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TREINTA Y CUATRO

Miércoles, 26 de noviembre

Por fin, he visto una aurora boreal. Y ahí sigue, al otro lado de la ventana, moviéndose en el cielo sin parar, creciendo y encogiéndose, haciéndose más brillante de repente, completamente imprevisible, al menos imprevisible para mí, que es la primera que veo. Pero no es lo mismo verla desde aquí dentro que estando fuera al aire libre, pudiendo mirar completamente hacia arriba, sintiendo el frío en la cara y rodeada de nieve. Me habían contado que podía aparecer en cualquier momento, que llevábamos un par de meses en época de auroras y que ya se habían visto varias. Pero yo me las había perdido —debe de ser que se me olvida mirar por la ventana cuando es de noche—, así que el domingo le dije a Gunnar que, si se acordaba, me avisase cuando viese la próxima. No ha tardado mucho en llamarme para decirme que abriese la puerta de la cabaña y mirase al cielo.

Lo menos he estado dos horas ahí fuera viendo la aurora, pero, al final, ha podido más el frío que la novedad, me he metido para dentro y lo primero que he hecho es poner a calentar la sauna. Puedo seguir viéndola desde ahí dentro, al calor, aprovechando que la ventana de la sauna es la más grande de la casa, que ocupa casi toda la pared. Me puedo tumbar en el suelo con la cabeza pegada a la ventana y será casi como estar al aire libre. Fuera, también he estado tumbada un buen rato en el suelo, sobre una piel de reno. Me lo dijo Niklas nada más llegar a la cabaña en junio, que la alfombra del salón tenía más usos que ser la alfombra del salón, era una piel de reno que podía sacar fuera y poner encima de la nieve si quería sentarme a tomar el aire, o tumbarme para ver las auroras boreales cuando llegase la temporada. De todas maneras, aunque la piel de reno aísla muy bien de la nieve, lo de estar quieta a menos quince grados la verdad es que no lo llevo del todo bien. Para aguantar un rato más, he estado moviéndome un poco, me he puesto las raquetas de nieve y me ido a dar un paseo. Y aunque la aurora ilumina un poco, he ido con la linterna para no llevarme sustos. Pero de vez en cuando apagaba la linterna y me quedaba quieta mirando el cielo, a la zona del cielo por donde aparecía la aurora, que es como si tirase de mí en esa dirección, como un imán, y ha sido una lucha, por un lado la aurora que me pedía que siguiese caminando y por otro lado el frío, que me decía que ya estaba bien de aventuras y que me volviese a la cabaña. Para regresar, he seguido las huellas de mis propios pasos en la nieve, ¡y menos mal! Si no, habría sido imposible.

Aun así, aunque estaba ya regresando y con frío, seguía parándome cada dos por tres para apagar la linterna y mirar al cielo otro poco más. Y en una de estas, he oído un ruido muy cerca. No sé el qué, pero algo tiene que haber sido, un animal o, a lo mejor, simplemente un montón de nieve cayéndose de un árbol, el caso es que me he imaginado de todo y no me he atrevido ni a encender la linterna ni a moverme. He estado quieta como mínimo cinco minutos que se me han hecho eternos, intentando oír algún que otro ruido, y claro, de intentarlo pues pasa que al final cualquier cosa se convierte en un ruido. Por pensar, he pensado hasta en los troles. A ver, ahora mismo, calentita en casa, viendo el fuego en la chimenea con un Cola Cao en las manos y esperando a que esté lista la sauna, pues como que no pienso que haya troles en el bosque, no soy yo de imaginarme ese tipo de cosas, pero hace un rato, ahí fuera, era otra historia. Lo único que se veía era la aurora boreal en el cielo, asomando por encima de las copas de los árboles, y cuando he oído un ruido a mi izquierda, de repente me ha dado por pensar que a lo mejor para los troles las auroras boreales son como la luna llena para los hombres lobo. Y que aunque no existan los troles tal vez sí que existe gente a la que le afectan mucho las auroras boreales y que salgan a los bosques como poseídos y empiecen a comportarse como troles, que no sé muy bien cómo se comportan los troles, pero no me imagino nada bueno.

La culpa de que yo piense en troles la tiene Magda, la novia de Mahmoud, que cuando estuvo aquí el domingo pasado, ¿o fue el domingo anterior?, bueno, da igual, el caso es que es la primera vez que venía aquí de visita y no paraba de decir que menudo atrevimiento vivir aquí yo sola —si no lo dijo treinta veces, no lo dijo ninguna—, que estaba impresionada conmigo. Y me enseñó un libro que traía en la mochila, se llamaba Stallo, o Stalle, o algo así. Estaba enganchadísima y no podía parar de leer, y decía que ya había comprobado que el libro se había traducido al inglés, más que nada para que también se lo pudiese leer Mahmoud, que ya empezaba a chapurrear un poco el sueco, pero no lo suficiente como para leerse una novela. El caso es que en el libro aparecían seres fantásticos, una especie de troles que pueden controlar los pensamientos de la gente y convertirse en animales, y algunos de ellos viven ni más ni menos que por aquí, por la zona donde está mi cabaña. Mira qué casualidad; así que el oso que vi hace unas semanas, cuando todos los osos deberían estar hibernando, a lo mejor se trata de uno de esos seres mágicos convertido en oso. Eso les dije. Entonces, Magda me miró muy fijamente con esos ojos verdes almendrados que tiene y me contestó que muy posiblemente.

Nos reímos bastante a costa de los troles de Magda, que al final terminó por enfadarse y se sentó en el sofá a seguir leyendo su libro. Nosotros seguimos charlando un buen rato en la mesa de la cocina: Gunnar, Mahmoud y Anki, la madre de Magda, aunque Mahmoud no tardó mucho en cansarse también de nosotros y fue a tumbarse en el sofá pegado a Magda. Anki también nos estuvo hablando de troles y del dios de la lluvia de los samis —mejor dicho, dios de la tormenta—, que utiliza el arcoíris como un arco desde el que se lanzan flechas para expulsar a los espíritus malignos y a los troles de las tierras de los samis. O algo así fue lo que contó, pero otra vez volví a darme cuenta de lo limitado que es mi inglés, sobre todo con personas que lo hablan bien y que utilizan palabras muy específicas, como Anki, que había estudiado la carrera entera en Inglaterra: Ciencias Políticas. Luego, empezó un doctorado en Boston, pero en uno de los viajes a Jokkmokk para ver a su familia conoció a Mikkel, su marido, que aunque solo tenía veinticinco años, ya era quien se hacía cargo de los renos de su familia. Y cambió de planes, tal cual, dejó el doctorado y se volvió a Jokkmokk, siendo ella misma la primera sorprendida, que siempre se había imaginado haciendo una vida en cualquier lugar del mundo menos en Jokkmokk. No es que no le gustase Jokkmokk, pero estaba tan lejos de todo, tan aislado de los lugares donde de verdad pasaban cosas… Pensaba eso ya con nueve o diez años, así que la adolescencia se le hizo larguísima, no veía el momento de terminar el instituto e irse. Y eso hizo, el mismo verano que terminó el instituto se fue de au pair a Londres, en el verano de 1982. No llevaba allí ni una semana cuando se anunció el final de la Guerra de las Malvinas, la victoria británica, y luego en mitad del verano se paralizó la ciudad con dos bombas del IRA. Una de ellas, la de Hyde Park, le pilló lo suficientemente cerca como para oírla; estaba dando un paseo con las dos niñas a las que cuidaba y oyó algo demasiado ruidoso como para ser un petardo. Era como estar en el centro del mundo, en el lugar donde pasaban ese tipo de cosas que sus padres y sus vecinos de Jokkmokk solo veían en la televisión. Y no solo asuntos de guerras y bombas, también todas esas calles y monumentos famosos, pubs, conciertos los siete días de la semana, restaurantes con comida de cualquier parte del mundo o simplemente el volumen de gente moviéndose por las calles, que parecían manadas de renos.

Antes de ir a Londres, la ciudad más grande en la que había estado era Luleå, que no llegaba, ni llega, a los cien mil habitantes, así que no había comparación posible. En principio, solo iba a pasar un verano en Londres; primero, un par de meses trabajando hasta que las niñas a los que cuidaba empezasen otra vez el colegio, y luego, quince días libres para conocer mejor la ciudad y quizás hacer algún viaje por la zona. Tenía el billete de avión de vuelta, no para volver a vivir a Jokkmokk, pero sí a Suecia. Seguramente, se instalaría en Estocolmo o Gotemburgo, buscaría un trabajo y se pondría a pensar si quería estudiar algo en la universidad, pero el caso es que no llegó a coger ese avión. En esos quince días libres, le dio tiempo a conseguir un trabajo en un hotel y, gracias a una compañera de trabajo española, a encontrar un lugar donde vivir, un piso ocupado en White City con un grupo de españoles que llevaban ya tres meses viviendo allí. Aunque ya se le ha olvidado, dice que aprendió bastante español en el año que pasó viviendo con ellos, más del inglés que aprendieron alguno de ellos. Eran cinco españoles, tres chicas y dos chicos, y luego ella, la sueca, y se puede decir que eran como una familia; discutían como una familia y resolvían juntos los problemas que iban surgiendo, entre otros el de cómo poder seguir viviendo en la casa una temporada más o cuándo había que ir buscando la siguiente casa para ocupar. En la casa en la que entró Anki, aguantaron cuatro meses más; luego, se mudaron a una en la que estuvieron seis meses, y después otra, todas en el mismo barrio. Hubo algunos cambios en «la familia»: se fueron dos de las españolas y entraron a vivir con ellos dos chicas griegas a las que Anki había conocido en su nuevo trabajo, de camarera en un pub bastante cutre, pero con música en directo casi todos los días. Allí conoció también a un chico de Sheffield que cantaba en uno de los grupos que fueron a tocar al pub. Dieron un concierto que vinieron a ver como máximo treinta personas y, al terminar, le preguntaron al dueño si se podían quedar a dormir allí, en el suelo; vamos, que contaban con ello y no tenían otro sitio a donde ir. El dueño les dijo que su pub no era un albergue y que se buscasen la vida, así que terminaron todos en la casa ocupa de Anki. Pasaron allí unos días, y Anki se lio con el cantante, un chico de su edad, como máximo tendría veinte años, y cuando se volvieron para Sheffield, ella se fue con ellos en la furgoneta de la banda. Estaba un poco harta del pub y del dueño y pensó que no le costaría mucho encontrar un trabajo parecido en Sheffield. Se despidió de «la familia» y se fue a vivir con el cantante del grupo a una casa grande en la que siempre había mucha gente, aunque, en el año que estuvo allí, nunca fue capaz de averiguar quién vivía allí y quién no, y su novio, el cantante del grupo, aún tenía menos idea.

Sheffield no era Londres, y lo de que sería fácil encontrar un trabajo resultó ser bastante ingenuo. Había mucha gente sin empleo, no paraban de cerrarse empresas, la industria del acero desaparecía por momentos y las minas de carbón de la zona despedían mucha a gente y amenazaban con cerrar. Parecía una ciudad deprimida, aunque, por otro lado, se vivía la vida con mucha intensidad, sobre todo la gente con la que se movía Anki: músicos, artistas, estudiantes, activistas… También le pilló allí el principio de esa huelga de mineros que luego se alargó más de un año. En la casa en la que vivía, se celebraban reuniones de grupos de apoyo y se organizaban actividades para recaudar dinero para ayudar a los mineros y a sus familias. Y en la taza del váter, dentro de la taza, una mañana apareció la cara de Margaret Thatcher dibujada con un rotulador imborrable. Así que la veía varias veces todos los días, en el váter y en las noticias, donde salía constantemente. Otra vez, volvía a sentirse metida de lleno en el lugar donde sucedían las cosas que otros veían en la tele, y cuando hablaba con sus padres por teléfono, le daba la impresión de que en Jokkmokk todo seguía exactamente igual que como lo dejó, la única novedad es que su hermano había terminado el instituto y se había mudado a Gällivare a trabajar en las minas de cobre. Habló con él y estaba entusiasmado: en los primeros seis meses de trabajo, lo único que tenía que hacer era aprender a usar la maquinaria, pero ya desde el primer día le iban a pagar un sueldo de verdad, un sueldo bastante bueno para un chaval de dieciocho años. Ella haciendo colectas para los mineros en huelga en una ciudad cuyo nombre sus padres no sabían pronunciar, y su hermano trabajando de minero en Gällivare. Qué cosas. Hasta entonces, no se había parado a pensar en el asunto de las minas, en dónde están situadas, quién trabaja en ellas y a dónde van a parar los recursos que salen de ahí. Y eso que había crecido en una zona de Suecia con bastantes minas, pero en el instituto no estudiaban esas cosas. Aquel año en Sheffield le marcó mucho, entre otras cosas fue allí donde decidió que sí, que iba a estudiar en la universidad, y que estudiaría Ciencias Políticas. En principio, en la universidad de Sheffield, donde llegó a matricularse y todo, pero un día se encontró a su querido novio en la cama con otra, vestido de Batman, para ser exactos, y ella de Robin, y después de una semana de drama y visto que Robin también se había mudado a la casa, decidió marcharse de la casa y de Sheffield. Todavía estaba abierto el periodo de matrícula en otras universidades y no se explica muy bien cómo, pero consiguió plaza en la Universidad de Cambrigde y se marchó para allá. Fue como mudarse a otro planeta, de Sheffield a Cambrigde.

¿Y por qué hablo yo de todo esto?

Ni idea, pero no tiene mucho sentido preguntármelo porque no tengo que preocuparme por lo que pensará la persona que está escuchándome; la grabadora lo acepta todo mientras tenga batería y espacio en la tarjeta de memoria. Y si empiezo hablando de una cosa y de repente resulta que estoy hablando de otra, pues muy bien, ¿por qué no? Hay gente que lo hace constantemente, mamá sin ir más lejos lo hacía, que muchas veces era una locura seguirle el hilo. Y no sé si como reacción a eso, o por mi carácter, el caso es que yo siempre he hecho todo lo contrario, soy muy cuidadosa, procuro no irme por las ramas y no hablar más de lo necesario. Pero ahora ando desatada. Y qué gusto también poder usar mi propio idioma. Las cosas que me cuentan en inglés, al traducirlas al castellano, paso a sentirlas mucho más cercanas, como si las entendiese mejor, aunque sea yo misma quien esté haciendo la traducción mientras habla.

A lo mejor no es tan malo irse por las ramas de vez en cuando, hablar sin el freno de mano puesto y averiguar a dónde le llevan a una las palabras. Hacerlo a solas con la grabadora me sirve de práctica, me gusta, aunque últimamente se me pasen los días y a veces incluso las semanas sin grabar nada. Pero cuando me pongo, me sucede cada vez más a menudo que no quiero parar, como ahora, que veo que la sauna está ya a setenta grados y que podría ir metiéndome, pero no voy a entrar todavía porque me da miedo meter la grabadora dentro, no sea que se estropee por el calor.

¿Y si apago la grabadora, entro y sigo hablando en voz alta dentro de la sauna y al mismo tiempo me tumbo a mirar la aurora boreal?

No, me da cosa, se me haría raro hablar en voz alta si no me estoy grabando, no tardaría ni un minuto en parar de hablar y en ponerme a pensar. Y no es lo mismo hablar en voz alta conmigo misma que pensar; parece mentira, pero no tiene nada que ver una cosa con la otra. Lo de hablar lo veo como más ordenado, aunque si alguien llevase un rato oyéndome por un agujero en la pared, quizá se preguntase que dónde está ese orden, pero incluso irme por las ramas y saltar de una cosa a otra es mucho menos caótico que lo que se escucharía si se le pudiese poner un altavoz a mis pensamientos cuando estoy en silencio. Hablar es como ir dibujando una línea, y una línea puede ir de un lado para otro e incluso hacer bucles y cruzarse consigo misma, pero es una línea al fin y al cabo, como un ovillo enredado y lleno de nudos, que no deja de ser un hilo de lana cuando se le desenreda. Lo de pensar es otra cosa, son como muchas líneas a la vez cruzándose unas con otras, y luego cosas que no son líneas: palabras sueltas, sensaciones, tonalidades…, qué sé yo. Un ovillo de pensamientos no se puede desenredar. Y ocurre que, en cuanto paro de hablar, me pongo a pensar, eso es inevitable. ¿Pero quiere decir eso que cuando me pongo a hablar dejo de pensar? No puede ser; ahora mismo, por ejemplo, ahora que me he metido en este lío sobre pensar y hablar y que no sé cómo salir, ahora mismo estoy pensando a toda velocidad y hablando muy lentamente, haciendo las dos cosas a la vez y a dos velocidades distintas. Interesante, pero como no deje de hablar de esto, me voy a volver loca. Hablar de esto, pensar en esto. Qué curioso, ¿por qué se usarán dos preposiciones distintas? ¿Son de y en preposiciones? ¿Y, si no, qué son? Se me ha olvidado toda la gramática que aprendí en el instituto. Había una lista de preposiciones que nos teníamos que aprender de memoria, así de corrido. Pero no, eso sí que no; me da la tentación, pero bajo ningún concepto voy a ponerme a recitar aquí la lista de preposiciones, lo de irse por las ramas tiene que tener un límite. Y ya he decidido que voy a esperar un poco más a meterme en la sauna, así que entonces, en lugar de estar aquí en el cuarto de baño mirando la puerta de la sauna y el termómetro, mejor me voy al salón a ver la aurora boreal mientras hablo. La ventana del salón es más pequeña que la de la sauna, pero es bastante más grande que este ventanuco que hay en el cuarto de baño. Y ya de paso, aprovecho para poner más leña en la chimenea, así no se me apaga el fuego mientras esté en la sauna.

Es impresionante la aurora, y se ve bastante bien desde la ventana del salón. Ha crecido en este rato que llevo sin mirarla, y ahora, además de colores verdes y azules, aparecen también ráfagas de rojo. Anki contaba el otro día que en la cultura sami las auroras boreales son el lugar donde va a parar el alma de los muertos, algunas tradiciones dicen que de todos los muertos, otras especifican más y cuentan que solo de aquellos que han tenido una muerte violenta o accidentada, y que las diferentes formas y colores son reflejo de los diferentes estados de ánimo y conflictos en las almas de los antepasados. La madre de Anki se había criado escuchando esas historias, en un pueblo de las montañas al norte de aquí, todavía en el municipio de Jokkmokk, pero ya casi en el siguiente, Gällivare, aunque lo de los municipios poco importaba en aquellos tiempos, sobre todo entre los samis, que tenían, y tienen, sus propias divisiones administrativas, las diferentes aldeas samis, que no son como las aldeas en España, sino extensiones enormes de territorio en las que se mueven y pastan los renos de unas determinadas familias. Los abuelos de Anki perdieron los pocos renos que tenían por culpa de una avalancha de nieve, tuvieron que buscarse la vida de otra manera y, entre otras cosas, estuvieron trabajando en la acogida a los refugiados que cruzaban la frontera noruega por las montañas a finales de la Segunda Guerra Mundial. El abuelo formaba parte del equipo de rescate, esquiando en las montañas y recogiendo a gente que se había refugiado del frío en cabañas de los samis, pero que llevaban días sin comer, o algunos simplemente estaban a la intemperie, caminando en la nieve, sin esquíes, o con esquíes pero sin saber utilizarlos. La abuela trabajaba en la base donde traían a los refugiados, haciendo de todo, porque eran muchos los que llegaban y pocos los empleados que habían contratado para ese invierno de 1944 a 1945. La madre de Anki por aquel entonces tenía ocho años y siempre contaba que se hizo mayor en aquellos meses; sus padres estaban tan ajetreados que era a ella a quien le tocó estar a cargo de sus hermanos pequeños. Ella era la segunda hermana de un total de seis. La mayor tenía quince años y también la habían contratado para trabajar en la base de acogida a los refugiados. Entre la mayor y la madre de Anki habían nacido tres niños, pero todos habían muerto antes de cumplir el año de edad. Luego, nació la madre de Anki, que trajo de vuelta la salud a la familia, y detrás de ella, con intervalos de menos de dos años, cuatro hermanos más, dos niños y dos niñas. El más pequeño de todos apenas había cumplido un año en ese invierno en el que toda la familia se mudó a la base de acogida de los refugiados.

La hermana mayor de la madre de Anki, es decir, la tía de Anki, se llamaba Biret, la tía Biret, y se decía de ella que era una de las mujeres más guapas de todo Sápmi. Anki solo la ha visto en fotos porque su tía se murió joven, acababa de cumplir veinte años cuando la atropelló una de las máquinas que trabajaban en la construcción de una de las centrales hidroeléctricas de la zona, la más grande de todas, que se inauguró a principios de los años cincuenta. Ella estaba trabajando allí de limpiadora, el último verano antes de casarse y de irse a vivir a Jokkmokk con su futuro marido. Aunque es imposible que Anki hubiese conocido a su tía porque, si la tía no se hubiese muerto tan joven, Anki ni siquiera habría existido. Y es que Lars, el hombre que iba a casarse con la tía Biret… ¡es el padre de Anki! A ver si lo cuento ordenadamente.

Lars también estuvo trabajando en el equipo de rescate de refugiados en el invierno de 1944 a 1945, y allí conoció a Biret y a toda la familia. Él no era sami, era un joven policía de Jokkmokk al que destinaron a las montañas para trabajar con los refugiados, y que pasada esa temporada se volvió a vivir a Jokkmokk, pero para entonces ya se había ennoviado con Biret, que acababa de cumplir dieciséis años. Estuvieron de novios varios años, y Lars venía a menudo de visita a las montañas, vivía con la familia y ayudaba en lo que hiciese falta, por ejemplo con los renos, porque, después de unos años ahorrando, la familia había vuelto a comprarse unos renos. La fecha y el lugar de la boda ya estaban decididos cuando ocurrió lo del accidente de Biret. La madre de Anki por aquel entonces tenía trece años y aún lo recuerda como el momento más triste de su vida: sus padres estaban destrozados, como si hubiesen envejecido diez años de repente, y a Lars daba pena verlo. Siguió viniendo de visita a las montañas, como cuando vivía Biret, a ayudar a la familia, y pasados unos años, como si fuese la cosa más natural del mundo, empezó una relación con la madre de Anki: ella tenía diecinueve y él treinta y uno cuando se casaron. La noche de bodas, en una cabaña de las montañas, hubo una aurora boreal preciosa con toda la gama de colores y que a ratos cubría casi todo el cielo. Para la madre de Anki, no cabía ninguna duda de que aquella aurora era su hermana Biret dándoles su bendición. Pero era el año 1956 y todo estaba cambiando muy rápido.

Anki nació diez años más tarde en una casa con agua caliente, calefacción y luz eléctrica en el centro de Jokkmokk. También frigorífico, lavadora, teléfono y televisión. Otro mundo. Son en total cuatro hermanos y ella es la tercera. A la mayor, la llamaron Biret. Anki aprendió en el colegio que las auroras boreales se forman por las tormentas solares en combinación con el magnetismo de los polos de la tierra, por eso ocurren con tanta frecuencia en las cercanías del Polo Norte; en las del Polo Sur, auroras australes. Su madre le contó la explicación tradicional sami, pero más bien como una curiosidad y no como una explicación verdadera, que es como se lo habían contado a ella. Y esa fue de las pocas cosas de cultura sami que aprendió de boca de su madre, quien ni siquiera le enseñó el idioma. Sus dos hermanas mayores sí que lo aprendieron; la madre les hablaba sami en casa y visitaban a menudo a los abuelos en las montañas, pero para cuando nació el tercer hijo, el hermano de Anki, acababan de morir los abuelos, y la madre de Anki se había peleado con sus hermanos por asuntos de herencias. Luego se reconciliaron, pero tuvieron que pasar bastantes años para eso. Anki recuerda que la primera vez que sus tíos y sus primos por parte de madre vinieron a casa fue cuando cumplió quince años y vinieron a su fiesta de cumpleaños. Hasta ese momento, apenas los había visto. Más allá de su cumpleaños, lo que se estaba celebrando allí era la reconciliación de la familia, pero fue ella, la cumpleañera, la que tuvo la suerte de recibir un montón de regalos. Dos de sus tías se habían puesto manos a la obra y le habían cosido un traje tradicional sami: botas, vestido, pañuelo, cinturón y gorro, no le faltaba un detalle. También le regalaron una piel de reno como la que he usado yo hoy para ponerla sobre la nieve y tumbarme a ver la aurora, pendientes, pulseras y colgantes, un par de cuchillos samis, e incluso un tambor tradicional de los que se usaban antiguamente en los rituales. Aquello fue un shock para Anki, que cuando se puso toda la ropa que le habían traído y se miró al espejo, no se reconocía a sí misma. Su madre, sin embargo, se puso a llorar como una magdalena al verla; su madre y también sus tíos y tías, que decían que era igualita a su abuela de joven, a las fotos que le hicieron unos turistas alemanes cuando tenía quince o dieciséis años. Los turistas estaban recorriendo el parque natural, les pilló una tormenta de nieve y se refugiaron en la cabaña donde vivía la abuela de Anki con su familia. Llevaban una cámara de fotos y se las hicieron. Dijeron que cuando volviesen a Alemania y revelasen las fotos, se las mandarían. Y eso hicieron. Meses más tarde, llegaron las fotos a uno de los albergues para turistas de la montaña, y el abuelo de Anki fue a recogerlas.

Aquel día, Anki recobró una identidad perdida, la identidad sami, aunque en realidad no es que la recobrase, sino que la experimentó por primera vez. Pero no era una identidad completa, le faltaba un ingrediente importante: el idioma, y fue ese mismo día, en la fiesta de cumpleaños, cuando se dio cuenta de lo mucho que implicaba no entenderlo ni hablarlo; le daba rabia que le tuviesen que traducir al sueco el nombre de las diferentes cosas que le habían regalado, o cuando alguien hacia una broma en sami y todos se reían, excepto ella y su hermano, a los que nadie se lo había enseñado. Sus dos hermanas mayores sí que habían aprendido sami de pequeñas y más o menos se enteraban, incluso su padre, Lars, que aunque no era sami, había aprendido a hablar el idioma en su juventud, en todas las temporadas que había pasado con la familia de su mujer y en los primeros años viviendo juntos en Jokkmokk, cuando el idioma oficial de la casa todavía era el sami. Pero luego vino el conflicto familiar y la madre de Anki hizo lo posible por pasar página y olvidarse de su vida anterior, entre otras cosas dejó de hablar sami, quitó las decoraciones de la casa que le hiciesen recordar a su familia y se convirtió en una sueca moderna, como ella misma decía por aquel entonces: había dejado las montañas para vivir en un pueblo con ambulatorio, biblioteca, escuela y tiendas, trabajaba a media jornada en el supermercado y tenía un sueldo que, sumado al de su marido como policía, les daba para vivir holgadamente, por ejemplo, para comprar ropa nueva para toda la familia en las tiendas de ropa en lugar de pasarse las tardes cosiendo, o para ahorrar y comprarse un coche grande con el que ir de acampada con toda la familia como mínimo quince días cada verano. Anki recuerda que siempre iban a campings distintos, unos años iban al norte, hacia Kiruna y Noruega, otros años al este, al archipiélago de Luleå y a Finlandia, y muchas veces al sur. Un verano llegaron hasta Trelleborg, la ciudad más al sur de Suecia, y a punto estuvieron de coger un ferry para ir a Alemania. Pasados los años, Anki se dio cuenta de que al único sitio al que nunca iban en vacaciones era al oeste, a las montañas donde había crecido su madre.

No había aprendido el idioma sami de pequeña, pero de los quince a los dieciocho años, desde aquel cumpleaños de la reconciliación hasta que se marchó a Londres, estuvo yendo a clases e intentando que su madre hablase sami con ella en casa, también visitando a sus tíos y a sus primos con relativa frecuencia, acompañándoles con los renos en las montañas y durmiendo en la vieja cabaña donde los turistas alemanes habían encontrado refugio y fotografiado a su abuela, unas fotos que todavía estaban colgadas en las paredes de la cabaña. Poco a poco, iba asimilando que no solo era una chica sueca de un pueblo perdido en uno de los rincones más remotos del país, Jokkmokk; era al mismo tiempo una chica sami que vivía en uno de los lugares centrales de Sápmi, la tierra de los samis, también Jokkmokk. Pero pese a la familia y la identidad recuperada, o en proceso de recuperación, Anki seguía contando los días para terminar el instituto y salir de allí. De Jokkmokk a Londres, de Londres a Sheffield y de Sheffield a Cambridge. Y mientras que Jokkmokk le parecía un lugar remoto, Cambridge, por el contrario, le parecía el centro del mundo, o uno de los centros, incluso más que Londres. Más de ochenta investigadores de la Universidad de Cambridge han recibido el Premio Nobel; es la universidad con más premiados de todo el mundo y en la ciudad entera se respira un ambiente especial. Al menos, así lo sentía Anki, porque yo nunca he estado en Cambridge, ni en Cambridge ni en ningún otro sitio de Inglaterra. Las librerías, las bibliotecas, los coros, los grupos de teatro y de música de cámara, los profesores, los seminarios, los investigadores visitantes, la sensación de que sea cual sea el tema que a una le interese, va a encontrarse con uno de los expertos mundiales en la materia paseando distraído por el campus, tomando el aire y haciendo una pausa antes de volver al despacho a seguir escribiendo artículos y libros que se leerán en universidades de todo el mundo y que entre otras cosas influirán en las decisiones de muchos políticos y empresarios. Anki estudió Políticas y, durante cinco años, le pareció que vivía en dos realidades paralelas, la mayor parte del año en la burbuja Cambridge y, en verano o en Navidades, viajando a Jokkmokk a visitar a su familia, que seguía haciendo la vida de siempre y si había cambios no sorprendían a nadie porque eran los esperados: a su hermano pequeño le hicieron contrato fijo en la mina en Gällivare, y sus dos hermanas mayores se casaron la una detrás de la otra, un verano la mayor y el verano siguiente la segunda. Su padre se jubiló, su madre seguía trabajando media jornada en el supermercado, y ahora que viajaban sin hijos, habían cambiado las vacaciones de coche y camping por vuelos chárter al sur de Europa; todos los años se iban como mínimo una semana a un sitio distinto. También pasaban mucho tiempo con la familia recuperada, cuando no era un cumpleaños era un bautizo, o una boda, o ir a echar una mano en la matanza de los renos.

El verano que Anki terminó la carrera, sus padres la recogieron en el aeropuerto de Luleå y se fueron directos a una iglesia minúscula en las montañas, en una zona preciosa que me ha apuntado en un papel que por cierto no sé dónde he puesto. Gunnar dijo que él también había estado en esa iglesia en la boda del hijo de una prima de Astrid. Estuvieron hablando un rato, de parientes y apellidos, Anki intentando cuadrar a la familia de Astrid en el árbol genealógico sami que tiene en su cabeza, porque, si no le salían mal las cuentas, Astrid y su madre tenían una tatarabuela en común que había vivido a mediados del siglo XIX y que venía de una familia de samis de Finlandia. Algo le sonaba a Gunnar de que una parte de la familia de Astrid tenía antepasados finlandeses. Y luego no sé qué más dijo porque se pusieron a hablar en sueco; Gunnar llevaba un rato atascándose con las relaciones de parentesco en inglés, y les dije que por mí no se preocupasen, que cambiasen un momento al sueco, que, además, yo tenía que ir al baño. Así descansaba yo también un poco, que lo de mantener tanto rato seguido la atención escuchando inglés me sigue cansando. En el trabajo estaba acostumbrada a comunicarme en inglés, sobre todo por escrito, pero siempre eran las mismas palabras: proyectos, procesos, informes, reuniones, gerentes, planes de mejora… Palabras sin contenido, como si diese igual a qué es a lo que se dedicaba mi empresa. Pero escuchar a Anki hablar de su vida y su familia es otra cosa, me interesa bastante más, y también a Gunnar, aunque últimamente esté un poco monotemático con los rusos, o a su prima Anna cuando fuimos a por las cajas de libros, o a Mahmoud cuando se arranca y cuenta algo de su vida en Afganistán o en Irán, o de su viaje para llegar hasta aquí. Sea quien sea con quien hable, me doy cuenta de que escucho con un nivel de atención que antes no tenía, que no sé si he tenido alguna vez, ¿de niña quizás? Creo que ni siquiera entonces. Pero en los últimos años, definitivamente, no lo he tenido; ya fuese en el trabajo o fuera del trabajo, cuando hablaba con alguien, tenía la mitad de la cabeza en otro sitio, y la mayoría de las veces ese otro sitio no era ningún lugar concreto, sino más bien un runrún incómodo, el runrún. Y no me daba cuenta de lo que pasaba, me había acostumbrado tanto a eso que me parecía lo normal, como si viviese con unos tapones en las orejas, de esos que se pone la gente para dormir en los aviones o como los que se ponía mamá para poder dormirse con papá roncando al lado. Y si una no se los quita nunca, al final no recuerda cómo era eso de escuchar sin tapones.

Es eso, sucede que ahora estoy escuchando sin tapones. No sé en qué momento me los he quitado, pero el caso es que ya no están, y como la mayoría de los días los paso sola, cuando por fin veo a alguien y le escucho hablar de lo que sea, me convierto en una esponja que todo lo absorbe, por ejemplo, al escuchar las historias de los samis, de Sápmi, la tierra de los samis, que ocupa todo el norte de Noruega, Suecia y Finlandia, e incluso una zona de Rusia que se llama la península de Kola. Llevo casi seis meses aquí y me da la impresión de que solo ahora empiezo a enterarme, al menos un poco, de en qué lugar del mundo estoy. Sí, es verdad que Gunnar me había contado que Astrid era sami, pero poco más, y lo mismo Niklas con sus abuelos maternos, que también eran samis, pero siempre que me ha hablado de su familia lo ha hecho de la paterna, de su abuela la rusa, que no salía de la cocina y recibía montones de visitas. Y aunque sé que Niklas habla ruso, lo que no tengo ni idea es de si habla o no habla sami. Se lo dije a Anki, que en un rato hablando con ella había aprendido más sobre los samis que en los seis meses anteriores, y ella me dijo que seis meses no son tanto tiempo comparado con los quince años que se había pasado ella sin enterarse de nada, hasta aquel día en que se presentó toda su familia en su casa para celebrar su cumpleaños y se vio a sí misma en el espejo con el traje tradicional puesto y con su madre y sus tíos hablando en sami a su alrededor. Ahí empezó a descubrir poco a poco su cultura, yendo a clases para aprender el idioma y preguntando a su madre por unas cosas y por otras, aprendiendo a sentirse sami además de sueca, aunque no llegando tan lejos como Magda, su hija, que cuando escuchó eso desde el sofá donde estaba leyendo su novela de los troles, dijo que ella no era sueca, que es sami y nada más que sami, y que los suecos son unos colonizadores. Y no sé si Anki se dio cuenta, pero yo me fijé que en que a Gunnar casi se le atraganta el pan con queso que se estaba comiendo al oírlo. No dijo nada, le debió de dar apuro ponerse a discutir con la niña, aunque luego con Anki sí que tuvo sus más y sus menos y se puso el ambiente un poco tenso. Y es que le tocó su fibra sensible: la OTAN y el estar preparados para un ataque de los rusos.

Anki estaba hablando de los renos, de las zonas donde pastan en las diferentes épocas del año y de cómo se van moviendo de un sitio a otro, prácticamente repitiendo las mismas rutas y los mismos ritmos cada año. En abril, se trasladan del bosque a las montañas; en mayo, nacen las crías; en julio, juntan a los renos de varias familias y hacen marcas en las orejas de las crías. Cada familia tiene una marca diferente que les sirve para saber cuáles son sus propios renos. En agosto, empiezan a dejar la zona de alta montaña y, a mediados de septiembre, es el momento de hacer la matanza. Son los propios renos los que se ponen en movimiento para trasladarse de un sitio a otro; los pastores lo que hacen es seguirlos o, al menos, ha sido así durante siglos, aunque la cosa cada vez se esté poniendo más complicada. Es como si en algún lugar de la mente o de las piernas de los renos, estuviese grabado el recorrido que suelen hacer cada año, por ejemplo, cuando a mediados de abril les entra el nervio y empiezan a moverse hacia el oeste, hacia las montañas. Pero el problema es que muchas veces las zonas por las que quieren pasar ya no son accesibles, o son peligrosas. Quizá la complicación más grande sean los cauces de los ríos, que con las presas y las centrales eléctricas han cambiado completamente, y eso afecta al grosor del hielo en determinadas épocas del año. Ha habido accidentes en los que el hielo se resquebraja y cientos de renos han muerto, y rutas que directamente ya no son transitables y hay que encontrar alternativas, como meter a los renos en camiones para recorrer ciertos tramos. Y, además de las presas, están las minas, por ejemplo, la que quieren abrir en la zona de Gállok, que es de la que llevo oyendo hablar varios meses. Anki está en contra de la mina, dijo que ya hay más que suficientes minas en la zona norte de Suecia, y Gunnar le dio la razón, dijo que después de haberle dado muchas vueltas al asunto, lo tenía claro: seguir adelante con la mina no le vendría bien nada bien a Jokkmokk, ni a la naturaleza, ni a los samis, ni a nadie. A corto plazo, sí, generaría trabajo y vendría más gente a vivir a Jokkmokk, pero ¿después qué? Lo mismo pasó con la construcción de las centrales eléctricas; al final, la gente que llega para trabajar se iría yendo poco a poco otra vez. Hay que pensar en otras maneras de atraer gente a Jokkmokk. El turismo, por ejemplo. Y a los turistas no es que les gusten las minas precisamente. Y la cultura, dijo Anki. Jokkmokk ya es un referente cultural, aunque solo sea por los conciertos y las conferencias que se organizan cada año durante el fin de semana del mercado de invierno, o por el museo y el centro de estudios samis. Entonces, brindamos chocando las tazas de café por un Jokkmokk cultural y libre de minas, y Magda y Mahmoud brindaron desde el sofá con sus Coca-Colas, pero duró poco la alegría. Anki quería brindar también por un Jokkmokk libre de militares, y eso a Gunnar le pareció una irresponsabilidad tan grande que no pudo morderse la lengua. Los rusos eran muy peligrosos, sobre todo con alguien como Putin de presidente, así que cuanto más colaborase Suecia con los países de la OTAN, mejor; de hecho, lo que deberían hacer era entrar de una vez en la OTAN y dejarse de medias tintas. Anki opinaba todo lo contrario: cuanto menos colaborase Suecia con la OTAN, menos problemas tendrían con los rusos; un Sápmi desmilitarizado, eso es lo que hacía falta, incluyendo a la península de Kola en Rusia y los samis que viven allí, un Sápmi con proyectos en común, sociales, lingüísticos y culturales, con programas de intercambio, con festivales de música y de teatro, con más conexiones y contactos entre la gente de los diferentes países para evitar vernos unos a otros como enemigos.

La respuesta de Anki puso aún más nervioso a Gunnar, que dijo que eso es exactamente lo que pensaba Astrid y la causa de la mayoría de las discusiones que tuvieron, fantasías de hippies, eso es lo que eran esas ideas: muy bonitas, pero tremendamente ingenuas y una irresponsabilidad enorme teniendo en cuenta la realidad del mundo en el que vivimos, con el Ártico derritiéndose y los países más poderosos del mundo moviendo ficha para intentar quedarse con los recursos naturales de la zona. Pero Anki erre que erre, ella decía que esos recursos naturales deberían quedarse donde estaban: en el suelo o en el fondo del mar, sobre todo el gas y el petróleo, que bastante contaminada tenemos ya la atmósfera. Le parecía trágico que en unas zonas que se iban a quedar libres de hielo por culpa del calentamiento global, se empezase a extraer gas y petróleo para seguir calentando el planeta aún más. Sería trágico, pero así estaban las cosas. Gunnar tampoco daba su brazo a torcer y empezó a citar informes, libros, documentales… La misma avalancha de información que me soltó a mí el día que vino a casa cargado con las latas de conserva y el combustible para sobrevivir aislada varios meses. La diferencia es que Anki le respondía con otras tantas citas y argumentos, no como yo, que me quedé como un pasmarote intentando asimilar todo lo que me estaba contando. Y que volví a quedarme como un pasmarote al escuchar la discusión entre los dos, moviendo la cabeza de un lado a otro como en un partido de tenis, pensando que debería decir algo para calmar los ánimos. Me daba un poco de apuro la situación, porque Magda y Mahmoud estaban también allí y a lo mejor se sentían incómodos; al fin y al cabo, Anki es la madre de Magda, y Gunnar está haciendo de padre, o más bien de abuelo, de Mahmoud. Pero un par de miradas que crucé con Magda me tranquilizaron. Primero, en uno de los monólogos de su madre, y luego, en una de las respuestas interminables de Gunnar. Miradas con complicidad y media sonrisa, como diciendo «madre mía, estos dos…». Y yo le respondí con otras miradas que venían a expresar más o menos lo mismo. Además, seguía enfrascada en su novela. Y por Mahmoud no tenía que preocuparme, estaba tumbado con la cabeza apoyada en las piernas de Magda, que con una mano sujetaba el libro y con la otra mano le acariciaba el pelo y la frente. Él tenía los ojos cerrados, pero la expresión de su cara era de que más feliz no podía estar. Y seguramente sea verdad que es difícil estar más feliz que lo que Mahmoud estaba en ese momento. No creo que se estuviese enterando mucho de la discusión que teníamos a cuatro metros de distancia; estaba en su burbuja maravillosa de adolescente enamorado.

Mirándolos a los dos, a Magda y a Mahmoud, acabé por distraerme yo también de la discusión de Anki y de Gunnar, que seguían dándole vueltas a lo mismo, y empecé a pensar en mis cosas, en si alguna vez he tenido una cara de felicidad como la que tenía Mahmoud en el sofá. Y me lo pregunto ahora otra vez, se lo pregunto a la aurora boreal a ver si alguno de mis antepasados me responde. Siempre me las he apañado para hacer las cosas demasiado complicadas, ni siquiera de adolescente me permitía estar así. Bueno, de adolescente era aún peor, estaba tensa como una espiga continuamente, pensando que en cualquier momento haría algo mal y lo estropearía todo, que sería tan torpe de decir las palabras exactas que harían que el chico con el que había empezado a salir se cansase de mí o que me hiciesen quedar como una tonta; entonces, me bloqueaba y decía más bien poco, no tomaba iniciativas, con lo cual no tardaba mucho en agobiarme pensando en que era la persona más aburrida del mundo y que pronto me descubrirían: todo el mundo se daría cuenta de que era un fraude, un cascarón sin nada dentro. Ese runrún de preocupación me hacía estar en tensión en las clases, y luego en casa, cuando hacía los deberes y estudiaba. Si me despistaba lo más mínimo, algo podía salir mal, como aquella vez que a punto estuvieron de ponerme un notable en Inglés y me puse a llorar en la reunión con la tutora. Lo que me pasaba por la cabeza en ese momento es que si empezaba a flojear y dejaba de sacar sobresaliente en todas las asignaturas, lo siguiente que ocurriría es que empezaría a suspender, no habría vuelta atrás, sacar un notable sería empezar a deslizarme por una cuesta abajo en la que no sabría cómo detenerme. En el siguiente cuatrimestre, suspendería una asignatura, luego dos o tres, y cuando me quisiese dar cuenta, estaría repitiendo curso. Pensaba en la cara que pondrían mis padres, sobre todo mamá, y también el abuelo en Sobradillo, que siempre me decía que era la más lista de la familia, incluso más lista que él.

Pero empiezo a notar interferencias en el runrún, ratos en los que de repente no lo tengo encima como una losa. Por ejemplo, cuando Niklas estuvo aquí de visita y salió a buscar algo al coche y me quedé en la mecedora, por un momento pareció como si se parase el tiempo y pensé en que me sentía bien, simplemente eso, fíjate tú qué cosa tan sencilla y tan difícil de alcanzar habitualmente. Al menos para mí. Podría decir que gran parte del rato que Niklas estuvo aquí esa noche fue libre de runrún. Y luego, a partir de ahí, he ido teniendo más momentos así, sobre todo dando vueltas por el bosque, inventándome caminos con las raquetas de nieve. O sin ir más lejos, hace un rato, tumbada sobre la piel de reno y mirando la aurora.

También puede ser, ahora que lo pienso, que la memoria me esté engañando, quiero decir, que a lo mejor sí que he tenido momentos de sentirme bien, y digo bien de verdad, antes de este último mes. Y ahí se me aparece reluciente el verano de COU, después de que me mandasen la carta notificándome que me habían aceptado para matricularme en Derecho y ADE en la Autónoma, que es lo que yo quería. Tenía una media que, vamos, era imposible que no entrase, pero, aun así, no estuve tranquila hasta que me llegó la carta, que debió de ser a mediados de julio. Entonces, me relajé. Me pasaba los días en la piscina, tomando el sol y haciendo el tonto con las amigas de la urbanización, a las que no veía mucho durante el año, pero que siempre estaban ahí al empezar el verano. Recuerdo cenar en casa y bajar a dar una vuelta después de la cena, un día sí y otro también. Se estaba mejor en la calle que en casa, hacía calor y se podía estar casi todo el rato en camiseta de tirantes. Ese verano no estaba saliendo con ningún chico, aunque sí que tuve una historieta de una semana con el primo de una amiga que vivía en Chile, pero como se volvía a Chile, tampoco podía darle muchas vueltas al asunto ni preocuparme demasiado por meter la pata. Total, igualmente se iba a marchar y no nos íbamos a ver más. Eso sí, la semana nos cundió: todas las noches nos quedábamos en el parque hasta las dos o las tres de la mañana, igual que el resto de la panda, sí, pero nosotros nos íbamos a una zona del parque más tranquila, con una litrona y una bolsa de pipas. Los dientes se ponen bastante guarros con las pipas, pero daba igual, me gustaban mucho esos besos con sabor a cerveza y pipas, y sí, seguramente en algún momento de esa semana, tumbada en el césped del parque con el chileno a mi lado, en algo se debió parecer la expresión de mi cara a la de Mahmoud el otro día en el sofá.

O unos años más tarde, cuando había terminado la carrera y llevaba ya un par de años trabajando en la consultoría. Pese a que las diez horas de trabajo diarias no me las quitaba nadie, había entrado en una rutina bastante cómoda: el proyecto que me habían asignado era para una empresa donde se tomaban las cosas con calma, y los consultores que estábamos trabajando en sus oficinas durante varios meses acabamos por contagiarnos de ese ritmo tranquilo. Además, había buen ambiente y bastante gente de mi edad, que yo por aquel entonces tendría unos veinticinco. Me pregunto cómo me habría ido todo si hubiese aceptado la oferta de trabajo que me hicieron en esa empresa y me hubiese quedado allí. Pero era una empresa relativamente pequeña, no me ofrecían más sueldo que el que tenía, y las posibilidades de ascenso eran mucho menores, así que decidí seguir en la consultoría, donde cada año me subían el sueldo y me iban dando más responsabilidades. Pasados unos años, trabajando con un proyecto para otra empresa, volvieron a intentar ficharme, pero esta vez la empresa que me quería contratar era bastante más grande que la otra y me propuso una mejora del sueldo del treinta por ciento. Acepté. Estaba a punto de cumplir treinta años y ya iba a tener mejor sueldo que mis padres. Lo digo ahora y me parece una estupidez, pero el hecho es que en aquel momento lo pensé. Para celebrar el contrato, invité a cenar a mis padres y a mi hermana. Y a Marcos, claro. Por aquel entonces, ya vivíamos juntos. Iba lanzada y me estaban saliendo las cosas bien. O eso pensaba. Porque de esa empresa, después de un par de ascensos y una fusión, es de la que he tenido que salir huyendo. Y para entonces, ya se había estropeado del todo la relación con Marcos, cosa que en parte tuvo que ver con mi ritmo de trabajo en la empresa, pero solo en parte. Lo de mis padres es otro tema, que tuviesen el accidente es independiente de que yo trabajase en la consultora o en la otra empresa, pero no habían pasado ni dos meses de aquella cena de celebración cuando me llamaron de la policía para decirme que mis padres estaban en la UVI en Salamanca. Pasé a recoger a mi hermana por el trabajo, pero llegamos tarde, ni siquiera pudimos despedirnos de ellos, aunque de todas maneras, nos dijeron que todo el rato que habían pasado en la UVI habían estado inconscientes.

¿Qué habría sucedido si hubiésemos llegado a tiempo? ¿Habrían reaccionado? ¿Habrían sacado fuerzas de flaqueza al oír nuestras voces y recuperado la conciencia? En realidad, no; los médicos nos dijeron claramente que eso no habría sido posible, que aunque no se hubiesen muerto en el acto, el accidente había sido mortal, pero, aun así, yo no podía parar de hacerme esas preguntas, tampoco de pensar en todas las conversaciones que no había tenido con mis padres, las preguntas que ya nunca podría hacerles. Es cierto que mi cambio de trabajo no influyó en el accidente de mis padres; sin embargo, el accidente de mis padres sí que influyó en cómo afronté mi nuevo trabajo, y mucho. Acababa de empezar en la empresa y estaba todavía en fase de adaptación: conociendo a los nuevos compañeros, enterándome de mis tareas y de mis áreas de responsabilidad, estableciendo la relación con mis jefes, en fin, todas esas cosas que ocurren en los primeros meses y que luego tienen tanta importancia. Y el accidente de mis padres me dejó grogui durante varias semanas. Lo lógico. Mis compañeros, cuando se enteraron, estaban impactados, mis jefes también, y comprendían que no podía rendir al ritmo normal, que algunos días tuviese la cabeza en otro sitio y que me perdiese alguna que otra reunión porque no me veía con fuerzas. De hecho, me propusieron cogerme unos días de baja, por lo menos una semana para quedarme en casa y descansar, para asimilar lo que había pasado. No quise, les dije que me sentaba bien ir al trabajo, que, si no, se me caía la casa encima. Y era verdad, se me caía la casa encima, y más aún la de mis padres cuando iba por allí a solucionar papeleos, pero a lo mejor debería de haber dejado que pasase justo eso, que se me cayese la casa encima. Marcos me insistía, mi hermana también, que parase un poco el ritmo. No les hice caso, me enfadaba con ellos cuando me sacaban el tema, y mi reacción, mi respuesta, era pasarme aún más horas en la oficina. Pero ni por esas me cundía. Tenía la sensación de que pasaban las semanas, y yo seguía a medio gas, y me entró la angustia de ir retrasada en las tareas que me asignaban o a las que me comprometía, una angustia que no se me llegó a pasar del todo en los más de cuatro años que trabajé allí, como de haber empezado con el pie cambiado y de seguir avanzando a base de traspiés. Aunque nadie pareciese percatarse de ello.

Espera, que yo no quería hablar de eso. A ver, no sé cómo me las apaño, pero siempre acabo pensando en la maldita empresa. Yo lo que quería era hablar de todo lo contrario, de las temporadas en las que me he sentido bien. Porque lo que no puedo hacer es dejar que los últimos años me empañen todos los anteriores, que es exactamente eso lo que me ha estado pasando. Mira, una temporada dulce, por llamarla de algún modo, fue la que he mencionado hace un momento, cuando todavía estaba trabajando en la consultoría y me asignaron un proyecto en esa empresa en la que se tomaban las cosas con tanta calma. En principio, éramos tres los consultores desplazados que íbamos a trabajar desde sus oficinas durante tres meses, pero después, como la empresa no nos seguía el ritmo y necesitábamos de sus comentarios para seguir avanzando con el proyecto que nos habían encargado, hicimos un cambio de planes y me quedé yo sola como única consultora. La cosa se alargó casi un año y, en la práctica, aquello era como ser una más en la plantilla de la empresa. Me apuntaba a las cañas de los viernes, me invitaban a las fiestas de cumpleaños, e incluso hice dos viajes con los compañeros más jóvenes: a los Carnavales de Cádiz y a la Feria de Abril de Sevilla. En esa época, todavía vivía en casa de mis padres y, como no había nadie que se quedase en la oficina después de las siete de la tarde, pues yo tampoco me quedaba y llegaba a casa tempranísimo, o lo que a mí me parecía tempranísimo. Inés también seguía viviendo en casa, estaba terminando la carrera y recuerdo que venía bastantes tardes a tumbarse en mi cama y contarme sus cosas; le encantaba hacer pausas cuando se ponía a estudiar. Creo que nunca he tenido una relación tan cercana con Inés como en aquella época, vamos, años luz si la comparo con la relación que tenemos ahora, que es prácticamente inexistente. Por cierto, debería llamarla, porque lo único que sabe es que estoy fuera de Madrid por una temporada, y porque le dejé un mensaje en el contestador antes de irme. Pero no sabe ni que estoy en Suecia ni que he dejado el trabajo; seguramente pensará que estoy trabajando veintisiete horas al día en alguna de las sedes de mi empresa en el extranjero. Me llamó después de oír el mensaje y estaba yo ya en Barajas. Como no tenía ninguna gana de dar explicaciones, no le cogí el teléfono, así que me dejó un mensaje ella también a mí, y esa fue toda la comunicación que tuvimos. Me decía que esperaba que estuviese bien y que ya le contaría otro día a dónde me iba y cuánto tiempo iba a estar fuera; luego me contaba que Andrés, su novio, se había quedado en paro y que estaban planteándose moverse de Madrid, pero no me dijo mucho más, que ya hablaríamos más tranquilamente. Y hasta hoy. He estado varias veces a punto de llamarla, pero al final no me he animado. Me toca contarle que he dejado el trabajo y que estoy en una cabaña cerca del Polo Norte sin hacer nada. Va a flipar, creo que se va a alegrar y se va a preocupar al mismo tiempo. Me va a preguntar qué tal estoy y no voy a saber qué decirle. ¿O a lo mejor sí? Puedo decirle que empiezo a sentirme bien, sin darle demasiados detalles de cómo me sentía antes de sentirme bien. ¿De verdad que estoy empezando a sentirme bien? ¿A ratos quizá? No sé, al menos de repente me oigo a mí misma decirlo en voz alta, y eso es un avance. Sí, tengo que llamarla. A ver si, aunque sea a distancia, retomamos un poco la relación.

En esa temporada en la que yo volvía temprano a casa del trabajo, cuando se pasaba a mi cuarto a hacer pausas de estudio, no solamente era ella la que me contaba sus cosas, yo también le contaba. Por ejemplo, recuerdo que le hablé de un montón de Marcos, le acababa de conocer en uno de esos viernes que me quedaba de cañas con los de la oficina. Era uno de los mejores amigos de una compañera de trabajo y acababa de empezar a trabajar en un instituto que pillaba cerca de la oficina y de los bares donde nos tomábamos las cañas, era profesor de Biología y acababa de sacarse las oposiciones. Los que nos quedábamos de cañas éramos un grupo bastante grande, una mezcla de gente de mi oficina y de compañeros de trabajo de Marcos, pero, según avanzaba la tarde, nos íbamos quedando menos gente y para la hora de cenar casi todos se habían ido ya a sus casas. Durante varios viernes seguidos, fuimos tres los que nos tomamos la penúltima y la última: Marcos, Pablo y yo. Pablo era el profesor de Matemáticas y no había manera de quitárselo de en medio. Empezaba a notarse que Marcos y yo teníamos ganas de quedarnos solos, lo notaba yo y lo notaba Marcos, lo notaban mis compañeros de trabajo, que el lunes me preguntaban que cómo habían ido las clases de Biología, todos menos el pasmarote de Pablo, que no parecía enterarse, o se hacía el sueco. Según mi hermana, estaba claro que el chico también estaba interesado en quedarse a solas conmigo y aguantaba y aguantaba a ver si Marcos se iba para casa, pero yo no lo tengo tan claro, a mí más bien me daba la sensación de que no se enteraba de ese tipo de cosas, estaba en su burbuja, era su momento social de la semana y no se quería ir a casa, tan sencillo como eso. Pero, claro, en un momento dado, Marcos y yo empezamos a bromear con el asunto y, cuando Pablo se acercaba a la barra a pedir otra ronda o se iba un momento al baño, nos preguntábamos si tendría casa o si, después de los bares, se volvía al instituto y se pasaba allí el fin de semana durmiendo en la alfombra de la sala de profesores y resolviendo teoremas en las pizarras de las aulas. Me sentía un poco mal por reírnos de él a sus espaldas, pero al final fui yo la que propuso la idea de hacerle la tres catorce, decirle que nos íbamos a casa, despedirnos los tres y luego quedar Marcos y yo en otro bar.

Habíamos acumulado tantas ganas de quedarnos solos que no tardamos ni media hora en empezar a besarnos y en irnos a su casa, que, por cierto, pillaba bastante cerca. Tengo un recuerdo muy bonito de aquella casa, un apartamento de treinta metros cuadrados con una cocina y una habitación que hacía las veces de salón y dormitorio, y también con un balcón lo suficientemente grande como para poner una mesa y dos sillas y sentarnos ahí a desayunar si hacía buen tiempo. Los primeros meses juntos, yo todavía estaba trabajando en el proyecto de la empresa que se tomaba las cosas con calma, así que seguía saliendo pronto del trabajo, no solo los viernes, sino todos los días. La oficina estaba muy cerca del apartamento de Marcos y la mitad de los días me pasaba un rato por allí después del trabajo. No era raro que me quedase a dormir, y aunque seguía viviendo en casa de mis padres y pasaron tres años hasta que nos fuimos a vivir juntos, no tardé mucho en tener un cepillo de dientes y una muda de ropa interior en su casa. Todo encajaba muy bien, acabábamos de conocernos, queríamos estar el uno con el otro y, además, teníamos tiempo para ello, quiero decir, que yo tenía tiempo, porque Marcos siguió teniéndolo durante el resto de la relación. Además, me sentía muy cómoda. Sí, puedo decir que fue una época en la que el runrún de mi cabeza estaba bastante silencioso. El trabajo no me agobiaba lo más mínimo porque el ritmo de la empresa donde estaba trabajando era verdaderamente lento y me sobraba tiempo para hacer mis tareas, repasarlas y volverlas a repasar, y por otro lado, con Marcos, no tenía ese miedo que solía tener en otras relaciones, el miedo a meter la pata y a estropearlo todo en cualquier momento. Fuese por lo que fuese, el caso es que no lo tenía. Y en casa, la verdad es que fue una época divertida. Inés no es que se pasase a mi cuarto en las pausas de estudio, es que directamente se venía a estudiar allí porque decía que se concentraba mucho mejor, que se respiraba en el ambiente que era una habitación donde se había estudiado mucho, la habitación de una empollona como yo. El caso es que no sé cuánto se concentraría en su cuarto, pero lo que es en el mío la verdad es que no parábamos de hablar. Yo le daba bola, claro, no tenía otra cosa que hacer, no tenía nada que estudiar ni tampoco me traía trabajo a casa, era una situación nueva, no recordaba algo así desde que tenía diez años, luego llegaron los deberes y los primeros exámenes en el colegio y ya fue un no parar.

Los días que no me iba a ver a Marcos llegaba a casa a las siete de la tarde y de verdad que no sabía qué hacer con mi tiempo hasta la hora de irme a dormir; llevaba tantos años tan ocupada que no tenía aficiones, por no tener, ya no tenía ni programas favoritos en la tele. No leía, no hacía ningún deporte, no tocaba ningún instrumento, no salía entre semana, nada de nada. De hecho, lo único que se me ocurrió fue retomar lo que hacía cuando tenía diez años: dibujar paisajes; en concreto, el paisaje que se veía desde la ventana del salón, o desde la terraza. También tuve tiempo para hablar con mi familia, no solo con mi hermana, sino también con mis padres. Es verdad que siempre hablábamos en la cena, no poníamos la tele y hablábamos, que ya es algo, pero una cosa es hablar todos juntos y otra cosa es hablar con calma y de dos en dos.

Papá ya estaba escribiendo el libro en el que estuvo trabajando en sus últimos años de vida, que no era de poesía, sino de historia, y cuando digo los últimos años de vida, no me refiero a dos o tres, sino a muchos más, por lo menos diez o doce. Al principio, le preguntábamos que cuándo lo iba a tener listo, pero llegó un momento en que dejamos de preguntarle, decía que no lo sabía, pero que no tenía ninguna prisa. De todas maneras, una de las últimas veces que nos vimos, y sin que yo le preguntase nada, me dijo que ya casi lo tenía terminado —bueno, en realidad, sin casi—, que ya lo había terminado, pero que le faltaba releerlo y retocarlo para que cuadrasen mejor unas cosas con otras. Era un libro largo, de más de quinientas páginas, pero decía que no podía ser más corto, al menos él no sabía por dónde acortar. Además, para cada capítulo que se ponía a escribir, tenía que consultar muchos documentos y leer bastantes libros, incluso se matriculó en la Complutense, en unas asignaturas de Antropología, simplemente para tener el carnet de estudiante y poder sacar libros de las bibliotecas. En esos meses en los que yo pululaba por casa sin nada que hacer, sentándome frente a la ventana del salón a dibujar paisajes, mi padre estaba a tope con Erasmo de Rotterdam. Cierro los ojos y parece que le estuviese viendo. Él se sentaba en esa parte del salón que estaba como encajonada en una esquina, donde tenía su escritorio, sus libros y el sillón que se había traído del pueblo. De repente, echo de menos esa casa, la casa de mis padres, hasta ahora no me había parado a pensar en eso, pero la echo de menos, la vendimos muy rápido Inés y yo, todo fue correr, empaquetar, tirar y guardar.

No sé cómo surgió la cosa, pero, durante unas semanas, papá me estuvo leyendo a Erasmo en voz alta. No consigo acordarme del título del libro, o a lo mejor me iba leyendo trozos de varios libros; de lo que estoy segura es de que eran libros de Erasmo porque recuerdo que aquello me hizo pensar en la beca Erasmus que nunca pedí porque me parecía un engorro, ya lo tenía todo encarrilado en Madrid con la doble licenciatura, sobre todo a partir de cuarto, cuando me dieron las prácticas en la consultora. Si me iba de Erasmus, perdería un año, y con mis miedos formato bola de nieve, perder un año era sinónimo de perderme para siempre. Papá leía y yo le escuchaba mientras dibujaba. Me decía que quería probar a leer a Erasmo en voz alta porque estaba escribiendo justamente sobre eso en su libro, sobre grupos de personas que se reunían en secreto en España en la segunda mitad del siglo XVI a leer y a escuchar las palabras de Erasmo, textos que la Inquisición española había incluido en el Índice de libros prohibidos.

Es la única vez que me habló a mí directamente del tema del libro, aunque solo fuese del tema de ese capítulo en concreto, porque normalmente no lo hacía, decía que no quería dar la lata con eso, que ya lo leeríamos cuando estuviese listo si nos apetecía. Con quienes sí que hablaba del libro era con don Aurelio y con el tío Darío, que eran sus colaboradores; don Aurelio siempre estaba encontrando nuevos libros que le podían servir para documentarse, y el tío Darío se dedicaba a hacer trabajo de campo, como él decía. Se pasaba el día por ahí, con las ovejas, y de vez en cuando mi padre le pedía que le mirase algunas cosas o que le llevase a algún rincón de las Arribes que, por alguna razón, era importante para el libro. Lo que son las cosas, se murieron los dos casi de seguido, don Aurelio y el tío Darío. Yo acababa de comprarme la casa con Marcos, y mi padre nos estaba ayudando con la mudanza cuando le llamó la hermana de don Aurelio para decírselo, que su hermano no se había levantado a desayunar y que, al ir a despertarlo, se lo había encontrado muerto en la cama. Mis padres se fueron para el pueblo al entierro y el funeral. Era Semana Santa, porque recuerdo que Marcos y yo habíamos planeado la mudanza para Semana Santa, y el caso es que en el entierro de don Aurelio le dio un infarto al tío Darío y, a los pocos días, se murió en el hospital de Salamanca. Al entierro del tío Darío sí que fuimos nosotros, cómo no íbamos a ir. El tío Darío era el hermano pequeño de mi abuelo, el único que seguía vivo de los seis hermanos. Nunca se casó ni tuvo hijos y fue el único de los hermanos que siguió trabajando el campo, también el que se hizo cargo de las ovejas de la familia. Aunque es verdad que mi abuelo, desde que se jubiló hasta que se murió, estaba un día sí y otro también en el campo ayudándole.

El tío Darío, las ovejas de la familia, mi padre dejándonos con la mudanza a medias y yéndose a Sobradillo a enterrar a su amigo y a ver morir al último de sus tíos… Se me va la cabeza, quiero hablar de una cosa y también de otra y de todo a la vez. Y la sauna que me está esperando caliente desde hace ya un rato y la aurora boreal que no para de crecer y encogerse, de moverse y de cambiar de color. Las ovejas de la familia, el tío Darío siempre las llamaba así, no hablaba de sus ovejas, sino de las ovejas de la familia; igual que los renos de los que hablaba Anki el otro día eran los renos de la familia, que cada familia le hace un tipo de marca diferente a los renos en las orejas para saber qué renos son de unos o de otros. Magda aprendió a hacer la marca familiar en las orejas de sus renos cuando tenía diez años. Nos lo dijo orgullosa el otro día. Y también, que nunca se pierde la reunión que se hace cada verano en las montañas en la que se marcan las orejas de las crías de reno que han nacido esa misma primavera. El próximo verano, Mahmoud también iría con ellos, ya lo han decidido. En ese momento, yo les conté lo de «mis ovejas». Cuando hablaron de los renos, sin pensarlo mucho, les solté lo de que en mi familia teníamos ovejas, como si fuese el tío Darío el que estuviese hablando por mi boca. Lo malo es que, como en realidad no sé nada del asunto, no fui capaz de responder a ninguna de sus preguntas: ni cuántas ovejas teníamos, ni quién se encargaba de ellas, ni en que época del año nacen los corderos; por no saber, ni siquiera sabía si siguen siendo las ovejas de la familia. Y es que no sé qué pasó con las ovejas cuando se murió el tío Darío; me quiere sonar que se hizo cargo de ellas un amigo suyo que también tenía y que era un poco más joven que él. Entonces, todas las ovejas habrán pasado a ser del amigo, o puede que lleve la cuenta de cuáles son las suyas y cuáles son las nuestras. Si alguien sabe algo del tema, tiene que ser Inés, que es la que ha seguido yendo por Sobradillo. Bueno, o la tía Carmen, a la que, por cierto, no veo desde el entierro de mis padres. Tiene delito, la única tía que tengo y no la llamo. Siempre me llamaba ella, al menos por Navidad y por mi cumpleaños, hasta que dejó de llamarme. Normal, yo a veces estaba liada y no se lo cogía y, aunque me dejase algún mensaje, luego no le respondía la llamada. No por nada en concreto, simplemente porque lo iba dejando de un día para otro. Lo peor, soy lo peor. Creo que todavía no soy consciente del todo del nivel de aislamiento en el que me he ido encerrando en estos últimos años, lo voy asimilando poco a poco, como si le fuese quitando capas a una cebolla. Pero al menos me voy dando cuenta, y también me alegra darme cuenta de que no siempre ha sido así, que hubo épocas en las que no me sentía mal teniendo a gente a mi alrededor.

Darme cuenta de una cosa me ayuda a darme cuenta de la otra. Acepto que he tenido unos años bastante oscuros, o borrosos, no sé, por llamarlos de alguna manera, y me duele aceptarlo, pero al aceptarlo parece que empiezo a reconciliarme con los buenos momentos anteriores y puedo pensar en ellos sin que se me ponga un nudo en el estómago, como lo de acordarme de las tardes en las que mi padre me leía a Erasmo en voz alta mientras yo dibujaba. No me enteraba de mucho, pero daba igual, y luego pasaba mi madre por el salón a regar las plantas y me salía un rato con ella a tomar un aperitivo en la terraza, el aperitivo de antes de cenar, aprovechando el sol de última hora de la tarde. El recuerdo se vuelve más concreto: estábamos a principios de junio, mi madre abriendo una cerveza para cada una y preguntándome por el chico ese con el que había empezado a salir, por Marcos, que ya llevaba un tiempo quedándome a dormir en su casa un par de días por semana como mínimo y todavía no había soltado prenda. Le conté lo de las cañas, lo de Pablo, el profesor de Matemáticas que no se quería ir a su casa, y le hice un resumen de Marcos, un chico de Jaén que había venido a Madrid a estudiar Biología y que ahora era profesor en un instituto público. Ya de entrada eso le pareció una gran noticia, un biólogo. Biología es lo que habría estudiado ella, pero en su momento su obsesión fue independizarse lo antes posible y se puso a trabajar de secretaria en cuanto terminó el instituto. El plan era ir estudiando la carrera de Biología paralelamente, y aprobó unas cuantas asignaturas de primero, pero luego por unas cosas o por otras lo fue dejando: cambiaron el plan de estudios, se quedó embarazada, consiguió un nuevo trabajo también de secretaria pero con más responsabilidades y más horas extras, se volvió a quedar embarazada… En fin, que la vida fue tomando otros caminos. Pero la idea nunca se le fue de la cabeza, algún día estudiaría Biología; de hecho, cuando conoció a Marcos, a punto estuvo de apuntarse a la UNED, así del tirón. El «efecto Marcos», bromeaba mi padre. Se cayeron muy bien. La primera vez que Marcos vino de visita a casa trajo de regalo una planta tomatera. Ni pastelitos, ni flores ni una botella de vino: una planta tomatera; desde aquel día, se ganó a mi madre.

Me doy cuenta de que mamá y yo hablábamos más de lo que normalmente me pienso, incluso cuando yo llegaba a casa muy tarde o cuando me pasaba el día estudiando y encerrada en mi habitación, siempre encontrábamos un hueco para charlar. Luego me fui a vivir con Marcos y seguíamos hablando por teléfono casi a diario, aunque solo fuesen cinco minutos. Pero no había pensado en eso hasta ahora. El accidente fue una cosa tan enorme —de repente, quedarme sin padre ni madre— que creo que todavía no me he dado cuenta ni de la mitad de los cambios que eso ha supuesto, como por ejemplo no poder hablar con mamá por teléfono al llegar a casa. Hablábamos de cosas normales del día a día, nada del otro mundo, y en el momento ni pensaba en ello, era una rutina más; de hecho, cuando desapareció de la noche a la mañana, pensé en otras cosas, pensé por ejemplo en que si tenía hijos, no conocerían a sus abuelos maternos, pero ni por un segundo me paré a pensar en las conversaciones telefónicas en las que mamá y yo nos contábamos el menú del día y poco más. Ahora, de repente, pienso en ello y me da vértigo, mucho vértigo. Y no se me va de la cabeza esa tarde de junio hablándole a mi madre de Marcos por primera vez. Nos tomamos dos cervezas cada una, luego hice yo la cena y les conté a los tres que me habían ofrecido trabajo en la empresa en la que estaba haciendo el proyecto con la consultoría, la empresa en la que nadie salía más tarde de las siete. Querían ficharme, pero no me ofrecían una subida de sueldo importante, ni tampoco más responsabilidades. Lo consideré un paso atrás y les contesté que no. En aquella cena con mi familia, ya lo tenía medio decidido —que iba a rechazar la oferta— y no intentaron convencerme de lo contrario. Pero tampoco sabían que los siguientes proyectos en la consultoría iban a ser la locura que fueron, trabajando de ocho de la mañana a diez de la noche y muchas veces también los sábados, y a decir verdad yo tampoco lo sabía, aunque podía intuirlo porque veía qué ritmo llevaban algunos de los compañeros de trabajo de la consultoría. Sí, yo podía intuirlo, claro que podía. En el fondo, sabía lo que me estaba esperando.

Fue un error, aunque no me haga gracia admitirlo. Y es fácil decirlo después de tanto tiempo —bueno, o no tan fácil, que han tenido que pasar diez años para ser capaz de decirlo—, pero el caso es que aquellos meses de tranquilidad se terminaron pronto y no volvieron a repetirse. Pasó el verano y se terminó el proyecto, y se terminó también el salir pronto del trabajo y tener la oficina al lado de la casa de Marcos. La relación siguió para adelante, y tanto que siguió, ocho años más, incluso nos compramos un piso y nos fuimos a vivir juntos, pero nunca fue tan sencilla, ni tan divertida, ni tan apasionada como en esos primeros meses. Yo me daba cuenta, claro que me daba cuenta, pero no pensaba que la culpa fuese de mis horarios de trabajo, sino simplemente del pasar del tiempo. Era mi primera relación en serio, la primera y de momento la única, y pensé que no había que darle más vueltas, que así eran las cosas, que el enamoramiento de los primeros meses era un estado de excepción, pero que luego llegaba la realidad de la rutina y la monotonía. Y punto. Pero es mentira, las cosas pueden ser de muchas maneras diferentes.

La clave para entender esos primeros meses con Marcos es que me sentía bien, y no solo por Marcos, también me sentía bien antes de conocerle y seguramente esa es la razón de que cuajase la cosa con tanta naturalidad. Me sentía bien y no me daba cuenta de que sentirme así de bien era una excepción en mi vida. Me doy cuenta ahora. Y me sentía bien porque no me estaba exigiendo más de la cuenta; en el trabajo, me tenían puesto el freno, y con Marcos todo era fácil, me transmitía seguridad y le veía contento, no tenía que preocuparme por que me fuese a dejar en cualquier momento. Pero fue acelerar el ritmo y empezar a torcerse las cosas, sobre todo en mi cabeza, que nunca descansaba. Me volvió a entrar el virus de siempre, el de no estar haciendo lo suficiente, hiciese lo que hiciese nunca era lo suficiente. Si estaba doce horas en la oficina, es porque no era lo suficientemente inteligente y organizada como para hacer mi trabajo más rápido. A Marcos apenas le veía, así que nos compramos la casa y nos fuimos a vivir juntos, así nos veríamos más, aunque no tardé ni una semana en sentir que tampoco era suficiente, y además no hacía mi parte de las tareas de la casa; por orgullo, me empeñaba en que hiciésemos mitad y mitad, pero al final se acababa por encargar él. Y no le molestaba, me lo repitió cientos de veces, pero a mí, sí; yo quería hacerlo bien. Todo iba demasiado rápido, y la única manera de mantenerme a flote era moverme aún más rápido. No me paraba a pensar, a tomar decisiones con calma. Incluso lo de venirme aquí fue un impulso más que otra cosa, el último sprint antes de pararme, porque lo lógico habría sido ir al médico, que me diesen la baja y empezar una terapia en condiciones. Pero aquí estoy, desenredando el ovillo a mi manera.

A ver si a partir de ahora hago mejor las cosas y me paro a pensar más a menudo. Y digo a pensar, no a darle vueltas a la cabeza como un molinillo. Pararme a pensar como Anki, que me dejó impresionada el otro día cuando contó su historia, sobre todo el momento en el que tomó la decisión de volverse a Jokkmokk. Había estado en Londres, en Sheffield y en Cambridge, había terminado la carrera de Políticas con muy buen expediente y la habían aceptado para un doctorado en Boston, un doctorado con un buen contrato y un tema que a ella le parecía muy interesante, algo sobre la participación en política de las poblaciones indígenas norteamericanas. Llevaba ya dos meses en Boston cuando tomó la decisión de volverse para Jokkmokk, y no fue nada fácil. Ese verano acababa de conocer a Mikkel, su futuro marido y padre de Magda y de sus otros dos hijos. Ella tenía veintiséis años y acababa de terminar la carrera: empaquetó sus cosas en Cambridge, las mandó por correo directamente a Boston, a casa de una amiga que estaba allí haciendo otro doctorado, y se fue a Jokkmokk a visitar a su familia. Cuando llegó, sus padres la recogieron en el aeropuerto de Luleå y se fueron directos a la boda de un primo de Anki en las montañas, un primo de la familia materna. Era un primo sami, una boda sami, así que en el asiento de atrás del coche, estaba el traje tradicional que le habían regalado sus tías cuando cumplió quince años, que todavía le valía y que ahora ha heredado Magda. En la boda, conoció a Mikkel, el hermano de la novia, un año más joven que ella, pero con una vida totalmente diferente a la suya. Mikkel había ido al instituto en Gällivare y, al terminar el último curso, en lugar de irse a ver mundo como Anki, lo que hizo fue empezar a trabajar con sus padres y los renos, o más bien, seguir trabajando, porque les había estado ayudado desde que era pequeño, con tareas de cada vez más responsabilidad a medida que iba creciendo. La hermana mayor de Mikkel, la novia en la boda de las montañas, aunque había organizado una celebración muy tradicional, hacía tiempo que había dejado bastante de lado la cultura sami, llevaba varios años viviendo en Estocolmo y no tenía ninguna intención de regresar. De hecho, ahí sigue, en Estocolmo. Y ya no había más hermanos, la familia eran Mikkel, ella, el padre, la madre y los renos. Porque los renos eran parte de la familia, por supuesto. Eso fue una de las cosas que más le impactó a Anki cuando conoció a Mikkel, la manera que tenía de hablar de los renos.

Estuvieron hablando toda la noche —la noche que no era noche, porque estaban a finales de junio y el sol no se ponía en ningún momento—. Después de la boda había baile, sin hora límite porque todo el mundo se iba a quedar a dormir allí, en las cabañas familiares en las montañas o en tiendas de campaña. Mikkel no había salido nunca de Norrbotten, la región más al norte de Suecia donde están Jokkmokk, Gällivare y todos esos municipios con muchos árboles, mucha agua y poca gente. Tenía veinticinco años y no había salido de Norrbotten, ¡nunca!, pero había leído mucho y tenía una curiosidad insaciable por todo lo que le contaba Anki sobre las ciudades en las que había vivido. Tenía curiosidad incluso por Sheffield, y es que a diferencia de cualquiera de los amigos de Anki en Jokkmokk, Mikkel sí que sabía dónde estaba Sheffield, y sabía también que era una ciudad industrial que se estaba quedando sin industrias, con todo lo que eso implicaba. A Mikkel le conocían bien en las bibliotecas de Jokkmokk y Gällivare. Leía de todo: novelas y ensayos, poesía y cómics, leía en sueco y en inglés, y también los pocos libros que había publicados en sami por aquel entonces. Y cuando los libros que quería leer no estaban en las bibliotecas de Jokkmokk o Gällivare, entonces los pedía a otras bibliotecas de Suecia, de cualquier parte de Suecia. Así que cuando Anki se puso a contarle sobre el doctorado que iba a empezar en Boston, resultó que Mikkel se había leído un libro de uno de los autores principales sobre los que ella iba a investigar, un canadiense que estudiaba las estructuras familiares y sociales en los pueblos inuit. Todo lo relacionado con pueblos indígenas le interesaba a Mikkel, especialmente los pueblos indígenas del Ártico, ya fuesen samis, inuits o yupiks.

Hablaban y caminaban, Anki no conocía la zona y se dejaba llevar por Mikkel, que parecía que se hubiese pasado la vida en esas montañas. En cierto modo era verdad, eran sus montañas, y ahora, veinticinco años después, son también las montañas de Anki, igual que fueron las montañas de sus abuelos y bisabuelos. La única que se escapó de las montañas fue su madre, embrujada por la modernidad de los años cincuenta y por las casas con frigorífico, calefacción central y lavadora en el centro de Jokkmokk. Porque la siguiente generación también reclama las montañas. Lo dijo Magda desde el sofá, que también eran sus montañas y que pronto lo serían de Mahmoud y de los refugiados que quisiesen. Lo había estado hablando con sus amigas, otras adolescentes samis con conciencia de samis como ella: tenían que hacer una revolución pacifista para lograr un Sápmi independiente y libre, el país de Sápmi, cortar los hilos con los colonizadores del sur de Suecia, cortar los hilos y abrir las fronteras, no solo con los suecos del sur, que serían bienvenidos sin rencores, sino con todo el mundo que quisiese venir, empezando por los refugiados de Afganistán, de Somalia, de Siria…, en fin, todos los refugiados que están ahora mismo en Sápmi y los que siguen llegando. El problema, según Magda, es que como Sápmi todavía no es Sápmi, sino que sigue siendo Suecia, entonces son las leyes suecas las que valen, y muchos de ellos, después de pasarse meses esperando, reciben una respuesta negativa de la Oficina de Inmigración y no se pueden quedar, aunque estén aprendiendo sueco, aunque tengan amigos, aunque por fin estén rehaciendo su vida. Mahmoud, sin ir más lejos, está esperando esa respuesta y, al parecer, tiene muchas posibilidades de que sea positiva, pero nunca se sabe. En el Sápmi con el que sueñan Magda y sus amigas, estas cosas no ocurrirán, los inmigrantes que lleguen a Sápmi y quieran quedarse en Sápmi podrán hacerlo: un Sápmi con sitio para todos. Pero para que naciese Magda y pudiese soñar con todas estas cosas, primero Anki tuvo que tomar la difícil decisión de dejar Boston y volver a Jokkmokk, y empezó a tomarla la noche en que conoció a Mikkel.

Mikkel y Anki cruzaron un lago en una barca de madera y fueron a la otra orilla, por ahí debían de andar los renos de la familia de Mikkel. No tenían sueño, y Anki quería ver los renos. Mikkel le iba explicando las diferentes tareas asociadas a los distintos momentos del año, era la primera vez que alguien se lo contaba ordenadamente. Aquel día, pudieron ver muchas crías todavía muy pequeñas y pegadas a las madres, semanas antes de que las fuesen cogiendo una a una para hacerles una marca en la oreja. Una tarea que ese año iban a tener que hacer solos Mikkel y su madre. Anki se había fijado que el padre de Mikkel, el padre de la novia en la boda, caminaba muy despacio apoyado en un bastón, cojeando mucho. Había tenido una caída con los esquíes y la recuperación no iba nada bien, así que en los últimos meses eran Mikkel y su madre los que se encargaban de los renos. El padre se quedaba en casa de mal humor, quejándose por todo, echándole la culpa de su caída a los fabricantes de esquíes modernos, diciendo que eso le había pasado por dejarse convencer por su hija y no seguir usando los esquíes de toda la vida; su hija, que vivía en Estocolmo, qué sabría ella de esquíes, en qué momento se le ocurrió hacerle caso… Y así todo el día. Pero se le pasaría, con la boda se había calmado un poco y estaba de buen humor, aunque el médico acababa de decirle que fuese haciéndose a la idea de que no podría volver a esquiar y que seguramente tendría que seguir usando bastón y muletas para caminar. Mikkel seguía viéndole enfadado, pero también pensativo y, poco a poco, con más calma en los ojos, como asumiendo la nueva situación; su padre era un hombre práctico y no iba a pasarse el resto de sus días de mal humor. Pese a tener la pierna como la tenía, aún podía hacer muchas tareas, la cosa era reorganizarse y pensar cuáles eran. Y reorganizarse quería decir reorganizar el negocio familiar y la vida de la familia, porque las dos cosas estaban muy entrelazadas, como siempre lo han estado.

Anki le daba la razón a Mikkel, esto de que vida familiar y trabajo sean dos asuntos independientes es un invento moderno; de hecho, pensaba tocar ese tema en su doctorado, porque también afecta a la manera de participar en política de los pueblos indígenas. Ella misma se crio ya en plan moderno, con su padre trabajando de policía, y su madre, de cajera en el supermercado, que podrían haber tenido otros dos trabajos completamente diferentes y una vida familiar prácticamente igual. Y en el caso de mi familia, me doy cuenta de que pasaba lo mismo: cuando mis padres llegaban a casa, se habían dejado el trabajo en la oficina; de hecho, tardé mucho tiempo en averiguar a qué se dedicaban exactamente. Y si me preguntaban en el colegio por el trabajo de mis padres, mi respuesta era sencilla: en una oficina. Y no se me hacía raro responder eso, porque había más niños que respondían lo mismo. En la familia de Mikkel, sin embargo, todo estaba mezclado. El accidente del padre fue al fin y al cabo un accidente laboral, porque lo que estaba haciendo ese día con los esquíes era intentar agrupar a unos renos que se habían pasado a otro valle. La madre, que hasta entonces era la que se encargaba de toda la parte administrativa de la empresa, le dejaría la tarea al padre, y ella se ocuparía de los renos junto a Mikkel, que hasta entonces nunca se había planteado irse a vivir a otro sitio como hizo su hermana. Pero se lo planteó, conoció a Anki y le dijo que estaba dispuesto a irse. Y es que aquella noche en las montañas fue la primera que pasaron juntos, pero ya no se despegaron el uno del otro en todo el tiempo que Anki estuvo allí ese verano.

Tenía el billete de avión para Boston a mediados de agosto y el doctorado empezaba a principios de septiembre, se había reservado quince días para adaptarse a la nueva ciudad y al nuevo país, para hacer papeleos y encontrar un sitio donde vivir. Pero no hizo nada de eso, necesitaba pensar, así que cambió el plan y del aeropuerto de Boston se fue directa a la Senda de los Apalaches, una especie de Camino de Santiago en la costa este de Estados Unidos que pasa más o menos cerca de Boston. Utilizó los quince días para eso, para caminar y para pensar, para decidirse por un camino o por otro, bien diferentes los dos, por cierto. Quería estar con Mikkel, y Mikkel quería estar con ella, esa parte de la ecuación era sencilla. El problema era dónde, y haciendo qué. Había dos opciones encima de la mesa: Boston y Jokkmokk, y Mikkel se lo había puesto fácil y al mismo tiempo muy difícil. Le había dicho que él prefería quedarse en Jokkmokk, con la familia y los renos, con las montañas y los libros de las bibliotecas municipales, pero que también era consciente de lo que suponía un contrato de doctorado en una buena universidad estadounidense, y con un tema de investigación tan interesante. En fin, que estaba dispuesto a dejar la única vida que conocía para irse a vivir la vida de ella. En ese caso, intentaría aprovechar para mejorar su inglés y estudiar algo en la universidad. Estarían en Boston los cuatro o cinco años que durase el doctorado de Anki y ya verían qué querían hacer después; mientras tanto, para ayudar a los padres de Mikkel con los renos de la familia, ya encontrarían alguna solución, y si había que vender parte de los renos pues se vendían.

¿Pero Anki? ¿Qué quería hacer Anki? No tenía ni idea; por eso, decidió irse a la Senda de los Apalaches a caminar y a pensar. Los primeros días, no paraba de darle vueltas a la cabeza, haciendo listas mentales de pros y contras que no le sacaban de dudas; luego, a fuerza de caminar, se fue calmando poco a poco. Entendía que Mikkel le hubiese dejado la decisión a ella; era ella la que tenía un contrato de doctorado esperando, y apreciaba su comprensión, mucho, pero le resultaba una situación muy difícil. Al final, decidió hacer un paréntesis y no pensar en Mikkel. ¿Qué quería ella? ¿Vivir en Boston y convertirse en una experta en Ciencias Políticas y en pueblos indígenas norteamericanos? Era tentador. Con ese doctorado, podría conseguir una plaza de profesora en universidades de medio mundo, incluida Suecia. Y las montañas de Jokkmokk siempre iban a estar ahí en el caso de que decidiesen que querían volverse. Pero la otra opción también era tentadora, aunque para ella más arriesgada e inesperada, la otra opción era vivir ella misma como una indígena, una indígena sami, que es lo que era ella por parte de madre, y Mikkel por parte de padre y madre. Vivir como una indígena del siglo veinte en una sociedad moderna, e implicarse en política. Es decir, dejar de teorizar y pasar a la acción. Cuando fue capaz de pensarlo así, de formularlo en estos términos, entonces supo que ya tenía tomada la decisión.

Deberían enseñar en los colegios que conviene caminar un mínimo de cien kilómetros antes de tomar una decisión importante, eso es lo que dice Anki, que después de cien kilómetros, una tiene las ideas mucho más claras. Ella lo hizo una vez más, cuando ya tenían dos hijos y Mikkel le preguntó si no querría tener un hijo más. Entonces, se tomó quince días de vacaciones de todo y de todos y se fue a caminar a Inglaterra; además, no había estado allí desde que terminó la carrera y le pareció que era buen momento. Y decidió que sí, que ella también quería tener un tercer hijo. Y esta vez no fue niño, sino niña, Magda. Y dieciséis años después, Magda conoció a Mahmoud en una excursión del colegio. Mahmoud me cuenta, porque Mahmoud a veces me tiene de confidente, que estaba escrito en las estrellas que él iba a conocer a Magda. Es muy bonito, tan bonito o más que eso de que la aurora boreal que estoy viendo ahora mismo sean mis antepasados intentando hablar conmigo, pero lo que está claro es que si Anki no se hubiese tomado esas vacaciones para irse a caminar, seguramente Magda no habría nacido, eso nos dijo, que con el barullo que tenían en casa con los otros dos hijos, los renos y los padres mayores…, pues como que no lo veía, pero tomando distancia y caminando ciento setenta y cuatro kilómetros, entonces sí que lo vio claro.

¿Qué hubiese pasado si yo hubiese hecho el Camino de Santiago antes de tomar la decisión de rechazar ese trabajo que me sentaba tan bien? Quién sabe, pero jamás se me cruzó por la cabeza que necesitase tiempo para pensar, lo vi bastante claro, dije que no al trabajo porque no me ofrecían una subida de sueldo ni posibilidades realistas de ascender pronto. Tampoco me paré a pensar si quería comprar una casa con Marcos para irnos a vivir juntos; fue pasando, la compramos, y luego también fue pasando que nos distanciamos y que la cosa se acabó. Es como si todo me hubiese ido pasando. Incluso tengo la sensación de que venirme aquí es algo que me pasó, más que la consecuencia de una decisión. Pero aquí estoy, y como aquí, pasar lo que se dice pasar, pasa bien poco, al final me va a tocar tomar la iniciativa y ponerme a pensar en qué es lo que quiero hacer. Porque no voy a pasarme la vida sin hacer nada. ¿O sí? A lo mejor es eso lo que quiero: ver pasar el tiempo y no hacer nada, y por los misterios de los mercados inmobiliarios y la diferencia de precios entre Madrid y Jokkmokk, puedo permitirme el lujo de tomar esa decisión. ¿Llegará un momento que me surjan, de dentro, verdaderas ganas de hacer algo? No sé si he caminado el mínimo de cien kilómetros que Anki dice que hay que caminar antes de tomar una decisión importante. Si sumo todos los paseos que he ido dando desde que llegué aquí en junio, a lo mejor sí que llego a los cien kilómetros. Ni idea. De todas maneras, no he caminado teniendo en mente una decisión que tenga que tomar, y es que no sabría por dónde empezar. Quizás esa es una buena pregunta para hacerme mientras camino, que por dónde empiezo.

Por llamar a Inés, por ahí tengo que empezar. Mira qué rápida la respuesta, la tenía en la punta de la lengua. Y también a Javier Román para decirle que estoy bien, pero eso sí, que no me cuente nada de la empresa, prefiero no saber. Pero primero a Inés. Tengo que preguntarle si sabe dónde andan las ovejas de la familia. No es que me vaya la vida en ello, pero me apetece saberlo, aunque a lo mejor ella tampoco lo sabe. Luego, no sé de qué más vamos a hablar. Me va a hacer preguntas, eso está claro, y me da terror. Pero mira, si no las sé responder, así tengo preguntas para hacerme a mí misma en los paseos. Inés salía mucho al campo con el tío Darío y las ovejas, se llevaban muy bien y a mí me daba envidia, aunque yo era la favorita del abuelo. El tío Darío. De repente, es como si le estuviese viendo, cierro los ojos, acerco las manos a la chimenea para notar el calorcito y me concentro un poco más en el recuerdo que se va formando. Ahí está, con el bastón y la boina, sentado en un serijo en la puerta de casa y contándole a mi padre que había descubierto un posible escondrijo para el Moreno, cerca de El Buraco y del bosque de chumberas. Yo estaba por allí en ese momento, me veo a mí también, sentada en el suelo al lado de ellos, con la espalda apoyada en la pared de la casa y jugando a la Game Boy. Por el corte de pelo y la ropa que llevaba puesta, estoy segura de que tenía dieciséis años. Y a mi lado Pelusa, la cachorra del tío Darío, que ya no era una cachorra, sino una perraza. Una vez más, no me puedo explicar cómo soy capaz de recordar cosas tan antiguas con tanta claridad. Pero qué más da, el caso es que me acuerdo. Mi padre diciéndole al tío Darío que quiere ir a ver el escondrijo, la cueva, y que tienen que avisar a don Aurelio. El tío Darío apuntando el dato de que en el siglo XVI probablemente no habría chumberas allí, que las chumberas vinieron de América. Y papá diciendo que quién sabe, que lo mismo las plantó el Moreno cuando estuvo escondido allí, que se sabe por las cartas que le mandaba a Catalina Gajate que le gustaba la botánica. ¡El siglo XVI! Empiezo a atar cabos y no sé cómo no los había atado antes: el libro interminable de mi padre, el capítulo sobre Erasmo de Rotterdam, los documentos que encontró don Aurelio en el antiguo hospicio de peregrinos cuando yo tenía diez años, el Moreno de La Seca, que tradujo la autobiografía de san Antonio Abad del copto al latín, que viajó de Egipto a Sobradillo pasando por Jerusalén, que se escondió porque le perseguía la Inquisición y le mandaba cartas de amor a Catalina Gajate. Pero no quiero pararme a atar cabos, quiero seguir, con el recuerdo del día en el que el tío Darío encontró el escondrijo cerca de las chumberas; si me pongo a atar cabos, se me desdibuja el recuerdo, ya los ataré luego, los cabos. Ahora, me voy para la sauna y sigo recordando allí, aunque sea sin la grabadora.

Niklas se quedó aquí a dormir una noche, de eso hace ya casi un mes, y desde entonces apenas nos hemos mandado tres o cuatro mensajes. ¿Y esto? No sé por qué hablo de esto ahora, no quiero hablar de esto ahora, ¡no voy a hablar de esto ahora! Pero llevo con el asunto en la cabeza un rato, desde que me he acordado de Magda y Mahmoud en el sofá, tan lindos, igual que nosotros, que también estuvimos en el sofá. Para Magda y Mahmoud todo parece muy sencillo; para nosotros, no tanto. No le quiero molestar, y seguramente él no me quiera molestar a mí. Supongo. Y ya. Tío Darío, no te me escapes que aquí estoy otra vez.

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