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TREINTA Y SEIS
Lunes, 22 de diciembre
Ahora resulta que mi hermana se ha ido a vivir a Sobradillo. Y en principio sin fecha de vuelta. Sorpresón. Todavía estoy asimilándolo. Y eso no es lo único.
Voy a grabarme un rato, pero ya según empiezo me doy un toque a mí misma: me voy a controlar el tiempo, no quiero que me pase como la última vez, que cuando paré y me puse a comer ya no me entraba ni la comida del mareo que tenía encima, y eso que eran espaguetis con pesto y aguacate, con lo que me gustan, pero se me había hecho una especie de nudo en el estómago, un nudo de aire supongo, de gases. Poco a poco, conseguí que fuese entrando la comida y cuando ya llevaba medio plato, noté que me volvía a circular la sangre otra vez por el cerebro. Al terminar, me dieron tentaciones de retomar la grabación y de seguir ojeando los cuadernos con apuntes de recuerdos, pero me resistí porque me había prometido llamar a Inés después de comer. Y eso hice. Hablamos bien poco, ni cinco minutos. La pillé con mucho lío, en mitad de la mudanza, y me dijo que me llamaría en unos días, en cuanto hubiese pasado el jaleo, pero, vamos, en cinco minutos me hizo un buen resumen.
Hoy me ha llamado ella, y ya sí que nos hemos hartado de hablar todo lo que hemos querido, lo menos una hora hemos estado, hacía años que no hablaba tanto rato con Inés, desde que vivíamos las dos en casa de papá y mamá y se cruzaba a mi habitación a estudiar, o más bien a que no estudiásemos ninguna de las dos. El otro día me dio los titulares y hoy me ha contado las noticias enteras: lo de Sobradillo, el embarazo y el suspenso en las oposiciones a las que no piensa volver a presentarse. Hace dos semanas, estaban en plena mudanza, pero ahora están ya en Sobradillo, y no en la casa de los abuelos, sino en una que han alquilado ella y Andrés. Dice que la de los abuelos es de todos y que no quieren ocuparla, y no tanto por mí, que es verdad que nunca voy, sino por la tía Carmen y el primo Rafael, que viviendo Salamanca les pilla cerca y sí que van por allí de vez en cuando. Además, con lo que les dan por el alquiler de la casa de Madrid, les da para pagar la de Sobradillo y para una buena parte de los gastos mensuales, incluida la hipoteca de Madrid. Le dije que estábamos igual, que yo en lugar de irme a Sobradillo, me había venido a Laponia, y que también me había venido con los gastos pagados por el piso de Madrid. Bueno, a ellos no les da para cubrir todos los gastos, más que nada porque tienen una hipoteca más grande que la mía, pero tampoco les hace falta lo de cubrir todos los gastos porque Andrés va a seguir trabajando en la misma empresa de formación online, solo que ahora en lugar de trabajar desde Madrid lo va a hacer desde Sobradillo, desde casa. Inés llevaba ya casi un año sin trabajar, preparándose las oposiciones, y de momento va a seguir sin trabajar, pero ahora sin oposiciones rondando, lo cual es un relax, dice, y me lo creo. Se presentaba para administradora del Estado, o administradora civil, de grupo A, o A1, qué sé yo, siempre me he perdido mucho con los detalles del universo oposiciones. Llevaba bastante tiempo preparándolas; al principio, combinándolo con un trabajo a media jornada, pero al final ya directamente sin trabajar. Según me lo iba contando, se iba calentando y enfadando, sobre todo consigo misma: casi un año dedicado a tiempo completo a prepararse unos temas infumables, una colección de detalles que aunque aprobase iba a tardar poco en olvidarse de ellos y que en su mayoría no le iban a servir para nada en el trabajo para el cual estaba opositando. Eso en el caso de que sacase plaza, pero no la sacó, se quedó bastante cerca, pero no la sacó. La última vez que nos vimos, varios meses antes de venirme yo a Suecia, me dijo que estaba muy motivada, que sacaba plaza casi seguro, y que si no lo conseguía, lo seguiría intentando para el año siguiente. Ese era el plan, pero mi hermana nunca ha tenido problemas para cambiar de plan.
Y es que lo de no haber sacado plaza se le ha juntado con el embarazo, que no es que le haya pillado completamente por sorpresa porque ya habían empezado a intentarlo, ¡pero no esperaban que fuese a ir todo tan rápido! Salió la fecha de los exámenes de la oposición y se pusieron a intentar lo del niño, calculando que por muy rápido que se quedase embarazada le daría tiempo a hacer el examen y a sacar la plaza. Se quedó embarazada antes del examen, no mucho antes, pero antes, y aunque dice que eso no le afectó a la capacidad de estudio ni de concentración, ni tampoco a las fuerzas que tenía el día del examen, lo que sí que le afectó es al ánimo. De un día para otro, lo de llevar una vida dentro, en lugar de darle aún más ganas para sacarse las oposiciones y conseguir la seguridad económica que eso traía consigo, tuvo el efecto contrario: empezó a sentir que lo de opositar no le motivaba lo más mínimo, que era absurdo. Es verdad que costaba ver lo absurdo que era porque lo hacía mucha gente, en concreto, mucha gente de su entorno, compañeras y compañeros de carrera, pero una vez que se le habían abierto un poco los ojos, lo de que mucha gente estuviese metida en el mismo hoyo más que tranquilizarla lo que hacía era angustiarla. Hizo el examen lo mejor que pudo, pero sin mucho entusiasmo, y eso se debió de notar. Luego, cuando vio que no había sacado plaza, es cierto que le dio rabia por todo el tiempo que le había dedicado a la oposición sin que sirviese de nada, pero también sintió un poco de alivio, y ni de broma se le pasó por la cabeza volver a presentarse en la siguiente convocatoria. Y es que eso que Inés de repente vio como asfixiante no es solo el tiempo que una tiene que dedicar a prepararse la oposición, sino también todo lo que viene después. Escuchando a los amigos que sí que se habían sacado la plaza, en esa o en otras oposiciones, parecía que seguían metidos en una cárcel de reglas, listas con puntos, plazos para pedir plazas y traslados… Una locura colectiva a poco que una salga del embrujamiento de pensar que eso es lo normal. Me lo ha contado hace un rato por teléfono, con mucha gracia, por cierto, que todavía me duelen los abdominales de lo que me he reído. Y yo también le he contado lo mío, lo de salir huyendo de mi empresa y de Madrid y venirme a Jokkmokk a hacer una terapia que consiste en hablar conmigo misma en una grabadora. Si nos viese el abuelo por un agujerito desde la tumba, el pobre no entendería nada, ¡con la obsesión que tenía de que nos colocásemos! Yo que elijo «descolocarme» estando ya colocada e Inés que tira la toalla al primer obstáculo. Aunque a lo mejor se alegraba al ver que Inés se ha vuelto a Sobradillo y que dentro de nada va a tener un biznieto, o biznieta, correteando por las calles del pueblo. No sé yo; conociendo al abuelo, creo que el disgusto sería mayor que la alegría, al menos eso es lo que nos daría a entender.
Inés no sabe si aguantarán mucho tiempo en Sobradillo, pero el plan es que sí, que han ido para quedarse. Y no tiene ni idea de a qué se va a dedicar, pero algo se le ocurrirá, dice que a lo mejor le da por ahí y se hace pastora, como el tío Darío; lo dijo en broma, pero no me extrañaría que al final acabase haciéndolo, o lo mismo se pone las pilas y aprende a desarrollar aplicaciones para móvil, que siempre se le han dado bien las cosas de informática, y con que le dedique la mitad del tiempo que le ha dedicado a la oposición… Le dije que si se hace pastora de ovejas, yo me hago pastora de renos, y pido a la familia de Anki y Magda que me adopten y me enseñen a hablar sami. Le he hablado de mi gente de por aquí: de Rebecka y de Gunnar, de Niklas, de Mahmoud y de Magda, de Anki, y también del bosque, de la nieve, del río y el lago congelados, de la chimenea y la sauna, de las auroras boreales, de las tradiciones samis, de la excursión a Jokkmokk del otro día, cuando estuve con Gunnar en el mercado navideño y luego en el polideportivo viendo el partido de fútbol de Mahmoud y sus amigos.
Se sorprendió cuando le conté que había dejado el trabajo de la manera en que lo había hecho. Y, por supuesto, que cuando escuchó el mensaje en el contestador en el que le decía que iba a estar unos meses fuera de España, se imaginó que me iba con la empresa, pensó que no le mencionaba ningún país en concreto porque me iban a estar moviendo de un sitio para otro, dice que me imaginaba de hotel en hotel por las capitales europeas, o en Estados Unidos, o en China, o en Dubái, con mi traje de chaqueta y mi portátil ultraligero, en oficinas con ventanales grandes en la parte alta de los rascacielos, de esas que se ven en las películas. Pero se alegra de lo que le cuento, sobre todo se alegra de cómo lo cuento, me nota tranquila y contenta. No recuerda la última vez que me vio así de bien. Y yo me alegro de que me lo diga, porque una cosa es notarlo yo misma, o hablarlo con Rebecka, con Gunnar o con Niklas, que al fin y al cabo los he conocido hace dos días como quien dice, y otra cosa es hablar con mi hermana y conectar estos meses en Jokkmokk con toda mi vida anterior; haber hablado con Inés ha sido como dar una puntada de hilo que une mi pasado con mi presente.
Una cosa con la que me he sorprendido a mí misma es hablándole de Niklas, de lo que está pasando entre nosotros, que no sé muy bien en qué consiste —seguramente Niklas tampoco lo sepa—, pero es precisamente compartir esa incertidumbre con mi hermana lo que me ha pillado por sorpresa. De los chicos con los que estuve viéndome en Madrid después de la separación con Marcos nunca le hablé, ni una palabra, pero lo de Niklas se lo he contado a las primeras de cambio. Y no es que le haya dado ochenta vueltas al asunto y haya tomado la decisión de contárselo, qué va, no me he dado ni cuenta y de repente ya estaba contándoselo, con toda la naturalidad del mundo, igual que le hablaba de Marcos cuando le acababa de conocer y todavía no sabía siquiera si íbamos a conseguir quedarnos a solas algún día.
Hace dos semanas, cuando la llamé y la pillé en mitad de la mudanza, apenas hablamos cinco minutos y no le conté nada de Niklas. En realidad, en ese momento, hacía bastante que no veía a Niklas, y si la cosa hubiese seguido así, sin vernos, pues seguramente tampoco hoy me habría surgido contarle nada. Pero es que acabo de tenerle aquí de visita, llegó el viernes por la mañana y se fue el sábado por la tarde. Y más que vamos a vernos estas Navidades, porque va a estar por Jokkmokk hasta después de Año Nuevo. Tiene jaleo en casa de sus padres porque ha venido de visita un familiar de Estados Unidos, un primo segundo de su madre que nació en Chicago y luego ha vivido casi toda su vida en Arizona. Su padre y su madre eran suecos, de la última oleada de emigrantes suecos a los Estados Unidos. En concreto, su madre era de Jokkmokk, y es por ahí donde le viene la conexión con la familia de Niklas. Ahora, el hombre acaba de cumplir ochenta años y sus hijos le han regalado un viaje a Suecia. Es la primera vez que viene a Suecia, y viene con su mujer, con dos de sus hijos, con las parejas de los hijos y con unos cuantos nietos. Niklas me ha dicho que no sabe exactamente cuántos son los que vienen, pero muchos, y su madre está atacada de los nervios. De hecho, pensaba quedarse aquí también la noche del sábado al domingo, pero al final se fue el sábado por la tarde a casa de sus padres para ayudarles a preparar cosas, sobre todo comida. Llegaron ayer por la tarde al aeropuerto de Luleå y, aunque van a dormir en un hotel, porque son muchos, van a hacer vida en la casa de los padres de Niklas. Supongo que se quedaran en el hotel Gästis, el que me enseñó el otro día Gunnar cuando fuimos a ver el mercado navideño. ¿Hay más hoteles en Jokkmokk? No lo sé. El caso es que el Gästis es muy acogedor, al menos el comedor con la chimenea, y la comida estaba rica. Y a todo esto, ¿de qué estaba hablando yo? Si me voy por las ramas, me va a pasar como el otro día, ya lo estoy viendo.
Muy bien. Pues eso. A ver.
De tener confianza con Inés, de eso estaba hablando, de poder contarle lo de Niklas como si fuese la cosa más normal del mundo, porque es verdad que es la cosa más normal del mundo; sentir atracción y complicidad por una persona no es algo que haya que andar escondiendo. Pero que me lo digan a mí hace un año. Y de Niklas no sé cómo pero hemos pasado a hablar de san Antonio; bueno, sí, por los libros que me trajo Niklas de regalo cuando yo estaba de viaje con Rebecka, el de san Atanasio y el de Flaubert, que no sé si es porque están en inglés o porque son en sí mismo muy complicados, pero el caso es que no me entero ni de la mitad de lo que leo. Suena todo mucho más sencillo cuando cierro los ojos y evoco recuerdos de papá y de don Aurelio hablando de ello.
Inés no se puede creer que hasta ahora yo no tuviese idea de que el libro de papá, el libro interminable, tratase sobre san Antonio y sobre el Moreno. ¿En qué mundo vivía? Pero aún más increíble le parece que de repente me haya puesto a recordarlo ahora, todo el asunto de mis recuerdos vividos y mis sueños. Otra cosa que ya le deja de piedra es que le cuente que me he puesto a leer, a leer libros voluntariamente. Ella sí, ella siempre ha leído, ¿pero yo? Le he hablado de las cajas con libros y de las cajas con discos, que es un poco como lo de que Gunnar me haga la compra sin que yo tenga que pensar en lo que voy a comer o dejar de comer. Quizás es más fácil empezar a leer cuando hay poco donde elegir, una caja y punto, porque recuerdo ir con papá y con Inés a esa librería enorme en la calle San Bernardo que tanto les gustaba, ¡qué locura de sitio! Mientras ellos desaparecían por las habitaciones llenas de libros, como peces que acabasen de devolver al agua, yo me quedaba en la primera de las habitaciones, la que tenía ventana a la calle, haciendo que ojeaba los libros de las mesas de las novedades y viendo entrar y salir a la gente. Eran demasiados libros para mí, tantos que es como si se anulasen unos a otros. Cuando escuchaba a mi padre hablar de libros, era como un jeroglífico, una actividad compleja en la que había que tener unos conocimientos básicos para poder participar, y yo no los tenía, la sensación era la de que hubiesen revelado todos los secretos en un día en el que yo no estaba presente, como cuando me ponía mala y me perdía una semana de instituto justo cuando empezaba un tema nuevo en alguna asignatura. Inés sí que manejaba esos códigos, y lo mismo le pasaba cuando salíamos al campo y la conversación trataba de plantas o de animales. Sabía desenvolverse, preguntaba cosas, era capaz de distinguir unos pájaros de otros al verlos volar a lo lejos, y de repente, si salía ese tema, resulta que sabía en qué época del año se recolectaban el trigo o las naranjas. Tengo una hermana muy lista, va a ser eso, aunque la de los sobresalientes fuese yo, y ella no haya conseguido sacar plaza en la oposición. Eso que se pierde el cuerpo de administradores civiles del Estado. Y eso que sale ganando Sobradillo. Que es muy fuerte que se vayan para allá. Aunque mira quién habla, lo estoy diciendo yo desde Jokkmokk, eso sí que es fuerte. Pero yo no me he mudado a Jokkmokk, ¿verdad?
A Inés siempre le gustaba ir al pueblo, pero de ahí a tomar la decisión de mudarse hay un buen trecho. Si lo he entendido bien, no es por una causa concreta, sino que se les ha juntado todo: no conseguir plaza en las oposiciones, las pocas ganas de volver a intentarlo, el embarazo y la idea de que la niña va a tener una infancia mejor en el pueblo, al menos los primeros años. Dice que seguramente lo están idealizando, pero que no lo pueden evitar. Y también influye el trabajo de Andrés, que si ya era muy flexible, ahora lo es más aún. Hasta ahora trabajaba en una oficina en Madrid, en una empresa de cursos de formación online. La sede central de la empresa está en Barcelona, y en la oficina de Madrid solo estaban dos personas trabajando a distancia con Barcelona y con clientes repartidos por toda España y Latinoamérica. Y para trabajar a distancia, pueden hacerlo desde casa. Eso les han dicho, que a la empresa le supone demasiado gasto alquilar un local solo para ellos dos y que mejor que trabajen cada uno desde su casa. Así que ya puesto, si va a trabajar desde casa, lo mismo le da que la casa esté en Madrid o en Sobradillo; lo único que necesita es una buena conexión a internet.
Lo de no irse a vivir a la casa de los abuelos y alquilarse ellos una casa, además de por la tía Carmen y el primo Rafael, que van por allí de vez en cuando, también es para estar ellos más cómodos. La casa que han alquilado es más pequeña que la de los abuelos, pero también más moderna y con más comodidades: el internet ya instalado, la calefacción y el agua que funcionan bien, unas ventanas que aíslan del frío… Están igual de cómodos que en el piso de Madrid, pero si salen a dar un paseo, se plantan en un momento en las Arribes. Y el plan a medio plazo, si nos parece bien a mí y a la tía Carmen, es que quieren comprarnos la parte que nos toca de la casa del tío Darío y renovarla para irse a vivir allí. La casa del tío Darío incluye los establos de las ovejas, así que lo de que Inés termine de pastora no lo descarto, de verdad que no. Por cierto, que le he preguntado si sabe qué fue de las ovejas cuando se murió el tío Darío, y sí, es verdad que se hizo cargo de ellas un amigo suyo, un señor más joven que él, pero que ya va teniendo también su pila de años. De todas maneras, sigue saliendo con las ovejas, Inés ya se lo ha encontrado un par de veces en el pueblo, y cuando le contó que ha venido para quedarse, él le dijo, medio en broma, medio en serio, que vaya buscando sitio en casa para meter unas cuantas ovejas.
No llevan ni diez días en Sobradillo, pero ya se ha corrido la voz de que una de las hijas del Poeta se ha ido a vivir allí y que, además, está embarazada. Eso les hace ser muy populares. Y es que no le vienen nada mal niños nuevos a Sobradillo. El colegio está resistiendo, pero al límite, y si no nacen o vienen más niños, tendrá que cerrar. De todas maneras, otra pareja de Madrid acaba de instalarse también allí con un niño pequeño. El chico de la pareja también tiene alguna conexión familiar con el pueblo, su madre o sus abuelos eran de Sobradillo, y según me dice Inés, si le veo, seguro que me suena su cara; a ella le ha pasado al verle, que era una cara conocida. A lo que no les ha dado tiempo todavía, en los diez días que llevan allí, es a meterse en el trastero enorme de la casa de los abuelos, donde están todas las cosas de papá y mamá. Las dejamos ahí tal cual, metidas en cajas, cuando vaciamos el piso de Madrid para venderlo y nos lo llevamos todo al pueblo. Inés dice que quiere encontrar nuestras ropas de bebé y de niñas, que sabe que andan por algún sitio porque papá y mamá no tiraban nada. El problema es que da miedo poner un pie en ese trastero porque es enorme y, desde que llevamos allí también las cosas de Madrid, está lleno de muebles y de cajas hasta los topes. De todas maneras, por si se anima a entrar y a buscar, le he dejado encargado que mire a ver si encuentra las cajas con los escritos de papá, todo el material del libro con el que estuvo trabajando los últimos años. Dice que sí, que eso lo va a encontrar fácilmente porque se acuerda muy bien de dónde lo puso. Por supuesto, fue ella la que se encargó de empaquetar todos los libros y los papeles de papá. Y, de hecho, llevaba ya tiempo pensando que cuando acabase con las opos, quería ponerse a organizarlo todo, y leerse el libro.
Estoy contenta de haber hablado con Inés, pero también me he quedado con una sensación un poco rara en el cuerpo, como de haber roto la burbuja de mi vida aquí, por eso quería grabarme un rato, a ver cómo me siento. Creo que simplemente es eso, que hasta ahora no había mezclado las dos cosas: la vida de antes y la vida de Jokkmokk, este formato simplificado de vida que me he montado aquí. Y el truco ha durado hasta hoy. Hace dos semanas, como apenas hablé cinco minutos con Inés, no me di cuenta, pero después de la conversación larga de hoy, ya no hay vuelta atrás, se ha roto la burbuja y he conectado las dos vidas. Y no me parece mal, tarde o temprano me tenía que pasar, pero no quita que se me haga un poco raro. De repente, la vida en España ya no sucede solo en mis recuerdos, sino que sigue desarrollándose y avanzando mientras yo estoy aquí recogida en mi rincón del norte; por ejemplo, mi hermana va a ser madre y yo voy a tener una sobrina que va a crecer en Sobradillo, una sobrina a la que ya tengo unas ganas locas de conocer aunque todavía no haya nacido. También ocurre lo contrario, que mi vida en Jokkmokk ha dejado de estar aislada de todo lo demás. Ahora, resulta que Inés ya sabe quién es Niklas, y también quiénes son Rebecka y Gunnar, y seguramente la próxima vez que hable con ella me preguntará por unos y por otros, porque la conozco, porque Inés es muy de preguntar esas cosas. Me preguntará que cómo va la relación con Niklas, eso seguro, y me preguntará también por Gunnar y por sus espías rusos, que se ha reído mucho cuando se lo he contado, aunque a mí cada vez me haga menos gracia la cosa, sobre todo desde que Rebecka me habló del trauma que lleva arrastrando su padre desde que era un niño. Eso no se lo he contado a Inés, lo del trauma, pero lo que sí sabe es que tengo la cabaña llena de latas de conserva y de combustible por lo que pueda pasar, ¡por si nos invaden los rusos! También le he contado la última de Gunnar, la de ayer mismo.
Vino a traerme la compra semanal, y mientras yo estaba colocando las cosas y preparándole un café y unas tostadas con queso y pepino de las que le gustan, me dijo que salía un momento a buscar una cosa que se había dejado en la moto de nieve. Tardaba en volver y salí a ver qué pasaba. La moto de nieve estaba ahí, pero ni rastro de Gunnar; bueno, sí, el rastro de las pisadas en la nieve que iban directas a la cabaña-trastero de Niklas. Se veía que la puerta estaba entreabierta. Me puse el abrigo, fui para allá y me lo encontré de rodillas en el suelo, con una linterna puesta en la frente, sacando papeles de una caja y volviéndose medio loco. Sin moverse del sitio, me dijo que me acercase. Llevaba unas semanas con sospechas, pero acababa de encontrar pruebas de que Niklas era un espía ruso. Todo le encajaba. Empezando por la abuela de Niklas, la rusa, de quien en su día ya había tenido sospechas, y luego esta cabaña, tan cerca de la zona de entrenamientos militares. Y otro montón de cosas que no entendí porque me estaba hablando demasiado rápido y atropelladamente. Pero la prueba definitiva es la que tenía en sus manos, la que acababa de encontrar en esa caja que estaba abierta. Me acerqué y me dio uno de los papeles que había sacado de la caja: una hoja de tamaño cuartilla con una foto de Vladímir Putin montando a caballo sin camiseta. Y debajo de la foto, palabras en ruso. En la otra cara de la hoja, había una foto del planeta Tierra visto desde el espacio y más palabras en ruso. Estaba clarísimo: Rusia quería conquistar el mundo, el planeta entero. Le pregunté a Gunnar si sabía leer ruso y me dijo que no, pero le daba igual, el simbolismo le parecía evidente. Fue sacando los papeles de la caja hasta comprobar que eran todos iguales. Y había más cajas que ya iba lanzado a abrir, pero le dije que tuviese un poco de cuidado, porque si Niklas, de verdad, era un espía ruso, quizá no era lo más inteligente que se diese cuenta de que le habíamos descubierto.
Me dio la razón y conseguí que se metiese conmigo en casa a tomarse el café. Le convencí también para que dejase para otro día la visita a la otra cabaña-trastero que tiene Niklas, la que está un poco más alejada y que encontré por casualidad hace unos meses dando un paseo. ¡En qué momento se me ocurrió enseñársela a Gunnar! Es especialmente en esa cabaña en la que lleva varios días pensando, dándole vueltas al asunto una y otra vez, la que le hizo empezar a sospechar de Niklas, aunque siempre le haya parecido un buen chico. Eso me contó mientras nos tomábamos el café. Y yo no sabía qué hacer. Lo único que se me ocurrió fue seguirle la corriente, calmarle un poco y prometerle que no le hablaría a nadie del descubrimiento que habíamos hecho, promesa que incumplí en cuanto se marchó, porque lo primero que hice cuando salió por la puerta fue llamar a Rebecka para contarle lo que había pasado. Rebecka iba a venir con Eva a pasar la Nochebuena a Jokkmokk, pero como todavía no ha empezado con el nuevo trabajo y tiene tiempo me dijo que se venía para acá directamente. Eso, ayer. Así que ahora mismo ya estará en casa con Gunnar. Mejor, me quedo más tranquila. De lo que me alegro es de no haberle contado a Gunnar lo mío con Niklas, y estaba a punto de hacerlo; de hecho, estaba pensando en eso mientras preparaba el café y todavía creía que Gunnar había salido a coger algo a la moto de nieve y no a husmear en el trastero de Niklas. Había decidido que cuando nos sentásemos tranquilamente a tomar el café, se lo contaría. Niklas se había quedado a dormir conmigo la noche del viernes al sábado y a punto había estado de quedarse también la noche del sábado al domingo, en ese caso habría llegado Gunnar y se lo habría encontrado aquí. Y, claro, ni se me había pasado por la cabeza que Gunnar pudiese andar con esas sospechas en la cabeza.
A decir verdad, tenía la impresión de que ya estaba mucho mejor de su obsesión. El domingo pasado me llevó al centro de Jokkmokk, estuvimos juntos varias horas y no mencionó el tema ni una sola vez. Hasta el punto de que yo empecé a sentirme culpable por haberle dado a Rebecka la idea de que Mahmoud quizá podía irse a vivir una temporada a casa de Magda y su familia. Y es que Rebecka lo cogió al vuelo, movió los hilos, habló con Anki y en menos de una semana Mahmoud ya se había mudado. Fueron muy discretas. Anki simplemente le propuso a Magda que, ya que pasaba tanto tiempo con Mahmoud, a lo mejor le apetecía invitarle a vivir con ellos en casa una temporada, así podían pasar juntos las Navidades. Y claro, a Magda, y luego a Mahmoud, aquello les pareció la mejor idea que habían oído nunca. A mí me lo contó Gunnar el domingo pasado, justo el día después de que Mahmoud se hubiese marchado. Y casi se me pone a llorar en la cocina. Me dio mucha pena, decía que la decisión le había pillado por sorpresa, que entendía que el muchacho quisiese vivir con Magda, pero que él ya se había hecho a la idea de que le iba a tener en casa al menos hasta final de curso, o incluso más, hasta que terminase el instituto. Yo me hice también la sorprendida, como si la idea no hubiese surgido aquí, en esta misma cocina, y para animarle un poco le pedí que me sacase de paseo, que hacía mucho que no íbamos a Jokkmokk.
Funcionó. Nos fuimos a Jokkmokk y nos lo pasamos muy bien. Me llevó a ver un mercadillo navideño callejero que llevaba puesto todo el fin de semana en una zona por la que yo no había estado, al lado del hotel Gästis. Un mercadillo callejero con el frío que hace, ¡y de noche!, porque prácticamente ya es de noche todo el rato. Eso había que verlo. Llegamos en un momento con la moto de nieve y aquello parecía sacado de un cuento de Navidad, como las Navidades blancas de los dibujos animados que veía de pequeña y que hacían que me enfadase con mis padres porque en Madrid las Navidades nunca eran así. A lo mejor nevaba un día, y gracias, pero nunca cuajaba. Aquí está todo el suelo lleno de nieve, tanto que no se ve el asfalto en todo el pueblo. Es una nieve compacta por la que circulan los coches, aunque justo la plaza y las dos calles del mercadillo estaban cortadas a la circulación para que la gente pudiese moverse tranquilamente de un puesto a otro. Había bastante gente. La mayoría, caminando; algunos, aprovechando para sacar a pasear al perro, y otros, los más mayores, apoyándose en una especie de trineos con forma de taca taca con un asiento incorporado. También había samis con unos renos preciosos y trineos atados a los renos en los que se podían subir los niños. Los niños, y yo. Gunnar se había quedado hablando con un señor y una señora de los del taca taca y yo me había ido a dar una vuelta por los puestos cuando la mujer sami que estaba a cargo de uno de los renos con trineo me invitó a subirme al ver que lo miraba con tanta curiosidad. También estuve acariciando al reno, dándole de comer e intentando explicarle a la mujer en qué punto cardinal está la cabaña donde vivo. Menos mal que por fin he conseguido aprenderme el nombre del lago que hay cerca de casa: Randijaure. Lago, o ensanchamiento del río, no sé muy bien lo que es, pero sea lo que sea, el caso es que la mujer me entendió y repitió el nombre que yo había dicho, aunque con una pronunciación que sonaba mucho más auténtica. Luego, estuvo un rato hablándome de su madre, que había crecido en la zona de Randijaure, y de un lugar donde reúnen a los renos de varias familias cada otoño y que no está muy lejos de aquí. Me suena que Anki me había hablado también de ese lugar. Le mencioné a Anki a la señora del mercadillo, claro que la conocía, son parientes y forman parte de la misma aldea sami. Y me estaba explicando cómo funcionan las aldeas samis cuando apareció una familia con cuatro niños que querían subirse al trineo y reclamaron su atención. Se puso en marcha y se fueron con el trineo por una de las calles que salen de la plaza. Gunnar seguía de charla con los del taca taca y vi que se habían unido al corrillo dos señores más, y un perro, así que yo seguí curioseando por el mercadillo.
Serían las tres o las tres y media, supongo que todo el mundo habría estado ya en casa comiendo y ahora estaban dando el paseo de por la tarde. En la mayoría de los puestos, vendiesen lo que vendiesen, tenían además termos con café, galletas de jengibre y bollitos de esos con azafrán que hice con Rebecka cuando estuvo aquí hace un par de semanas. Y un vino caliente y dulce que al parecer también es típico navideño. En uno de los puestos, había una bandera española que me dio curiosidad y me acerqué. Eran estudiantes de español del instituto de Jokkmokk haciendo una lotería para un viaje de fin de curso a Barcelona. Y sorteaban una pata de jamón, tal cual, ahí estaba la pata de jamón, supongo que congelada después de haberse pasado el fin de semana a una media de menos quince grados de temperatura. Compré dos cupones para el sorteo, pero no hubo suerte, y ya que estaba, también les compré una tarta de chocolate horneada por ellos mismos. Me tomé un café allí con ellos, hablando español con la profesora, y luego el señor del puesto de al lado, que era el abuelo de uno de los niños y estaba vendiendo tarros de mostaza, me invitó a probar el vino caliente. Y ahí me quedé hasta que llegó Gunnar. Me dio tiempo a beberme casi tres vasos de vino y un montón de galletas de jengibre. El sabor de la primera galleta no me hizo mucha gracia, pero es verdad que combinaban muy bien con el vino dulce, y después de la segunda ya no podía parar. Aunque lo que necesitaba después de tanto vino era comer algo más consistente. Se lo dije a Gunnar, que necesitaba comer algo salado, y me propuso que entrásemos al restaurante del hotel Gästis, no era la hora de la comida ni la de la cena, pero siendo el fin de semana del mercadillo navideño, seguro que tenían la cocina abierta todo el día.
Y vaya si la tenían abierta, bufé navideño continuo desde las once de la mañana hasta las once de la noche. Cuando entramos, había bastante gente ya de sobremesa, tomando el café de después de la comida, y nos sentamos al lado de la chimenea en una mesa en la que había unos conocidos de Gunnar, una mesa alargada que parecía de comedor de colegio. En el bufé, había carne de reno, de alce, salmón preparado de diferentes maneras, arenques, patatas gratinadas…, de todo. También había albóndigas como las que me trae Gunnar todas las semanas, y supongo que las del restaurante estarían más ricas, pero, vamos, con todas esas cosas para elegir no se me pasó por la cabeza probarlas. Los conocidos de Gunnar eran de su quinta, y resulta que eran antiguos compañeros de su equipo de esquí de fondo. No sabía que Gunnar hubiese competido en esquí de fondo. Pero resulta que sí, y además muchos años, de los catorce a los cuarenta. Y luego, ya sin competir, siguió esquiando con mucha frecuencia hasta hace un par de años. Ahora lo tiene prácticamente prohibido por el cardiólogo, se tiene que conformar con la moto de nieve. Estuvieron hablando de los viejos tiempos, al principio en inglés para que yo me enterase, pero no tardaron en pasar al sueco. Yo me entretuve observándolos y observando al resto de la gente que entraba y salía del restaurante, y también acercándome varias veces a las mesas del bufé a coger más comida y postres. Salí de allí rodando.
Luego, estuvimos dando un paseo, viendo el resto de puestos del mercadillo y las calles de alrededor. Una de las cosas que más me llamaron la atención era una especie de hogueras que había en varias esquinas del mercadillo, iluminando y calentando. Y luego muchas velas, velas en los puestos y velas en las ventanas de las casas. Es una zona de casas bastante antiguas y bonitas. Al lado del hotel Gästis, hay un cine de principios del siglo XX que ahora, al parecer, apenas se usa porque no le han instalado el sistema digital, pero que cuando Gunnar era pequeño, estaba en pleno apogeo. Los dueños del hotel fueron los que montaron el cine. El primer cine de toda Laponia. Bueno, Gunnar no sabe si eso es del todo cierto, le extraña que trajesen el cine a Jokkmokk antes que a Luleå o que a Kiruna. Pero al menos eso es lo que le decía siempre el padre de Gunnar, que había sido el primer cine de Laponia, y cuando uno es pequeño, lo que dice un padre es verdad de la buena. Mientras paseábamos, me estuvo hablando de sus padres y de sus recuerdos de infancia, me contó que había crecido justamente en esas calles. Vivían en una de las casas que daban al mercadillo y me señaló incluso la ventana de su antigua habitación, que era una de esas ventanas que ahora tenían velas encendidas iluminando la calle. La casa la vendió cuando murieron sus padres. Por supuesto que no me mencionó que era adoptado y que había llegado a Jokkmokk con seis años, pero yo no podía dejar de pensar en ello mientras él iba enlazando las historietas de su infancia una detrás de otra. Me habló mucho del mercado de invierno, que al parecer es lo más famoso que tiene Jokkmokk y que no tiene nada que ver con este mercadillo de Navidad. El mercado de invierno más grande, mucho más; Gunnar dice que si le nombras Jokkmokk a un sueco, cualquiera lo primero que te mencionará es el mercado de invierno, y luego poco más, o nada. El mercado de invierno se celebra a principios de febrero, y según Gunnar, se ha convertido en una locura, vienen más de treinta mil personas cada año y no sabe dónde se mete tanta gente. Más de una vez, Rebecka le ha llenado la casa con amigos que vienen a Jokkmokk para la ocasión. Él, sin embargo, prefiere acordarse del mercado de invierno de los años cuarenta y cincuenta, antes de que se masificase, de su mercado de invierno, cuando todavía se celebraba en esta zona de Jokkmokk, cerca del hotel Gästis y de la casa de sus padres, antes de que lo trasladasen al otro lado de la carretera, donde está el ayuntamiento y la oficina de turismo. En esa época, en los años cuarenta y cincuenta, el mercado era todavía un mercado, ahora es más bien una atracción turística, o cultural, o todo a la vez, y sigue siendo en parte mercado porque está lleno de puestos donde se pueden comprar cosas. El mercado de invierno que Gunnar recuerda de su infancia se parecía más, según dice, a lo que había sido durante varios siglos: un lugar de intercambio de productos samis con productos del resto del mundo.
Mientras me contaba la historia del mercado de invierno, nos pusimos a caminar hacia el polideportivo para ver un partido de fútbol de Mahmoud y sus amigos. Era la final de no sé qué torneo que habían organizado en el instituto, y Gunnar le había prometido que iría a verle. Aunque se hubiese mudado a casa de Magda, no quería perder el contacto con él, y Mahmoud tampoco con Gunnar. Cuando se despidió, le dijo que le iba a ir a visitar todas las semanas. Ya será menos. Pero la intención es lo que cuenta.
En Jokkmokk está todo cerca, y creo que no habríamos tardado más de cinco minutos en llegar al polideportivo si hubiésemos ido directamente allí desde la zona del mercadillo navideño, pero todavía quedaba un buen rato para que empezase el partido y dimos una vuelta más larga; teníamos que hacer la digestión de la comilona y, además, Gunnar se había arrancado a contarme historias de Jokkmokk y quería enseñarme unos sitios y otros. Empezó hablando del mercado de invierno, pero es que la historia del mercado de invierno y la historia de Jokkmokk van de la mano. Dejamos atrás el mercadillo navideño y salimos a la calle principal, es decir, a la carretera: a la izquierda, Luleå, y a la derecha, mi cabaña, Kvikkjokk y las montañas. Cruzamos, y Gunnar me señaló dónde estaba la antigua farmacia, el ayuntamiento, la oficina de turismo, la plaza donde ponen el escenario para los conciertos en el mercado de invierno… Luego, nos metimos por una calle cuesta arriba y llegamos a la iglesia vieja, una iglesia de madera roja, muy pequeña y con pinta de estar muy bien cuidada. Parecía casi de juguete. El tejado de la iglesia estaba todo blanco, y el recinto de alrededor también, pero alguien se había encargado de hacer un camino de nieve prensada para poder pasar desde la calle hasta la puerta de la iglesia. Intentamos entrar, pero estaba cerrada, aunque se veían pisadas recientes. Gunnar dijo que serían de la misa de esa misma mañana; al fin y al cabo, era domingo y la iglesia sigue en uso. Me contó que la iglesia se había quemado a principios de los años setenta, que se acuerda perfectamente de cuando vino a ver lo destrozada que quedó, y del sofocón que se llevó su madre.
Al final, decidieron reconstruir la iglesia y tuvieron la buena idea de hacer una réplica de la anterior, al menos la parte exterior. Se supone que la dejaron tal cual la habían construido originalmente en el siglo XVIII. O en el XVII. Gunnar se hace un lío con las fechas y los siglos, y no es por la edad, dice que siempre le ha pasado, pero ya sea de un siglo o de otro, el caso es que cuando la construyeron, la iglesia vieja era un cuerpo extraño en Jokkmokk. Esto era tierra de samis, y lo sigue siendo, pero en aquel momento, lo era aún más, y una de las obsesiones del Estado sueco era la de cristianizar a los samis. Se quemaban los tambores de los chamanes y se obligaba a la gente a ir a la iglesia. La otra obsesión era conseguir que los samis y los mercaderes que comerciaban con los samis pagasen impuestos al rey. De hecho, esas fueron las dos razones principales que llevaron a uno de los reyes suecos, Karl nosecuantos, a fundar el mercado de invierno en Jokkmokk; por un lado, para celebrar bautismos y bodas cristianas, y por otro, para tener controlado el comercio de los samis y así poder cobrar impuestos. Eso sucedió en el año 1605; por lo que sea, Gunnar sí que se sabía esa fecha y a mí también se me ha quedado grabada, no solo se fundó el mercado, sino que se prohibió que los samis de la región comerciasen en otros lugares. Todo el comercio de la zona tenía que pasar por Jokkmokk para que los recaudadores de impuestos pudiesen supervisarlo y para que los sacerdotes cristianos pudiesen empezar a controlar las creencias, tradiciones y modo de vida de los samis. La elección de Jokkmokk no fue casual, Jokkmokk ya era un lugar habitado por los samis, sobre todo en invierno, porque en verano muchos de ellos se iban con los renos a las montañas. En nuestro paseo camino del polideportivo, después de ver la iglesia vieja y de bordear un lago, pasamos por el lugar donde, en su día, estuvo ese asentamiento tradicional, precristiano y presueco. La costumbre es que Jokkmokk se llenase de gente en invierno y que se vaciase en verano, pero poco a poco empezó a crearse una comunidad que vivía allí todo el año, gentes venidas del sur, o samis que cambiaban su modo de vida y abandonaban el nomadismo. Así nació el pueblo de Jokkmokk. He tenido que pasar seis meses aquí para enterarme, pero, por otro lado, si me preguntan cómo se formó la ciudad de Madrid, o el pueblo de Sobradillo, la verdad es que no tengo ni idea. Y lo de Madrid fijo que en algún momento lo habré tenido que estudiar en el instituto.
Gunnar había cogido carrerilla y, con la emoción de contarme cosas, parecía como si no le afectase el frío. Me estaba explicando los intríngulis del comercio entre los samis y los mercaderes del resto de Suecia, que si los samis traían pieles y carne de reno, pescados ahumados, carne de alce y de oso, que si los mercaderes traían productos que los samis no tenían, cosas como sal, mantequilla, harina, plata, artilugios de hierro… Y, claro, entre el inglés y el frío que tenía en el cuerpo, llegó un punto en que yo ya no me estaba enterando de nada, solo quería llegar al polideportivo de una vez.
Cuando llegamos, el partido todavía no había empezado y nos dio tiempo a comprar un café en un tenderete que habían puesto los del club de fútbol de Jokkmokk. Tenían café, galletas de jengibre, bollos de azafrán y vino caliente, exactamente lo mismo que en los puestos del mercadillo navideño. La única diferencia es que este vino era sin alcohol. Y también tenían un sorteo para recaudar dinero para un viaje, como los estudiantes de español que sorteaban un jamón, pero en este caso lo que sorteaban era un balón de fútbol, el balón oficial del mundial de Brasil, a mis ojos mucho menos interesante que un jamón, pero, aun así, les compré un par de papeletas. Tampoco me tocó.
Saludé a Mahmoud antes de empezar el partido, que vino corriendo a darnos un abrazo y volvió a juntarse con los otros chavales de su equipo. Luego, cuando empezaron a jugar, me di cuenta de que los conocía a casi todos, del viaje que hice con ellos hace un par de meses. ¿Hace un par de meses ya? Que rápido pasa el tiempo. O esa es la sensación que me da a mí, que se ha puesto en marcha y pasa muy rápido.
El calorcito muy bien, pero el fútbol siempre me ha aburrido bastante, así que a los cinco minutos de haber empezado el partido, yo ya había desconectado y estaba pensando en las musarañas, observando a la gente que había venido más que viendo el partido en sí. Vi a Magda con sus amigas, y una de ellas llevaba puesta un traje tradicional sami, una kolt, me dijo Gunnar sin quitar los ojos del partido. Magda me saludó desde lejos, pero tampoco me hizo mucho más caso que eso, estaría atenta a los goles que pudiese parar Mahmoud, que era el portero de su equipo. Me levanté y fui otra vez al puesto del café y los bollos, a rellenar la taza de café. Es una costumbre de aquí, que cuando compras un café, tienes derecho a rellenar la taza. Y justamente eso es lo que estaba intentando explicarle el chaval que estaba atendiendo el puesto a un señor mayor que no entendía el inglés. El chico le decía que no hacía falta que le volviese a pagar, que rellenar el café era gratis, pero el señor no entendía ni el sueco ni el inglés, era un refugiado sirio que había llegado hace unas semanas a Jokkmokk con su hija y sus dos nietos, y uno de ellos, el mayor, estaba en el equipo que jugaba contra el de Mahmoud. Esto me lo contó tranquilamente después de haber solucionado el asunto del café, sentados en las gradas mirando el partido, cuando ya habíamos descubierto que hablábamos el mismo idioma: el español.
El chaval del puesto de café me preguntó, en inglés, si yo hablaba algún otro idioma, por ejemplo, el árabe, para explicarle al señor que dejase de intentar darle dinero, que podía rellenar el café sin tener que volver pagar. Le dije que árabe no, que inglés y español, y el señor, al oír lo de spanish, se le cambió la cara y me dio las buenas tardes con una sonrisa de oreja a oreja. Pude explicarle lo de rellenar el café, rellené yo también el mío, compré un par de bollitos de azafrán y nos fuimos a sentarnos en las gradas a ver el partido, o más bien a charlar, que es de lo que tenía ganas el hombre al haber encontrado a alguien que hablase su idioma. Y es que el español era su idioma materno, y aunque no era un español como el mío, nos entendíamos bastante bien. Su español era sefardí. A mí me sonaba la historia de la existencia del idioma sefardí y de la expulsión de los judíos por los Reyes Católicos, pero muy remotamente; supongo que lo estudié en el instituto y que me lo aprendí de memoria para algún examen de historia. Pero era la primera vez que tenía delante y me comunicaba con alguien que hablaba sefardí. Fue una conversación muy especial, intensa y emotiva, y cuando nos quisimos dar cuenta, el partido ya había terminado.
Saúl; lo primero que me dijo es que se llamaba Saúl, y que me perdonase si no se le entendía bien, pero que llevaba muchos años sin hablar su idioma materno. Su mujer hablaba árabe y nunca aprendió sefardí, y sus hijos, aunque de pequeños lo entendían, nunca dieron el paso de empezar a hablarlo, y a estas alturas ya apenas lo entienden. Saúl nació en el noreste de Siria, en la ciudad de Kamishli, pegada a la frontera con Turquía, y acaba de cumplir setenta años. Nació en 1944, y dice que los primeros recuerdos que tiene son recuerdos de despedidas. Tenía tres años cuando comenzó la guerra árabe-israelí, cinco cuando terminó, y en ese tiempo, le dio tiempo a ver como se marchaban de Kamishli primero sus tíos y sus abuelos paternos, que se fueron a Nueva York, y luego sus tíos y abuelos maternos, que se fueron a Buenos Aires. Era tan pequeño que el recuerdo de esas despedidas lo tiene bastante difuso, y no fue hasta años más tarde que se enteró de por qué se habían ido todos. Siria estaba en guerra con Israel y mucha gente de la comunidad judía de Kamishli, igual que de otras ciudades sirias, decidió emigrar; habían pasado a ser extraños en su propia cuidad. Ahora, eran «el enemigo judío». Los padres de Saúl, sin embargo, no se fueron, ambos eran comunistas, miembros del Partido Comunista Sirio, y muy respetados por sus camaradas de partido. Hacía tiempo que habían dejado de formar parte de la comunidad judía. Saúl no se educó en la religión judía, ni en la judía ni en ninguna otra. Y su mujer igual, también de Kamishli y también hija de militantes del Partido Comunista. Pero ninguno de los dos siguió los pasos de sus padres, nunca se metieron en política y al casarse decidieron marcharse de Kamilisi y buscar trabajo en Alepo.
Me miraba a los ojos al hablar, pero de repente se puso a mirar al suelo y me contó que a su mujer la había matado una bomba, una bomba lanzada por los helicópteros del ejército de Bashir Al-Ashad en los primeros bombardeos a Alepo, en el verano de hace dos años. La bomba cayó en su casa, y él se libró de milagro porque estaba en el mercado haciendo la compra. Aguantó en Alepo unos meses más, pero, al final, decidió marcharse a Sarqueb, donde vivían su hijo mayor y su hija con su marido y sus dos nietos. Su hijo pequeño, cuando comenzó la guerra, acababa de terminar la carrera de ingeniero en Damasco y se puso a trabajar con las telecomunicaciones en el Ejército Libre. Y ahí sigue. Sarqueb es una ciudad en zona libre, pero ha sufrido muchos ataques: bombas de racimo, bombas de barril e incluso armas químicas. Así que no puede decir que se fue a un sitio más seguro que Alepo, pero por lo menos estaba con su familia y les podía echar una mano. Al llegar a Sarqueb, se encontró con algo que le habían estado ocultando, que su hijo el mayor y su yerno, el marido de su hija, también se habían unido a las milicias del Ejército Libre. Saúl se quedó a vivir con su hija y los nietos, uno de nueve años y otro de quince. El de quince es el que estaba jugando al fútbol, y dice Saúl que si no llegan a escapar de Siria, no habría tardado en unirse también a las milicias, y es que mientras estuvo en Saraqueb, Saúl ya tuvo que pararle los pies un par de veces. Pero consiguió hacerlo, consiguió que sus dos nietos siguiesen yendo a la escuela en mitad del caos, y él mismo se puso a dar clases con la Asociación de Profesores y Alumnos Libres de Saraqueb. Saúl era profesor de Matemáticas, lo había sido durante treinta y cinco años y acababa de jubilarse cuando empezó la guerra. Me dice que si hay alguna esperanza para el futuro de Siria, estará en los jóvenes y en la educación de los jóvenes, y que lo van a tener difícil porque ahora no luchan solo contra un dictador que está demostrando no tener escrúpulos, sino que se les está llenando el país de locos fundamentalistas, algunos autóctonos, pero la mayoría importados de otros países.
Si fuese por él, no estaría ahora mismo en Jokkmokk, seguiría en Saraqeb, dando clases de matemáticas e intentando mantener la calma y la cordura, porque si uno se derrumba, le hace la vida más difícil a los que tiene alrededor. Su cabeza sigue allí: en Saraqeb, en Alepo, en Kamilisi, pero ha tomado la decisión de marcharse por su hija y por sus nietos. Decidieron salir de Siria cuando mataron a su yerno, al padre de los niños. Y no fue un viaje nada fácil. Cruzaron a Turquía por Atma y se instalaron un par de meses en casa de unos amigos en Reyhanli. De ahí viajaron a Izmir, donde también se quedaron a vivir en casa de unos amigos, y después consiguieron cruzar a la isla griega de Samos. No sé cómo soy capaz de acordarme de todos estos nombres, porque quitando Samos, que me sonaba un poco, los nombres de Saraqeb, Iztmir, Atma y Reyhanli estoy segura de que no los había oído antes, y ya hace una semana de la conversación con Saúl, pero se me han quedado grabados a fuego, igual que los gestos y las expresiones de Saúl y sus ojos brillantes a punto de llorar. Aunque no todo fueron penas, también nos reímos; la hora que estuvimos hablando nos cundió para mucho. Cuando terminó el partido, me presentó a su nieto, que acababa de perder y no tenía muchas ganas de hablar. Nos despedimos, nos dimos nuestros números de teléfono y quedamos en vernos pronto. Aunque no sé cómo lo vamos a hacer, porque yo aquí estoy bastante limitada de movimientos, y él no tiene coche.
Me doy cuenta de que me agobia un poco depender tanto de Gunnar para moverme. Y encima estando Gunnar como está, muy alterado, y ahora además convencido de que Niklas es un espía ruso. Que por cierto, no sé qué hacer, si contárselo o no contárselo a Niklas. Es verdad que le he hablado de la obsesión de Gunnar con los submarinos rusos, pero no es lo mismo eso que contarle que ha estado espiando en sus cajas y que sospecha de él. Conociendo a Niklas, no se va a enfadar. ¿O sí? En realidad, no le conozco tanto, aunque me dé la impresión de que sí. Voy a hablar primero con Rebecka. Lo ideal sería contárselo estando Rebecka delante, para que le explique que su padre no está bien y que la cosa viene de lejos. También es verdad que me da curiosidad saber qué es lo que tiene Niklas en las cajas, los papeles esos con la foto de Vladímir Putin por un lado y el planeta Tierra por el otro. Muy normal no es. ¿A qué se dedica exactamente la asociación en la que está metido? Siempre que viene a coger cosas del trastero, dice que es material de la asociación. ¿A ver si va a resultar que sí es un espía ruso? Eso es lo que me ha dicho Inés antes de colgar esta tarde, que no descarte esa opción. Luego me ha dicho que no le haga caso, que se pasa el día leyendo novelas de detectives y ve intrigas por todas partes. Incluso ha leído alguna que se desarrolla aquí en Laponia, no en Jokkmokk, sino en Kiruna. Me iba a decir el nombre de la escritora, pero no se ha acordado, la próxima vez que hablemos me lo dice.
Otra vez, Saúl. Iba a dejar de grabar, pero me vuelve a venir Saúl a la cabeza. Una cosa que me contó sobre su idioma. Está triste porque su hija y sus dos hijos no lo hablan, y menos aún sus nietos. Dice que la culpa es suya, por no insistir, porque no le dio mucha importancia cuando eran pequeños y lo más sencillo era que todos hablasen árabe en casa. Pero hace poco, se dio cuenta de una cosa: desde el siglo XV, todos sus antepasados habían enseñado español a sus hijos, una cadena de varias generaciones que él había roto. Y, además, la había roto sin pensar que la estaba rompiendo, porque en ningún momento había tenido en mente a todos esos antepasados. Lo cual es una pena. Se quedó pensativo mirando el partido de fútbol y me dijo que seguramente no hay que preocuparse tanto por las generaciones anteriores, sino por las futuras. Luego, me contó como estando en Atma, a punto de cruzar a Turquía, vio como unos yihadistas de ISIS arrancaban un árbol que tenía más de ciento cincuenta años en la actualidad. ¡Lo arrancaron porque decían que la gente del pueblo veneraba al árbol en lugar de venerar a Dios!