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TREINTA Y TRES

Martes, 18 noviembre

Tengo la sensación de que hace bastante que no me paro un momento a grabar. Aunque no sé, puede que no sea tanto, pero el caso es que la sensación es esa. No sé exactamente cuándo fue la última vez, si fue hace dos semanas o hace tres. Lo que sí que recuerdo es que estaba tumbada en el sofá y que no era capaz de moverme para salir a dar un paseo porque me estaba dando el solecito a través de la ventana, estaba muy a gusto y prefería seguir un rato más ahí, abrazada al cojín naranja que todavía olía a Niklas. Pero qué lejos queda eso, tanto el sol como Niklas. Aunque si echo cuentas, tampoco puede hacer tanto tiempo. Niklas vino a Jokkmokk a celebrar el Día de Todos los Santos con sus padres, que recuerdo que me contó que fueron a poner velas en las tumbas de sus abuelos y todo eso, y ese día es el 1 de noviembre, así que solo hace… ¡espera, que no sé a qué día estamos!

A ver.

Martes, 18 de noviembre. Menos mal que tengo un calendario colgando con un imán en la nevera, y menos mal que desde que llegué aquí cogí la costumbre de poner un puntito verde antes de irme a la cama en el día que estaba terminando. Aunque más de una vez, estando ya en la cama, me ha entrado la duda de si he puesto el puntito o no, y es imposible saberlo, así que algunas semanas directamente he perdido la cuenta y he tenido que esperar a que llegase Gunnar con la compra para saber que era domingo y empezar otra vez a poner bien los puntitos. Que otra opción bien sencilla sería ponerle la fecha y la hora al móvil, pero no lo hice cuando lo compré y le puse la tarjeta SIM y ahora no me apetece hacerlo, prefiero seguir poniendo puntitos verdes, así soy yo la que hace que avancen los días. Si me hubiese traído mi móvil de Madrid, ya tendría la fecha y la hora puestas automáticamente y ni me habría planteado lo de los puntitos verdes. ¡Ay, mi móvil de Madrid! Hace mucho que no pensaba en él, mi querido iPhone 5s que me compré la misma semana en la que lo lanzaron, igual que hice con el iPhone 5, con el 4s, en fin… con todos. Y ahora que lo pienso, ya deben de haber lanzado el iPhone 6, y yo sin haberlo visto, ni siquiera en foto, y lo más increíble de todo: sin haber pensado, hasta ahora, ni una sola vez en ello.

Fue un impulso lo de comprarme un móvil de los antiguos. Estaba organizándolo todo para venirme: bajando cajas al trastero con todo lo que no quería dejar en la casa al alquilarla, eligiendo la ropa que me quería traer a Jokkmokk, yendo al banco, haciendo una lista con las cosas que necesitaba comprar, sobre todo prendas de abrigo, y cada tarea me estaba costando un mundo. Al dejar el trabajo sin pedir la baja ni historias, simplemente dejarlo, me había dado un subidón de adrenalina que me había servido para ponerme en marcha, pero no me duró mucho. En menos de una semana, estaba otra vez bloqueada, como los últimos días en el trabajo, sin saber si ponerme con una cosa o con otra porque cada tarea en que pensaba me parecía más importante que la anterior y porque cuando llevaba un cuarto de hora haciendo algo, por ejemplo metiendo ropa en las maletas para el trastero, me desconcentraba pensando en que debería ir otra vez a la tienda de montaña, o acordándome de que tenía que llamar al electricista para que me arreglase la lámpara de la cocina antes de dejarle el piso a la agencia de alquiler. Pero si venía el electricista, no podía ir a la tienda de montaña. Mi capacidad de dispersión estaba en sus máximos. Otra cosa que me hacía perder el tiempo era el móvil, que lo tenía siempre cerca: en el bolsillo, en la encimera de la cocina, en la mesita de noche. Y a cada poco estaba mirando algo, sobre todo Instagram y Facebook para curiosear las vidas de otros y lamentarme de la mía, o WhatsApp, que en aquel momento mantenía contacto con tres chicos diferentes, de los invisibles, de los que nadie supo nunca nada.

En una de estas me di cuenta de lo que estaba pasando y reaccioné. Estaba mirando las fotos de una compañera de facultad que vive desde hace unos años en Brasil, una chica a la que llevo diez años sin ver y sin mantener el más mínimo contacto, más allá de que somos amigas por Facebook. Me había sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la cama, y con una maleta vacía a mi lado en la que se supone que iba a meter todas las camisetas y camisas que no me iba a llevar a Laponia. Pero a la tercera camiseta me había entrado la duda de si esa me la quería llevar o no y no era capaz de decidirme. Me quedaba exactamente una semana para coger el avión y o me ponía las pilas o no me iba a dar tiempo a hacer ni la mitad de las cosas que quería hacer. Me entró el agobio y, al momento, casi sin darme cuenta, ya tenía el móvil en la mano y estaba viendo las fotos de esta chica, de un viaje que acababa de hacer al norte de Brasil con una amiga suya del instituto, una cara que a mí me sonaba y que luego comprobé que ya la había visto en unas fotos de hace un par de años, de otra vez que fue a ver a su amiga a Brasil e hicieron un viaje hacia el sur, a Buenos Aires pasando por Montevideo cruzando en barco el Río de la Plata. Mientras miraba las fotos, pensaba en lo de siempre, en la de viajes que me he perdido en todos estos años pudiendo haberlos hecho. Con Marcos al menos estuve en Berlín, en Roma y en Túnez, pero él hizo otros muchos viajes a los que yo no me apuntaba porque no tenía tiempo. Fue entonces cuando reaccioné. No sé qué conexiones se hicieron en mi cabeza, pero es como si de repente me viese a mí misma desde fuera, a través de una ventana. Me vi sentada en el suelo de la habitación moviendo mecánicamente el dedo en la pantalla del móvil con todo ese caos comiéndome alrededor. Si había tomado la decisión difícil de dejar mi trabajo y después la de alquilar mi piso por un periodo de dos años, tampoco debería ser tan complicado dejar el móvil de lado por una temporada, ese móvil que venía conmigo hasta al baño, al que dedicaba mis últimos minutos por las noches y mis primeros por las mañanas, que ya me había costado un par de sustos con el coche por ir despistada escribiendo mensajes. Si quería ser consecuente con lo de descansar y recuperarme de mis miserias, también necesitaba dejar el móvil. Y con la inercia que llevaba ya de dejar cosas, fue pensar eso y ponerme en marcha. Me levanté, me quité el pijama, me vestí y me fui a comprar un móvil de los antiguos, de los que no tenían internet y solo se podían usar para llamar y para mandar mensajes.

Cambiar de móvil me dio otro subidón de adrenalina que me sirvió para coger inercia y terminar a tiempo todos los preparativos del viaje, y eso que tardé bien poco en echar de menos el iPhone. Según salí de la tienda con el teléfono nuevo en el bolso, me metí en el coche para ir hacia casa y me pilló un atasco de los gordos. Cuando vi que llevaba quince segundos parada en la M-30, eché mano al bolso para coger el móvil y me encontré con el nuevo, es decir, el viejo, un Alcatel que me había costado veinticinco euros. El iPhone ya no estaba, me lo habían recomprado en la tienda por la mitad del precio que yo había pagado cuando lo compré. De repente, me vi dentro de un atasco de los de antes, un atasco sin móvil. En este atasco, las filas de coches no se movían nada, estuvimos así por lo menos veinte minutos. Puse la radio y me enteré de que había habido un accidente de varios coches y un camión que bloqueaba todos los carriles. Como mi Alcatel no tenía nada interesante que ofrecer, me puse a mirar alrededor y vi que todo el mundo había sacado su móvil. En el coche de la izquierda, iba un chico de mi edad con traje y corbata que, además del móvil en la mano, tenía los cascos puestos, y en el coche de la derecha, una pareja bastante mayor que yo, entre cincuenta y sesenta, los dos también con el móvil en la mano. Después de haber escuchado lo de lo del accidente, puse una emisora de música en la radio y a esperar. Si hubiese tenido mi iPhone en el bolso, no habría sido capaz de resistirme y cogerlo, pero no había opción, solo podía esperar, esperar y pensar. No sabía cómo iba a ser mi viaje a Laponia, ni siquiera me había parado a imaginármelo. Por las fotos y las cuatro cosas que había leído, sabía que había poca gente, mucha naturaleza y poca gente. Recuerdo que fue en ese momento, esperando a que se desatascase la M-30, cuando me puse a imaginar por primera vez cómo sería mi día a día en la cabaña que había alquilado. Y no recuerdo qué es exactamente lo que imaginé. Lo que sí recuerdo es que lo que me hizo decidirme por esta cabaña y no cualquier otra fue la foto de la chimenea con la mecedora. En el anuncio, ponía que estaba acondicionada para cualquier época del año, también que hacía falta coche para llegar a ella, pero que, si no se tenía coche, quizás se podía llegar a un arreglo. Después de tres o cuatro correos electrónicos con Niklas, habíamos llegado al acuerdo de que un vecino, Gunnar, se encargaría de traerme la comida. Siendo así, y si lo que me apetecía era descanso y soledad, podía apañármelas perfectamente sin coche.

Pero lo que era imposible era imaginarme estos niveles de descanso y soledad, no sé, es como si un pez se empeña en imaginar cómo es la vida en tierra firme y no lo consigue, aunque admito que no es una comparación muy afortunada porque el pez en tierra firme lo que hace es morirse. Y tampoco me podía imaginar cómo serían los días sin noche en verano, o la oscuridad que poco a poco va creciendo de manera alarmante. Las noches son cada vez más largas, por el día últimamente no para de nevar y no sé ni el tiempo que llevo sin ver el sol. Pues eso, desde el último día que estuve contándole mis cosas a la grabadora, cuando no quería moverme del sofá porque me estaba dando el sol a través de la ventana. Menos mal que al final conseguí moverme y salir a dar un paseo, mi último paseo al sol hasta la fecha.

¡El paseo! ¡Me estaba olvidando de hablar del paseo!

Es en ese paseo cuando por fin conseguí recordar el resto de aquella tarde de sábado en Sobradillo, la tarde en que mi padre me había dejado por primera vez al mando de la chimenea, la tarde del libro de poesía de José Hierro que el señor Pedro había comprado en un mercadillo del libro antiguo en Salamanca. Y gracias a completar ese recuerdo, he empezado a desenredar la madeja de por qué tanto san Antonio por aquí y san Antonio por allá.

El caso es que justo después del paseo, cuando volví a la cabaña después de más de dos horas fuera, que llegué con la cara roja del sol y del frío, me dieron ganas de ponerme a grabar y contarlo todo, pero había estado tanto rato grabando antes del paseo que al final lo dejé para otro momento. ¡Y hasta hoy! Lo bueno es que una vez que el recuerdo salió a la luz ya no se me olvida fácilmente, me basta con cerrar los ojos y pensar en ello para que me vuelva todo a la cabeza.

Ya había tenido un recuerdo vivido de aquella tarde en Sobradillo, pero el problema es que se me había cortado a la mitad, me había quedado dormida y se había transformado en un sueño, con san Antonio ocupando el lugar del señor Pedro y recitando el poema del endemoniado en el desierto. Pero quería saber lo que pasaba después; no en el sueño, sino en la realidad. Lo intenté primero tumbada en la cama con los ojos cerrados; luego, en el sofá, en la mecedora… Pero nada, así que cuando me fui a pasear, hice un esfuerzo por no pensar mucho en ello. Y lo conseguí, al menos al principio. Llevaba varios días sin salir de la cabaña, días chungos de llorar, de sentir lastima de mí misma, aceptando la dura realidad de mis montañas de mentiras; por eso, fue abrir la puerta de la cabaña, sentir el golpe de aire frío en la cara y resucitar un poco. Había estado nevando bastante los días anteriores, pero ese día no se veía ni una sola nube en el cielo. El sol iluminaba la nieve y a ratos la claridad me obligaba a entrecerrar los ojos. Por cierto, que a ver si me compro unas gafas de sol. La nieve era tanta, y tan recién caída, que al minuto uno tuve que regresar a la cabaña a ponerme las raquetas de nieve que hay en el vestíbulo. Parecía un pato y avanzaba despacio, pero al menos no me hundía en la nieve. Sin las raquetas me habría hundido hasta la cintura.

Con tanta nieve, no se veía el camino circular por el que suelo pasear, pero más o menos sabía por dónde andaba. Llegué hasta el río, que también estaba cubierto de nieve, y al ver pisadas sobre la nieve, atravesándolo, me dieron ganas de cruzarlo a mí también. Pero tampoco era plan de tentar demasiado a la suerte, eran pisadas pequeñas, seguramente de animales que no pesaban más de diez o quince kilos; lo mismo me pongo a cruzar yo y se rompe el hielo. Y a ver qué hago entonces. Nunca he sido una aventurera. Quizá otro día, acompañada, sí que me atreva. Se supone que el río no se va a deshelar en los próximos meses, así que voy a tener oportunidades de sobra. Lo que sí que hice es dejar el camino circular, que de todas maneras no se veía, y ponerme a pasear por la orilla del río en dirección a Jokkmokk, por un sitio por el que no había camino, pero lo mismo daba, todo era nieve y a las raquetas de nieve lo mismo les daba ir por un sitio que por otro. Lo bueno de caminar a la orilla del río es que me daba más el sol, porque el río era una gran explanada blanca sin árboles y ahí no había nada que le hiciese sombra al sol, que pese a ser mediodía estaba bastante bajo en el cielo. No hacía mucho frío, menos cinco grados ponía en el termómetro al salir, pero, aun así, me abrigué bastante. Era como estar en otro planeta, el planeta de la nieve, que crea formas de todo tipo al posarse sobre los troncos o las piedras, o colgando de los árboles. Incluso, en mitad del río, se veía de vez en cuando algún abultamiento cerca de la orilla, supongo que rocas tapadas por la nieve.

Es en una de estas supuestas rocas donde me senté un rato a descansar. Me quité el miedo y me atreví a caminar dos metros por encima del río y a subirme al montículo de nieve. Es una zona en la que el río se ensancha bastante, tanto que creo que se le podría llamar lago, así que los árboles de enfrente quedan bastante lejos y se puede abarcar una distancia grande con la mirada. Elegí con cuidado el lugar donde sentarme, quería que el sol me diese en la cara, aunque eso me obligase a guiñar los ojos. En la mochila llevaba un termo con café, unas galletas y un pequeño aislante para poner debajo del culo. Lo del aislante es un gran invento; aunque los pantalones sean impermeables, no es lo mismo poner el culo sobre la nieve que ponerlo sobre la superficie neutra del aislante, y lo de que sea plano ayuda a hundirse un poco menos. Cosas que me ha enseñado Rebecka. Así que ahí me pasé un buen rato, sentada con las piernas cruzadas sobre el aislante, tomándome el café y las galletas con la cara calentándose al sol y los ojos entrecerrados. Y estando ahí, tan ricamente, lo primero que se me venía a la cabeza es que cómo es posible que no lo hubiese hecho antes, que me hubiese pasado varios días echa un trapo, con el ánimo por los suelos, y sin salir de la cabaña. Respiraba el aire frío y me daba la sensación de que al hacerlo me estaba limpiando por dentro, como si una aspiradora se llevase mis angustias, mis mentiras y mis demonios:

Hay que desendemoniarse,

liberarse de su peso.

Quien no responde, parece

que nos entiende,

como las piedras o el viento.

Me asaltaron otra vez los versos de José Hierro, y digo que me asaltaron porque llegaron en tromba. El sol, la nieve y el frío eran mis piedras y mi viento. Y el silencio envolviéndolo todo. Con los ojos entrecerrados, me venían imágenes de mí misma metida en el coche, en un atasco matutino, llegando tarde al trabajo. O saliendo a las cuatro de la mañana del piso de Jonathan, pensando en que con suerte iba a poder dormir tres horas antes de que sonase el despertador para ir a la oficina. Luego, me veía sudando en el gimnasio, con mi ropa de deporte a juego, reluciente, moviéndome cada vez más rápido en la cinta de correr. Pero como tenía los ojos entrecerrados, veía dos cosas simultáneamente: esas imágenes dentro de mi cabeza y la imagen del exterior, el río congelado, que era una gran llanura de nieve brillando al sol con árboles nevados a lo lejos. Y pasó que se me mezclaron las dos imágenes: seguía corriendo con mi ropa reluciente, pero, en lugar de correr en la cinta del gimnasio, corría por encima del río; primero, me vi de espaldas, corriendo y alejándome del montículo donde estaba sentada. Me alejé hasta casi perderme de vista, pero cuando apenas era ya un puntito en el horizonte, me giré bruscamente y me puse a correr de vuelta en dirección hacia mí. A medida que me acercaba, me di cuenta de que ya no llevaba puesta la ropa reluciente del gimnasio, sino el chándal verde pistacho que usé durante varios años cada vez que iba a Sobradillo y que luego heredó Inés. También me di cuenta de que la que venía corriendo era una versión mía en miniatura, era yo a los diez o doce años. Llegué corriendo hasta debajo del montículo donde estaba sentada y me quedé mirándome. Venía sudando, con las mejillas rojas y el pelo recogido en una coleta. Y traía cara de estar haciendo algo divertido. La niña que yo fui me miraba fijamente, y yo a ella. Entonces, de repente, primero abrió mucho los brazos y luego, rápidamente, se llevó las manos a los ojos. ¿Qué estaba haciendo? ¿Sería un juego?

Sin pensármelo dos veces, hice yo lo mismo: abrí los brazos y luego me llevé las manos a los ojos. Pasé de tener los ojos entrecerrados a tenerlos tapados por las manos. Entonces, desaparecieron la nieve y los árboles. Seguía viendo la imagen de mí misma con diez o doce años y el chándal verde pistacho, pero ahora, en lugar de estar en un lago en mitad de Sápmi, estaba en el salón de la casa de los abuelos en Sobradillo. Y allí estaban también papá, don Aurelio y el señor Pedro leyendo el poema de las piedras y del viento. La niña del chándal se quitó las manos de los ojos y volvió a mirarme fijamente; luego, me guiñó un ojo y fue a sentarse al lado de la chimenea. Yo me quité también las manos de los ojos, pero los mantuve cerrados, no quería que se me fuese esa escena de la cabeza. Era el recuerdo que tanto había intentado evocar y por fin lo estaba consiguiendo.

El señor Pedro terminó de leer el poema y cuando se iba a poner a leer el siguiente, don Aurelio le dijo que esperase un poco, que había traído una cosa que quería enseñarles a los dos y que ya no se podía aguantar más. Abrió su cartera y sacó un montón de papeles amarillentos atados con una cuerda. Les dijo que tenía gracia que el poema que acababa de leer Pedro hiciese referencia al atormentado que grita su amargura en el desierto, sin duda san Antonio Abad, porque lo que les quería enseñar era precisamente una biografía de san Antonio Abad, una supuesta autobiografía, algo demasiado increíble para ser cierto, pero ahí delante tenían el documento. Papá casi se cae de la mecedora al incorporarse de un salto para mirar los papeles amarillentos. Yo seguía vigilando la chimenea, pero me sorprendió su reacción, mi padre siempre tan tranquilo y ahora de repente poco menos que se abalanzó a don Aurelio para mirar esos papeles. No podía ser: los tres decían que no podía ser, era imposible que ese texto en latín fuese la autobiografía de san Antonio Abad. Don Aurelio empezó a explicarles de dónde lo había sacado y a contarles lo poco que había leído.

Hacía un par de meses, le habían llamado del ayuntamiento de Sobradillo para ver si se podía hacer cargo de unos papeles que habían aparecido en el sótano de una casa del pueblo, una casa construida muy probablemente encima del antiguo hospicio de peregrinos que hubo en Sobradillo en el siglo XVI, del que todavía se conserva un patio con un arco. Un ramal del antiguo Camino de Santiago portugués pasaba por Sobradillo; por eso, se creó el hospicio, y los monjes del convento de Santa Marina La Seca, que estaba a las afueras del pueblo, se turnaban para venir a trabajar al hospicio, para dar consuelo y hacer curas a los peregrinos que lo necesitasen. Lo habitual es que los peregrinos, después de uno o dos días de descanso, siguiesen su camino, pero algunos se podían pasar semanas, incluso meses, recuperándose en el hospicio antes de sentirse con fuerzas para continuar. La familia que estaba haciendo las obras en la casa se había encontrado con unos sótanos que no sabía que existían: las cuevas del hospicio, según don Aurelio. Un par de habitaciones amplias, sin ventanas, donde seguramente guardasen las patatas y otros alimentos. Y la leña. De hecho, todavía quedaba leña amontonada en un rincón. Y poco más había: una rueda rota de carro, unas sillas de anea y un baúl con papeles, los papeles que el ayuntamiento le había entregado a don Aurelio para que los revisase, que eran muchos más que los que había traído esa tarde atados con una cuerda.

Mientras don Aurelio les iba explicando de dónde habían salido los papeles, mi padre los examinaba a la luz de la lámpara y cortaba una y otra vez la explicación de don Aurelio haciéndole mil preguntas. Yo estaba en mi rincón, junto a la chimenea, pero me debía de estar pareciendo tan entretenido lo que estaba pasando, ver a mi padre así alterado, que llevaba un rato mirándolos a ellos en lugar de al fuego. Lo increíble es que veinticinco años después, sentada en un montículo de nieve encima de un río congelado, me haya vuelto otra vez todo a la cabeza. Reconocí la escena. Estaba ahí, guardada en mi memoria, tan guardada que casi había sido imposible acceder a ella. Pero recordar no era solo ver las imágenes y escuchar las palabras, sino que me asaltaban también los sentimientos que tenía en aquel momento: estaba contenta por ser la responsable de la chimenea, estaba preocupada porque no había empezado a hacer los deberes que nos habían mandado para el puente, estaba enfadada con mi hermana porque últimamente no paraba de chivarse de todo, y en ese momento estaba sorprendida viendo a mi padre hablar tan rápido. Así que me puse a escucharles, cosa rara, porque normalmente desconectaba cuando los mayores hablaban de cosas de mayores. Pero esto era otra cosa, parecía una película de misterio, o también puede ser que yo ya estuviese haciéndome mayor y me interesaba más lo que contasen. No, no voy a engañarme, eso nunca pasó: cuando me fui haciendo mayor, me fui interesando aún menos por lo que hablaban mi padre y sus amigos. O mi madre, o mis abuelos. Un poco triste, pero así es la cosa. Se me fue llenando la cabeza aún más con mis propias preocupaciones: los exámenes, los chicos y las amigas. Una competición tras otra. No había sitio para nada más.

El caso es que aquella tarde sí que los escuché, aunque no me enterase de mucho porque hablaban de cosas complicadas para mí. A don Aurelio no le había dado tiempo a revisarlos en detalle, pero parecía que todos los papeles del baúl que habían encontrado eran del antiguo hospicio. Le resultaba increíble que esos sótanos hubiesen estado ocultos tanto tiempo. Él no sabía hasta que siglo estuvo funcionando el hospicio, y mi padre y el señor Pedro tampoco tenían ni idea, tendrían que enterarse. La mayoría de los papeles eran cartas y listas: listas de alimentos, de peregrinos que se alojaban, de monjes que venían a trabajar… Eran documentos muy interesantes si uno quería hacerse una idea del funcionamiento diario de un hospicio de peregrinos en el siglo XVI, pero lo más interesante de todo era una caja que había dentro del baúl. En la caja ponía El Moreno de La Seca, y dentro de la caja estaban los papeles que don Aurelio había traído atados con una cuerda, la supuesta autobiografía de san Antonio Abad, y junto a esos otros documentos escritos también con la misma letra, una caligrafía bastante legible para ser de esa época, según la opinión de mi padre, que nada más terminar la carrera había escrito una tesina sobre san Juan de la Cruz, aunque luego se fue para Madrid, se casó con mi madre, se colocó en la Telefónica y nunca terminó la tesis. Al parecer, por lo poco que le había dado tiempo a leer a don Aurelio en esos días de los documentos de la caja, el Moreno de La Seca fue un monje del monasterio de Santa Marina La Seca que se tuvo que escapar del monasterio porque le perseguía la Inquisición. Eso lo cuenta él mismo en unas cartas dirigidas a una tal Catalina Gajate, unas cartas que ocupaban la mitad de la caja. Además de las cartas, escritas en castellano, y de la biografía de san Antonio, en latín, hay muchos poemas amontonados en diferentes grupos de hojas atadas con cuerdas, y en diferentes idiomas: en castellano, en latín y en otro idioma que don Aurelio no había sido capaz de identificar todavía.

Mi padre, que mientras escuchaba a don Aurelio estaba ojeando las primeras páginas de la biografía amarillenta de san Antonio, les dijo que ese idioma que no había sido capaz de identificar podría ser copto. Y es que en el texto, antes de empezar la autobiografía de san Antonio propiamente dicha, había unas páginas de introducción en las que el Moreno de La Seca explicaba que lo único que él había hecho era traducir al latín el libro original de san Antonio, escrito en copto, un libro que él mismo había traído consigo desde Egipto y que no se había atrevido a traducir antes porque las cosas que allí se contaban iban en contra de la doctrina de la Iglesia de Roma, y en contra también de las enseñanzas del propio san Antonio Abad, al menos según lo expuesto en la famosa biografía escrita por san Atanasio de Alejandría. Un libro así era una auténtica herejía; por eso, no se había atrevido a traducirlo. Pero tal y como estaban las cosas, ya que la Inquisición de todas maneras le estaba persiguiendo por otras razones, le parecía que traducir las palabras de san Antonio era hacer justicia a la verdad, al menos a la verdad de un hombre, Antonio, al que muy posiblemente otro hombre, Atanasio, había usado como instrumento para sus intereses de poder. Además, la persecución que estaban sufriendo él y tantos otros como él, la furia de los inquisidores sanguinarios, que ponían el odio por delante del amor, le hacían ver las palabras originales de Antonio con nuevos ojos.

Él había conocido ese libro desde niño, estaba en la iglesia copta de su pueblo, una pequeña aldea en el interior de Egipto, y cuando tomó la decisión de dejar el pueblo para irse a Alejandría, lo primero que hizo fue copiar el libro para poder llevárselo consigo. Se despidió de su familia, a la que ya no volvió a ver, y en Alejandría, en lugar de ponerse a trabajar como secretario para algún señor como había planeado, quedó fascinado por un predicador y lo que hizo fue meterse a monje franciscano de la Orden de la Custodia de la Tierra Santa, una orden que después de varios siglos establecida en Jerusalén y los santos lugares estaba consiguiendo asentarse también en Egipto, al menos en El Cairo y Alejandría. Con los franciscanos de Alejandría, en la biblioteca del monasterio, fue donde el Moreno de la Seca vio por primera vez la otra biografía de san Antonio, la que estaba escrita por san Atanasio, la que ya por aquel entonces, a mediados del siglo XVI, era muy famosa en toda la cristiandad. Le sorprendieron mucho las diferencias entre un libro y otro, y a punto estuvo de enseñarle a su superior el libro que había traído consigo de su pueblo, pero resistió la tentación. Y mejor así, porque muy probablemente su superior le habría confiscado el libro. No se lo enseño al abad ni a ninguna otra persona; el libro viajó con él por media Europa y había llegado el momento de traducirlo al latín para que pudiese ser leído por muchas más personas.

Hablaban y hablaban, sobre todo mi padre y don Aurelio, porque el señor Pedro más bien lo que hacía era escuchar, igual que yo, que estaba montando una auténtica hoguera en la chimenea aprovechando que mi padre estaba tan concentrado en la conversación y en los papeles amarillentos que no se fijaba ni en mí ni en la chimenea. Hablaban de muchas de las cosas con las que yo he soñado en estos últimos meses en Jokkmokk, por supuesto de san Antonio y del jabalí que le acompañaba, pero también de san Atanasio de Alejandría, de san Benito, de san Agustín paseando por el jardín de su amigo Alipio, incluso del famoso libro de Flaubert. Pero ahora no se trataba de un sueño, sino de un recuerdo, que es una cosa bien distinta, un recuerdo muy nítido que me da pistas para acordarme de otras cosas, es como tirar de un hilo. Por ejemplo, quiero recordar que, a partir de ese momento, las visitas de don Aurelio fueron más frecuentes, sobre todo en Sobradillo cuando estábamos pasando unos días por allí, pero también en Madrid, cuando don Aurelio venía cargado de libros recién comprados y se sentaba con mi padre a tomar un picoteo en la terraza. Y mi padre le leía sus nuevos poemas, si es que los había, pero casi siempre los había.

Lo de don Aurelio enseñándole los libros que había comprado en Madrid y mi padre leyéndole los nuevos poemas es algo que yo ya recordaba, uno de esos momentos que siempre han estado ahí en el kit de recuerdos de la infancia. Pero lo curioso es que ahora ese recuerdo es más completo y detallado, ahora recuerdo que también hablaban del Moreno de La Seca, de cómo iba el tema y de los papeles que habían encontrado en los sótanos del hospicio. ¿Cómo es posible que hasta ahora me hubiese olvidado de esa parte de recuerdo? Quizá no sea tan extraño. No estaba muy atenta a sus conversaciones, por no decir nada atenta, pero la terraza era grande y a veces coincidíamos los tres allí: ellos charlando con una cerveza y unas aceitunas y yo estudiando en un rincón. ¿Por qué me acuerdo ahora pasados tantos años? No lo sé, la sensación que tengo es un poco difícil de expresar. Durante tantos años, me he acostumbrado a mantener la cabeza siempre ocupada, recibiendo tanta información nueva todo el rato, en el trabajo y en cualquier sitio —últimamente perdiendo el control y consultando algo el iPhone cada diez minutos—, que resulta que ahora que se me pasan días enteros sin que suceda nada nuevo, mi cabeza no sabe qué hacer y se dedica a sacar cosas de dentro. Si dejan de entrar cosas nuevas, entonces hay espacio para que salgan las cosas viejas. Como me decía mamá cuando íbamos en metro al centro: «Laura, deja salir antes de entrar». Pues eso.

Sentada en el montículo de nieve encima del río, con los ojos cerrados y reviviendo esa tarde en Sobradillo, me entraron ansias de saberlo todo. Pese al sol dándome en la cara, empezaba a tener frío, pero no quería moverme de allí para que no se terminase el recuerdo. No sé cuánto tiempo estuve sentada, ¿media hora quizás? Media hora que cundió como varias horas, quiero decir, que la escena que se representó en mi cabeza fue la de toda la tarde, como si el tiempo de fuera y de dentro de la cabeza corriesen a ritmos distintos. Dio tiempo a que mi abuela entrase otra vez en el salón con otra ronda de café, Cola Cao, perronillas y huesos de santo, dio también tiempo a que llegase mi abuelo que había estado ayudando al tío Darío con las ovejas y a que mi madre y mi hermana volviesen de la excursión que habían hecho a La Diabla. Mi madre se llevaba muy bien con don Aurelio, pero, en lugar de hablar de libros, hablaban siempre de cosas del campo, y ese día, en concreto, hablaron sobre no sé qué plantas medicinales que mi madre creía haber visto regresando de La Diabla. El señor Pedro, que llevaba bastante tiempo callado, dijo que sabía de qué plantas se trataba, que su suegra las recogía y las tomaba para todo, y yo, que nunca me he enterado de los nombres de las plantas, pues no me enteré tampoco esa vez. Ni siquiera teniendo un recuerdo tan cristalino y detallado como el del otro día soy capaz de recordar el nombre de la planta. Lo de que era un curalotodo para la suegra del señor Pedro, de eso sí que me acuerdo, es como si ahora mismo escuchase su voz contándolo, pero el nombre de la planta, ni de coña, por más esfuerzo que hago no hay manera. Y de hecho, fue por culpa de intentar acordarme de ese nombre que se esfumó la magia del recuerdo del otro día. Todo fluía casi sin esfuerzo: la gente entraba y salía del salón; mi abuela empezaba a preguntarnos, o más bien a preguntarse en voz alta que a ver qué demonios hacía para cenar, sonaba el teléfono con el timbre de entonces, mi abuelo lo cogía y decía ese «¿dígame?» tan suyo y a tanto volumen que lo oían hasta en Vitigudino. Don Aurelio y el señor Pedro intentaban irse, pero no lo conseguían, llegaba el tío Darío con Pelusa, la cachorra que le habían regalado para que se le pasase la tristeza de haber perdido a Torrija, la perra a la que le cayó el rayo. Y aunque el recuerdo avanzaba y no paraban de pasar cosas, yo me había quedado enganchada en lo del nombre de la dichosa planta medicinal, intentando acordarme, ya por cabezonería más que otra cosa. Pero no había manera, el nombre de la planta no me salía y el recuerdo se me escapó, siguió avanzando a toda velocidad y al final lo perdí de vista. La niña del chándal verde pistacho, yo misma, me decía adiós con la mano mientras yo seguía quieta, sentada en mi montículo de nieve, abriendo poco a poco los ojos.

Al salir del ensimismamiento, me di cuenta de que me había quedado un poco fría. El sol seguía brillando al otro lado del río, pero ya bastante más bajo, casi rozando las copas de los árboles. Hora de desandar el camino andado y de volver a casa, no tenía más que seguir las huellas de mis pisadas encima de la nieve. Cuando llegué a casa, lo primero que hice fue poner a calentar la sauna. Me notaba cansada, andar con raquetas de nieve cansa más que dar un paseo normal, y al mirarme en el espejo, me di cuenta de que tenía la cara roja como un tomate. En parte por el frío, pero también por el sol. Me había quemado, y un par de horas más tarde, empezó a picarme la cara.

Y ese fue el último día de sol. Por lo menos, salí a pasear y lo aproveché bien porque desde entonces nada, nubes y nieve, y los ratos sin nubes ha coincidido que han sido por la noche, que tampoco es difícil porque ya es de noche casi todo el rato. El mismo día del paseo, cuando ya estaba calentita en la sauna, se levantó un viento fuerte y en un momento tenía una tormenta de nieve encima de la cabaña. Caían unos copos que parecían pelotas de tenis; cayeron sin parar durante horas. Salí de la sauna, me preparé una comida-merienda-cena y cuando me fui a la cama, todavía seguía nevando. Al despertarme, ya no nevaba, pero había caído tanta nieve que lo que el día anterior me había parecido muchísima no era más que una poquita en comparación con lo que se veía a través de la ventana. Y cuando fui a abrir la puerta, noté resistencia, era la nieve, que también había cubierto el porche, lo menos treinta centímetros. Abrí lo justo para poder salir, utilicé las raquetas de nieve como si fuesen cucharones para quitar la nieve que se me estaba metiendo en la cabaña y luego me las puse para dar un paseo. Un paseo corto. Tenía pinta de que podía ponerse a nevar otra vez en cualquier momento, pero por lo menos quería tomar el aire y disfrutar de pisar la nieve recién caída con las raquetas. Al volver a la cabaña, abrí otra vez la puerta lo justo para entrar y vi cómo se iba formando un pequeño camino de entrada y salida. Pasaron dos días, o tres, volvió a nevar, aunque bastante menos, y seguí saliendo a dar paseos cortos, como mínimo uno al día, que no me pasase otra vez lo de estar varios días sin salir de casa con el ánimo avinagrado. El camino de entrada y salida fue ensanchándose y en la zona de cerca de la puerta me entretuve en ensancharlo incluso un poco más, repasando los bordes y aplastando bien la nieve con la raqueta. Orgullosísima estaba yo de mi camino. Hasta que llegó Gunnar.

Cuando Gunnar vino con la compra, habían pasado dos o tres días desde la nevada grande, no muchos más. Pero en ese poco tiempo, habían cambiado mucho las cosas, ya me habían avisado de que había un Jokkmokk sin nieve y un Jokkmokk con nieve. Ahora empezaba el Jokkmokk con nieve, y Gunnar, en lugar de venir en su Volvo verde de siempre, apareció montado en una moto de nieve, con un mono amarillo fosforito y un casco verde, parecía un Pokémon. Salí a saludarle, y lo primero que hizo al verme fue echarme la bronca por no haber quitado la nieve de alrededor de la cabaña, ¡al menos la nieve del porche! La moto no se hundía en la nieve porque tiene unas paletas alargadas que parecen unos esquíes, pero Gunnar, sí; en cuanto bajó de la moto, se le metieron las piernas hasta las rodillas. ¡Y menos mal que es alto! En el porche habría treinta centímetros de nieve, pero fuera del porche por lo menos había cincuenta, medio metro, así que viendo como estaba la cosa, había aparcado lo más cerca posible, casi en el porche. Traía la compra en el maletero de la moto, así que me acerqué con las raquetas de nieve puestas a ayudarle a coger las bolsas y meterlas en casa. Le señalé el caminito que había hecho para entrar y salir de la casa y se empezó a reír. Me preguntó si no había visto la pala y la carretilla que había apoyadas en una de las paredes de la cabaña, que para qué me creía yo que eran. Y ya que lo decía, pues lo cierto es que sí que las había visto, pero pensé que eran cacharros para trabajar en el huerto, cosas de la vida en el campo, aunque es verdad que huerto no había por ningún sitio.

Entramos en casa con las bolsas, puse una cafetera y empecé a colocar la compra mientras Gunnar me contaba las novedades de la crisis de los submarinos rusos. Seguía erre que erre con el tema. Y sigue. Dice que apenas lo mencionan ya en los periódicos y en la televisión, pero eso, en su opinión, no significa nada; simplemente, que se han cansado del tema, o que les han dado un toque desde arriba a los periodistas para que no hurguen más en el asunto. Pero no le importa, él ha encontrado otras fuentes de información y ya no necesita de la televisión o del periódico de papel del que es subscriptor y que le llega a casa todas las mañanas. Lee unos cuantos blogs, en sueco y en inglés, y también documentos oficiales, estrategias de defensa, alianzas, estudios sobre los recursos naturales del ártico, sobre las prospecciones y extracciones que ya se están realizando. ¡Y la soberanía! El problema de la soberanía, porque en la Antártida hay un tratado internacional que la ha convertido, poco más o menos, en un continente para la ciencia. Pero en el Ártico no hay acuerdo, y no tiene pinta de que lo vayan a convertir en un mar de todos, un mar para la ciencia. Si se llega a un acuerdo, será entre los países de alrededor y será un acuerdo para repartirse el pastel entre ellos: Dinamarca, Canadá, Estados Unidos, Rusia y Noruega. Hay un Consejo del Ártico, en el que además de todos esos países también están Islandia y Suecia, y parece que se ponen de acuerdo en muchas cosas, al menos publican muchos informes y declaraciones en conjunto, pero Gunnar está convencido de que en lo fundamental, en el reparto de las aguas territoriales, no se van a poner de acuerdo, y que tarde o temprano habrá una guerra. Una guerra, sí, como la de Ucrania o como la de Siria, que al fin y al cabo son guerras en las que se mezclan los intereses de muchos países.

No sé exactamente qué es lo que me contó Gunnar tomándonos el café ese domingo, antes de ponernos a quitar la nieve del porche, quiero decir, que se me mezcla con lo que me contó el domingo siguiente, o el anterior, y es que últimamente solo habla de eso. Niklas, cuando le pregunté por el tema, me dijo que todo había sido una exageración de la prensa y que lo único que han conseguido con eso es asustar a la gente. Bueno, una exageración es lo de los submarinos, no lo de la guerra de Ucrania y de Siria. Tampoco profundizamos mucho en ello, ya era tarde y lo que teníamos ganas de meternos juntos en la cama, aunque fuese para dormir, que es lo único que hicimos. Y me parece bien, no digo que no, quiero decir, que me parece bien que solo durmiésemos.

La opinión de Niklas me tranquilizó un poco, pero de lo que de verdad tenía ganas era de informarme por mi cuenta y ver qué contaba del tema la prensa española. Lo había pensado varias veces y luego se me olvidaba, hasta que por fin me acordé de preguntarle a Gunnar si no le importaba acercarme al centro de Jokkmokk para pasar un rato consultando internet en la biblioteca municipal. No le dije que era para leer sobre los rusos; además, no solo iba a consultar eso, iba a ser la primera vez que usaba internet después de no sé cuántos meses, quitando el rato que estuve con el móvil de Niklas, que solo lo usé para leer vidas de santos y darle besos. Claro que no le importaba acercarme, y luego podíamos ir a comer al restaurante chino que había al lado de la biblioteca.

Fuimos en la moto de nieve. Yo con el antiguo casco de Astrid puesto. Al salir de la cabaña, el primer kilómetro había que hacerlo por nieve virgen, o más bien por la pisada que la propia moto de Gunnar había dejado al haber pasado ya un par de veces por allí. Luego, de repente, aparecía un camino de nieve que yo no había visto en mis paseos, no había llegado tan lejos en esa dirección, un camino que es una especie de autopista para motos de nieve, con la nieve dura y prensada y con señales que indican los kilómetros que faltan para llegar a Jokkmokk, o a Kvikkjokk en la otra dirección. La moto de nieve la aparcamos en el jardín de la casa de unos amigos de Gunnar, un jardín también lleno de nieve, por supuesto. Los amigos no estaban en casa, pero la puerta no tenía echada la llave. Abrimos, dejamos los cascos de las motos en el vestíbulo y nos fuimos caminando a la biblioteca.

Gunnar se encontró con unos conocidos en la biblioteca, en una habitación que hay a la entrada con periódicos y revistas y que tiene pinta de ser el club de jubilados del pueblo. Me acompañó al mostrador de información, me dejó hablando con la bibliotecaria y se fue a leer el periódico y a charlar con los otros jubilados. A mí, la bibliotecaria me dijo que podía usar uno de los ordenadores que había en el piso de arriba, que no tenía más que encenderlo y usarlo el tiempo que quisiese, nadie lo había reservado para ese día. Y de paso, me hizo las preguntas a las que ya me voy acostumbrando, aunque sigo sin saber muy bien qué responder a la mitad de las cosas: que dónde vivo y qué es lo que estoy haciendo en Jokkmokk, que cuándo he llegado y cuánto tiempo me voy a quedar. Todo eso. Cuando le dije que llevaba cinco meses en Jokkmokk, la bibliotecaria decidió por su cuenta que eso me convertía ya en vecina del pueblo y que me iba a hacer un carné de la biblioteca por si quería llevarme algún libro, que tenían un estante con libros en español y varios estantes con libros en inglés. Tanta energía le puso la mujer a lo del carné que no fui capaz de decirle que no; además, ya se me habían terminado los libros de la caja que tenía en casa. Pues nada, que me hiciese el carné. Me pidió el pasaporte y le dije que no lo tenía encima, que lo había dejado en la cabaña; me preguntó el número de pasaporte y no me lo sabía. Se quedó pensativa un momento y me dijo que con que le dijese mi nombre y mi fecha de nacimiento, le bastaba para rellenar la ficha en el ordenador y hacerme el carné. Qué sencillas son las cosas en Suecia; más bien, qué sencillas son en los pueblos, porque si en Sobradillo hubiese biblioteca, no me cuesta nada imaginar una escena parecida. Que ahora que lo pienso, no sé si hay o no hay biblioteca en Sobradillo. Si la hay, tiene que ser pequeña, y fijo que tienen allí los libros de poemas de mi padre.

Estuve dos horas pegada al ordenador. Gunnar había subido a ver cómo iba todo y a decirme que por él no había prisa ninguna, pero que si iba a estar mucho más rato, entonces él se iba a cruzar enfrente, a la estación de autobuses, a saludar a un sobrino suyo que trabaja allí en las oficinas, pero que cuando terminase, le llamase y nos íbamos a comer al chino. Por fin pude googlear sobre los submarinos rusos. Y sí, es verdad que aparecían algunas noticias en los periódicos españoles y en la web de la BBC, pero tampoco una barbaridad, unas pocas que contaban, más o menos, la versión sin dramatismos que me había contado Niklas. No tiene ninguna pinta de que Suecia y Rusia vayan a entrar en guerra así de un día para otro. También estuve leyendo sobre las guerras de Ucrania y Siria, eso sí que parece que es mucho más serio. Hay que ver lo poco enterada que he estado siempre de las cosas que pasan por el mundo, no ahora, que es normal, pero antes, en Madrid, que aunque veía las noticias casi todos los días, me da la impresión de que lo que me entraba por un oído me salía por el otro, supongo que porque en realidad no estaba escuchando. Sí, sabía que se hundían barcos en el Mediterráneo y que morían un montón de personas, pero es como si solo ahora me entrase de verdad esa información en la cabeza, la tragedia brutal que supone. Hace un par de meses, en una misma semana de septiembre, murieron más de quinientas personas. Y me vienen a la mente las caras de Mahmoud, de Hamed y del resto de adolescentes refugiados que conocí el mes pasado en la excursión con el instituto. Es horrible.

También tenía pensado mirar el correo electrónico y abrir un momento el Facebook, pero ya era casi la una de la tarde y me conozco los horarios de Gunnar, seguro que estaba hambriento, esperando a que le llamase para ir a comer y sin querer interrumpirme. Así que no lo hice, y casi que mejor. Si tenía muchos mensajes, me habría vuelto un poco loca, y si tenía pocos, me habría puesto triste. Mejor esperar un poco más para dar ese paso. Apagué el ordenador y bajé al piso de abajo, Gunnar ya había vuelto de visitar a su primo y estaba esperándome leyendo el periódico, le pedí cinco minutos más para mirar un momento los libros en español y me llevé un par de Gabriel García Márquez, el único escritor de los que había allí de quien me sonaba el nombre. Luego, mientras comíamos en el restaurante chino, Gunnar me dijo que ya que estábamos de día de excursión podíamos pasarnos por casa de su prima Anna, la de las cajas de libros. El maletero de la moto de nieve no era muy grande, pero para una caja de libros sí que daba. Y así de paso conocía a su prima. No la llamó para avisar de que íbamos a ir, dice que se le hace raro lo de llamar, que la gente joven no para de llamarse y mandarse mensajes para avisarse de todo y que él, cuando se relaciona con gente joven como yo, pues se adapta, ¿pero llamar a su prima Anna para decirle que pensábamos ir a su casa? No, mejor hacer como siempre se había hecho, acercarnos hasta su casa y llamar a la puerta. Y eso hicimos.

Anna no vive en el centro, así que fuimos en la moto de nieve. No sabría decir en qué dirección, pero no era el mismo camino por el que habíamos venido desde mi casa. No tuvimos que llamar al timbre porque el motor de la moto de nieve le avisó de nuestra llegada. Se abrió la puerta y lo primero que salió fue un perro moviendo el rabo y detrás una señora alta, con el pelo largo y blanco recogido en una coleta y una gorra en la que ponía NSD, ¡como la gorra de Gunnar! Tenía los alrededores de su casa bien cuidados, como debería tenerlos yo, con la nieve aplastadita y bajo control, así que pudimos bajarnos de la moto sin hundirnos hasta las rodillas. Vino hasta nosotros y debió de atar cabos rápidamente de quién era yo porque nos saludó en castellano: «Bienvenido a mi humilde morada». Dice que es lo único que ha aprendido a decir en castellano en los veinte años veraneando en Torremolinos. Luego, resultó que sí sabe decir más cosas, pero lo de leer en español ni de broma; dice que últimamente no lee ni en sueco. Nos dio un abrazo a cada uno, nos invitó a pasar y puso una cafetera. Había salido a recibirnos en leotardos y camiseta pese a los menos cinco grados que hacía, pero la mujer es de aquí, así que estará acostumbrada. Y se pasó en leotardos todo el rato que estuvimos en su casa. Nos tomamos el café en la cocina y sacó de la nevera una tarta de chocolate que había hecho el día de antes con su nieto, avisándonos primero de que era la primera tarta que hacía el nieto y que no nos esperásemos gran cosa. Pero estaba rica, sobre todo acompañada de la nata montada que preparó en un momento. Le di las gracias por los libros, le dije que me los había leído todos y que si no se los había traído para devolvérselos, es porque la idea de venir había surgido sobre la marcha, cuando ya estábamos en el centro. Pero por ella como si me los quería quedar, no los tiraba porque no era capaz de tirar libros, le pasaba igual que con la comida. Y no me dio tiempo a pedirle otra caja con libros porque, antes de preguntárselo, ya me lo estaba ofreciendo ella. Los libros los tenía en la casa de enfrente, que había sido una cuadra y ahora era un trastero; vamos, según voy viendo, lo típico en las casas por aquí, que no son una sola casa, sino varias casas juntas. Pero antes de ir al trastero, quería enseñarme la casa principal. Gunnar rellenó su taza de café y se quedó en la cocina haciendo el crucigrama de una de las revistas que había encima de la mesa.

Nunca me habían enseñado una casa tan detenidamente, con tanto detalle, y entendí por qué Gunnar había preferido quedarse en la cocina haciendo un crucigrama. Fuimos recorriéndola y me estuvo contando poco más o menos que la historia de cada habitación, quién había dormido en ella o para qué se usaba cuando ella era pequeña, o incluso antes, cuando sus tatarabuelos habían emigrado aquí desde el sur de Suecia. En esa época, lo que hacía todo el mundo era emigrar a Norteamérica: Kansas, Nebraska, Minnesota…, pero su familia, por lo que fuese, decidió emigrar al norte del propio país, que en cierto modo era como emigrar a otro país. América les ofrecía tierras libres, y el norte de Suecia también, aunque las tierras libres en América eran bastante más fértiles que las que podían encontrar aquí en el norte. Bueno, ninguna de las tierras estaban del todo libres: las de Norteamérica estaban ocupadas por los diferentes pueblos indios y las del norte de Suecia por el pueblo sami. Fue la propia Anna la que me dijo que no hay que olvidarse de eso. Luego, siguió contándome que la casa se había ido construyendo por etapas, poco a poco, y en una de las paredes del pasillo del piso de arriba, había un montón de fotos de la casa de las diferentes épocas, fotos del exterior y del interior, con y sin gente. En una de ellas, salía un grupo de niños y niñas, mínimo veinte, rodeando a una pareja de ancianos en el porche de entrada a la casa. Eran sus abuelos maternos con todos los nietos, sus primos. Me señaló quién era Gunnar y quién era ella. Viéndolos de niños, quedaba claro que ella era unos años mayor que Gunnar. No lo parecía. En otra foto, más antigua, se veía de cerca a un hombre muy sonriente con un bigote que le tapaba media cara. Estaba en la cocina, una cocina antigua con una chimenea enorme ocupando todo un rincón, y sonreía a la cámara mientras levantaba una lámpara con las dos manos, como Iker Casillas con la Copa del Mundo en Sudáfrica: la primera lámpara que llegó a la casa. Una lámpara de queroseno que Anna todavía conserva en un aparador en lo que ella llama la habitación principal de la casa, que es la habitación original, la primera que construyeron sus tatarabuelos y en la que nacieron y crecieron todos sus hijos. Estaba en el piso de abajo y fue la última habitación a la que pasamos antes de cruzar al trastero a coger los libros. Ahora es una sala de estar, con el sofá, la tele y la chimenea, pero antes había sido la cocina de la casa, la cocina antigua que salía en la foto del señor con la lámpara de queroseno. En esa habitación, había pasado de todo, decía Anna, y ella podía sentirlo; cerraba los ojos y se imaginaba, por ejemplo, la vida de sus tatarabuelos a mediados del siglo diecinueve, pasando el primer invierno en Sápmi, con sus dos hijas mayores y la vaca que habían comprado con los pocos ahorros que habían traído. Todos viviendo en la misma habitación, incluida la vaca. Eso según le contaba a Anna su abuelo, a quien le gustaba mucho contar historias de los viejos tiempos.

Se nos hizo de noche viendo la casa, y cuando cruzamos al trastero a coger los libros, tuvimos que ir con una linterna porque ahí no había luz eléctrica. Yo me quería llevar una caja, y ella me quería dar tres. Al final, decidió por nosotras el espacio que había disponible en el maletero de la moto de nieve. Sacando los libros de las cajas y colocándolos bien cabía un poco más de una caja y media. Y esos son los que me llevé. Como estábamos medio a oscuras, ni miré los títulos. Que fuese sorpresa otra vez, como con la primera caja. Anna me animó a leérmelos rápido y a venir pronto a por más, pero la verdad es que todavía no he empezado con ellos; me puse primero con los que había sacado de la biblioteca, los de García Márquez. Cien años de soledad me lo he leído dos veces seguidas y ahora estoy con El general en su laberinto. No me explico cómo he podido leerme dos veces seguidas el mismo libro. Fue sin querer, me lo terminé y tenía la cabeza tan dentro de ese mundo que en ese momento lo único que se me ocurrió fue volver a la primera página y empezar a leer un poco, solo un poco, pero después de tres o cuatro páginas me di cuenta de que el libro me había atrapado otra vez y que iba a leer otra vez hasta el final. En la segunda lectura, según me iba acercando al final, iba preparándome mentalmente para el momento en que se terminase. Al llegar a la última página, lo que hice fue ponerme la ropa de abrigo y las raquetas de nieve y leerla de pie al lado de la puerta. La última frase la leí con la puerta abierta y en voz alta y, al terminar de pronunciar la última palabra, dejé el libro dentro de la cabaña, cerré la puerta y me fui a dar un paseo. Era de noche, pero daba igual, llevaba conmigo la superlinterna que me trajo Gunnar en el kit de emergencias; lo importante era airearme un poco y romper el embrujo del libro.

Leer, dormir, comer, quitar la nieve de alrededor de la casa y dar paseos cortos aprovechando las horas de luz; eso es básicamente lo único que he hecho en las últimas dos semanas. Y mantener la chimenea encendida. ¿Pero qué he hecho en los meses anteriores? No mucho más. Y lo de leer no es que lea ininterrumpidamente como un robot, creo que la mayor parte del tiempo de lectura estoy en la parra. Me quedo pensando en una frase, en algo que dice alguno de los personajes, lo asocio con algo que me ha pasado a mí, me pongo a pensar en ese algo, luego salto a otra cosa… y cuando me quiero dar cuenta, no sé ni el tiempo que ha pasado. Supongo que leer es eso y no lo que hacía antes, porque antes sí que me parecía bastante a un robot al leer, cuando lo poco que leía era por obligación y el único objetivo era acabar lo antes posible. La verdad es que aquí en la cabaña lo de quedarme en la parra me ocurre casi constantemente aunque no esté leyendo: en el sofá, en la mecedora, en la cama, incluso comiendo o preparando la comida, sucede que me pongo a pensar en algo y, como no suena el teléfono, ni se oye la tele, ni tengo que darme prisa para hacer ochenta cosas, pues ahí me quedo, como un pasmarote, hasta que de repente me doy cuenta de que se ha apagado el fuego en la chimenea o de que el tazón de Cola Cao se me ha quedado frío o que de repente se ha hecho de noche y el paseo me lo voy a tener que dar con la linterna. Hay una cosa que me gusta mucho hacer en la mecedora: dejar los ojos entrecerrados y balancearme con cuidado, no muy rápido porque me mareo, con la velocidad justa para que el balanceo no se pare. Me ha costado pillar la técnica, pero ya se me da muy bien; es cuestión de controlar el impulso que le voy dando a la mecedora con pequeños movimientos del estómago hacia atrás y hacia delante. Con tanta práctica, he conseguido automatizar esos movimientos de tal manera que me puedo relajar mientras veo la habitación moverse a través de mis ojos entrecerrados. Diría que es adictivo porque cuando empiezo a hacer eso, nunca veo el momento de parar, ¿pero para qué parar?

Me resulta difícil de creer que llevo casi cinco meses aquí y que todavía no me he subido por las paredes de puro aburrimiento; algún día sí, pero se me ha pasado pronto. No me he aburrido mucho, no tanto como podría haberlo hecho. Aunque la verdad es que, al venir para acá, no pensé en si me iba o no me iba a aburrir, sencillamente no pensé; en ese momento, la cabeza no me daba para tanto, me vine y punto. Pero no sé cómo estaría siendo esto sin los libros de Anna y sin los discos de Gunnar y de Astrid. Podría probar, podría pedirle el favor a Gunnar de que se lo llevase otra vez todo, así lo descubriría. Aunque tampoco es cuestión de ser masoquista, los libros y los discos me entretienen, pero, aun así, tengo todo el tiempo del mundo para descansar y recuperarme, o curarme, o lo que haya venido a hacer aquí, que tampoco tengo muy claro de qué se trata. Pero está funcionando, lo importante es que está funcionando, solo tengo que fijarme en cómo reacciono al conocer a nuevas personas, por ejemplo Anna, la prima de Gunnar. Hace unos meses, habría estado nerviosa todo el rato, con mi runrún de siempre en la cabeza, queriendo estar en otro sitio, sin enterarme muy bien de lo que Anna me estuviese contando. Ahora no. La escuché, me enteré de quiénes eran unos y otros en las fotos, de los usos que habían tenido las diferentes habitaciones de la casa, de lo que pensaba de los vecinos noruegos que tenía en su casa de veraneo en Torremolinos, que tienen el jardín hecho una selva y eso es un criadero de malas hierbas que se le cuelan a su jardín. La escuché de verdad. Y la escuché sin prisas por ponerme a hacer la siguiente cosa que tuviese en mi lista de tareas, porque ya no hay ninguna lista. A lo mejor, algún día volverá a haberla, supongo que sí, pero de momento no la hay.

O también como reaccioné anteayer, el domingo, cuando vino Gunnar a casa a traerme la compra y venía acompañado no solo de Mahmoud, que ya ha venido más veces y le conozco, sino también de Magda, su novia, y de la madre de Magda, una mujer muy interesante que se llama, vaya, ahora no me acuerdo de cómo se llama, pero el caso es que no la conocía de nada y, aun así, estuve muy cómoda. A Magda la conozco desde la excursión con el instituto, que fue también cuando Mahmoud la conoció y desde entonces no se separan. Vinieron en dos motos de nieve, Gunnar con Mahmoud, y Magda con su madre. ¡Anki! Se llama Anki, y también es sami. Magda se había quedado a dormir con Mahmoud en casa de Gunnar y, cuando Anki había ido a buscarla por la mañana, Gunnar estaba preparando las bolsas para traerme la compra. La cosa no iba bien porque además de la compra habitual de cada semana esta vez me había comprado un paquete con dieciséis rollos de papel higiénico y aquello no entraba en el maletero de la moto de nieve ni por activa ni por pasiva. Total, que, en un momento, Anki ya se estaba ofreciendo para venir con la otra moto de nieve y de paso conocer a la española de la cabaña. Así que aquí se presentaron los cuatro y nos tomamos el café de rigor, con los bollitos de canela, el pan y el queso que ellos mismos habían traído. En unas horas con Anki y Magda, me he enterado de más cosas sobre la cultura sami que en el resto del tiempo que llevo aquí. Del pueblo sami y de la convivencia con los suecos venidos del sur, de los lazos familiares, la evolución de las relaciones entre unos y otros, los conflictos, el día a día de las familias que siguen teniendo renos… El rato se nos pasó volando, no me dio tiempo a ponerme a pensar en que tenía gente de visita en la cabaña y que no sabía cuándo se iban a ir, simplemente sucedía, tenía gente de visita en la cabaña y punto, y luego se fueron a su casa y yo me senté en la mecedora a balancearme y a pensar en lo que me habían contado. Nota mental: no ahora, sino siempre, cuando me cuenten algo importante, no está de más dedicar un rato a pensar en ello después, yo sola, para asimilarlo mejor.

Y ya.

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