío en los pies, en las manos, en la espalda… Las mejillas, la nariz y las orejas no las sentía, ¡las orejas no las sentía pese al gorro! Claro, que eso me pasa por no haberme puesto el gorro que me compré aquí en Jokkmokk cuando estuve de compras con Gunnar en la tienda del centro. Como parecía que no hacía mucho frío, me puse el otro gorro, el que me traje de Madrid y que me compré en uno de esos puestos de artesanía que ponen en la plaza de España. La de años que hace ya de eso, recuerdo que salí de casa a la desesperada a buscar regalos de Navidad para mis padres e Inés y acabé por comprarme un gorro para mí. Un gorro veinte veces más bonito que este que me he comprado aquí, pero también veinte veces menos abrigado. Y ayer no era día para un gorro así. Es verdad que no hacía mucho frío cuando salí de casa para el paseo, un grado, pero el caso es que al volver, cuarenta minutos después, el termómetro marcaba menos ocho. Más el viento. No sabía yo que pudiesen bajar las temperaturas tan rápido. A lo mejor lo miré mal al salir, pero no creo, tendré que tenerlo en cuenta para futuros paseos, que pueden bajar casi diez grados en menos de una hora. Debe de ser que el viento tan fuerte es capaz de traer el frío muy rápidamente; esa es mi teoría sin tener ni idea de meteorología, pero tiene su lógica, ¿no?

Entrar en casa y notar el golpe de calor fue un gusto y un alivio, pero, aun así, no se me iba el frío del cuerpo, notaba un hormigueo en las orejas y en la nariz, como de estar descongelándose poco a poco, y me dolían. Me senté un momento en el escaño de madera del vestíbulo y me quité el gorro, los guantes y las botas, pero no me animaba a quitarme ni el abrigo ni los pantalones de nieve. Entonces, me fijé en la puerta de la sauna, justo enfrente de mí, que siempre está ahí, pero que nunca le hago caso. Hasta ayer. Ayer entendí perfectamente por qué la cabaña tiene una sauna. Solo pensar en que podía meterme en una sauna me dio fuerzas suficientes para quitarme el abrigo y los pantalones de nieve. Ahora la pregunta era si sabría ponerla en marcha. Niklas me había explicado que era una sauna de leña y que no tenía mucho misterio, tan solo encender un fuego como el de la chimenea del salón y luego ir añadiendo leña y esperar a que se calentase. Dentro de la sauna hay un termómetro, ¿pero a qué temperatura ponerla? Llamé a Gunnar, ya de paso para saber a qué hora iba a pasarse por casa con la compra, y me dijo que entre setenta y noventa grados y que había pensado venir sobre la una. No eran ni siquiera las diez, así que tenía tiempo de sobra para mi sauna. Aunque antes de nada, la tenía que vaciar. Había un par de cajas de Niklas con trastos y luego las tres cajas con vinilos que me ha prestado Gunnar. Los de Pink Floyd los había llevado al salón hace unas semanas y los he ido escuchando poco a poco, solo me falta uno por escuchar, pero el resto seguían en las cajas en la sauna. Las saqué de ahí y las puse en el suelo del salón, y las cajas con trastos las puse encima de la mesa de la cocina.

Con tanto llevar cajas de un lado para otro estaba entrando un poco en calor, aunque todavía notaba un hormigueo en las orejas. Pero ya tenía la sauna vacía. Cuando la encendí, se calentó más rápido de lo que había imaginado, quizás porque es una sauna pequeña, para tres personas como mucho. Aunque no sé muy bien de qué tamaño suelen ser las saunas. Mi experiencia con saunas es mínima, he estado nada más que un par de veces en la de los vestuarios del gimnasio, en Madrid. Pero aquella sauna no tenía nada que ver con esta. Era bastante más grande, como para diez o quince personas, y por supuesto no era de leña, sino eléctrica, y hacía un chasquido cada medio minuto más o menos, como de estufa vieja. Aquí, sin embargo, lo único que se oye es el sonido del fuego al arder, y luego el olor, el olor es una maravilla. No sé de qué tipo de árbol es esta leña, supongo que del mismo que los árboles que se ven a través de la ventana, pero como soy tan desastre para los nombres de plantas y árboles, pues no sabría decir, el caso es que huele muy bien. Otra diferencia con la sauna del gimnasio es lo de estar sola, sola y desnuda; allí, si una quería usar la sauna, tenía que llevar bañador o bikini, o enrollarme en una toalla. Aquí, la toalla la he puesto nada más que debajo del culo, he seguido al pie de la letra las instrucciones que me ha dado Gunnar por teléfono.

Esperé a que el termómetro subiese a setenta grados y me metí dentro. Hay gente que no entraría en un sitio así ni aunque le pagasen, que se asfixiaría o le daría claustrofobia. Pero a mí me gusta, y esta sauna me gusta mucho más que la del gimnasio. Supongo que por lo de estar sola y en silencio, o por la ventana con vistas al bosque y el olor de la leña, qué sé yo, o por haberla usado después de un paseo en el que casi me congelo. O por todo junto. El caso es que entré en calor y me quedé como nueva, como si me hubiesen dado un masaje en cada músculo del cuerpo, completamente relajada. La temperatura subió hasta noventa grados, o incluso un poco más. Seguía subiendo, y yo ya no sabía cómo hacer para que parase, pero tampoco quería apagar el fuego. Al final, se me ocurrió abrir la puerta. Y en esas estuve, abriendo y cerrando la puerta, echando más leña al fuego, y sentada mirando por la ventana, sobre todo eso, simplemente sentada. Es raro lo de estar desnuda en una habitación a ochenta y cinco grados de temperatura y ver como al otro lado del cristal los árboles se balancean de un lado para otro, movidos por un viento que sopla a menos de ocho grados y a muchos kilómetros por hora.

Qué rápido cambian las cosas: a las cuatro de la mañana, me había despertado el ruido de la lluvia golpeando en las ventanas, llevándose toda la nieve que quedaba en el suelo. Y así siguió lloviendo por lo menos hasta las ocho. Luego, salió el sol, que es cuando me fui a dar el paseo, pero enseguida llegó el viento, y la temperatura bajó de golpe casi diez grados. Y por si faltaba variación, estando ya en la sauna, vi como el viento se traía de vuelta las nubes y empezaba a nevar. No se había ido del todo el sol y ya estaba nevando. Una preciosidad, los árboles movidos por el viento y la nieve cayendo en copos gordos, algunos chocándose con la ventana mientras el suelo y los árboles se iban poniendo blancos por momentos. Gunnar, cuando le llamé por teléfono, me había dicho que lo mejor de la sauna era el momento de salir a rebozarse por la nieve y luego meterse otra vez al calor. Así que cuando empezó a nevar, sudando como una gallina, salí un momento a la nieve, no a rebozarme por el suelo, que todavía no había caído tanta como para hacer eso, pero sí a dejar que me cayesen encima los copos. Me vi a mí misma como si fuese la escena de una película, quieta y con los brazos abiertos, notando como el cuerpo se me iba llenando de nieve. El calor que traía en el cuerpo hizo que aguantase al menos un par de minutos ahí, sin moverme; luego, entré otra vez en la sauna, le di la vuelta al reloj de arena y acababa de sentarme cuando de repente vi un oso al otro lado de la ventana. ¡Un oso! Un oso bastante más grande que yo. Sabía que había osos en la zona, pero me han dicho que es muy difícil verlos y que no suelen acercarse a las casas. El oso me miraba, me veía perfectamente, y yo no podía quitarle los ojos de encima. Llega a aparecer un momento antes y me habría pillado fuera. Me habría dado un susto de muerte. Pero a lo mejor es el oso quien no quería encontrarse conmigo y por eso esperó a que me metiese otra vez en la cabaña. No lo sé; de todas maneras, no parecía muy asustado por verme porque se acercó mucho a la ventana, hasta el punto de que se me pasó por la cabeza la pregunta de si el cristal resistiría el ataque de un oso.

Cuando vino Gunnar y se lo conté, que había visto un oso, se extrañó mucho. A estas alturas del otoño, ya debería de estar dormido, pero el clima del mundo está como está y pasan cosas cada vez más extrañas. Estaría buscando comida y por eso se había acercado tanto a la cabaña. Los osos, antes de hibernar, se aseguran de tener una buena capa de grasa para poder resistir todo el invierno, porque lo normal es que hasta mayo no se despierten. Pero en principio no son peligrosos, no si no se les incordia. Más tarde, llegó Niklas y dijo exactamente lo mismo; además, salió con una linterna a dar una vuelta a ver si lo veía. Niklas. No, no me he olvidado de que se ha quedado aquí a dormir; en realidad, ahora mismo no puedo pensar en otra cosa, aunque disimulo y hablo del oso, de la nieve, de la sauna, del gorro que me compré en el mercado de la plaza de España… de lo que haga falta. Me cuesta hablar de las cosas en las que de verdad pienso, así que lo que hago es dar rodeos, aunque sean rodeos conmigo misma que no tienen ningún sentido y tampoco sepa por qué lo hago. Bueno, sí que sé por qué lo hago, porque seguir para adelante sin pensar es mucho más sencillo que pararme a analizar las cosas. ¿Por qué actuó como actuó?, ¿por qué he actuado como he actuado? Y es como tirar de un ovillo, porque si pienso en cómo me he sentido en estas últimas horas con Niklas, no puedo evitar ponerme a pensar en cómo me he estado sintiendo en estos últimos dos o tres años cada vez que he tenido relaciones con algún chico, o con algún hombre, que los sigo llamando chicos, como si el tiempo no pasase, pero ya van teniendo una edad. Y no son sentimientos agradables. Por eso me cuesta tanto pararme a pensar, porque me da angustia ponerme a remover el pasado. Y no es solo ahora que me esté costando, al menos ahora lo estoy intentando, lo increíble es que llevo más de cuatro meses haciendo grabaciones y que hasta hoy no había mencionado el tema.

Es cierto que un día sí que estuve recordando aquella vez en que le puse los cuernos a Marcos con Carlos, y cómo decidí no contarle nada. También que aquella fue la primera mentira y que, poco a poco, cogí el hábito de mentir por cualquier cosa: mentiras a Marcos, a Inés, a los compañeros de trabajo, a mis amigos… Que, por cierto, a lo mejor resulta que sí que tenía amigos, pero que empecé a mentirles y poco a poco dejaron de serlo, porque a un amigo no se le miente sistemáticamente. Quizás para ellos, que no saben nada de mis mentiras, sigo siendo su amiga, una amiga a la que hace mucho tiempo que no ven y que tampoco saben dónde está, pero amiga al fin y al cabo. Para mí, sin embargo, la cosa es más complicada, les he ido dejando tan de lado, acostumbrándome a tragarme yo sola mis angustias, que ya no sé cómo se hace eso de contarle a un amigo mis preocupaciones, de tanta vergüenza que me dan. ¿Y cómo voy a contar que soy una mentirosa compulsiva?

Estoy hablando demasiado. No, todo lo contrario, estoy hablando de lo que debo hablar, de lo que necesito hablar, pero no puedo seguir, ahora mismo no puedo, no tengo fuerzas, tengo un nudo en la garganta y voy a meterme un rato en la cama a ver si se me pasa.

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